lunes 31 de marzo de 2025
spot_img

Hablemos de cosas importantes

Alerta: se revela información de la trama. 

La serie del momento, “Adolescencia”, se impone como tema de conversación. “Debería ser objeto de estudio por padres, escuelas, instituciones y gobiernos de todo el mundo” dicen en todos los medios, streamers, periodistas, padres, el 90% de la gente que expresa su opinión en los grupos de whatsapp. Lo hace por su comentario social: el bullying analógico y digital, las redes sociales, la relación entre padres e hijos, el machismo. Los psicólogos están como locos. Su capítulo, dicen, es espectacular.

Lo hace también por su recurso visual: mostrar todo lo que se ve utilizando, solamente, el plano secuencia. Es decir, se filma toda la serie en cuatro planos (uno por cada capítulo) sin cortes de cámara ni montajes.

Hoy, este fin de semana, todos están hablando de adolescentes redes sociales y de plano secuencia. ¡Buen trabajo! Los realizadores de la serie cumplieron uno de sus objetivos, que sus cuatro capítulos sean un acontecimiento. Van un paso más allá -tremenda coreografía, diseño de movimientos, utilización de drones para pasar del piso al cielo y de una punta a otra de la ciudad, paso de interiores a exteriores- barnizan con prestigio de habilidad cinematográfica a la serie más vista en esta semana en Netflix. Lujo que se ve incrementado por algunas actuaciones que impresionan hasta desbarrancar.

El prestigio de la habilidad cinematográfica y actoral es el paso adicional al prestigio del tema, o los temas, de trascendencia social. En este caso la exposición de adolescentes a las redes sociales, el bullying digital y de carne y hueso, y la falta de diálogo entre padres e hijos. Y ¿En qué andan nuestros hijos cuando están encerrados en su cuarto haciendo cosas con la computadora? Al siempre popular tema de los niños y las pantallas (antes con la TV, luego con las computadoras, ahora con las pantallas digitales y las redes sociales) se le suman víctimas, victimarios y cómplices adolescentes, y la culpabilidad de padres y docentes que son indolentes con sus responsabilidades. La serie es semilla de infinitos debates. Y, seguramente, desde que los padres y maestros, convocados por esta serie, pasen a la acción que hoy están procrastinando, el mundo va a ser un poco mejor y los culpables, por fin, podrán soñar con ir al cielo.

Ni el tema ni la destreza técnica son el fundamento de una buena serie.

Hay series y películas excelentes con temas sin ninguna relevancia social y muy probablemente las mejores películas y series son aquellas que los recursos técnicos (planos, montaje, sonido) pasan a primera vista desapercibidos o resultan invisibles. Hagan ustedes la lista, o recurramos a los mejores directores.

Esta serie es muy despareja, errática. Su primer capítulo (el del arresto, la comisaría y el interrogatorio) es intenso, vibrante, lleno de claroscuros, con idas y vueltas en el juicio que vamos construyendo para cada uno de los personajes, con dosis inteligentes de aparición de esos personajes, y la sensación de que todos ellos (policías, asistentes sociales, niño, padres, abogado) cumplen bien, o dignamente, con la tragedia que les toca vivir. El recurso del plano secuencia juega a favor de la historia, aporta cercanía, nerviosismo,  incertidumbre. Hay un gancho adicional que va creciendo junto con el paso de los minutos que es el suspenso respecto a la certeza de que el principal sospechoso es, o no es, el culpable. Nosotros vamos descubriendo lo que va pasando igual que lo van descubriendo el padre y el abogado. Sufrimos el horror de que el principal sospechoso del crimen sea un chico que parece perfecto. Lo policial le gana a la tragedia social. Se produce la sensación de salto al vacío para ver cómo se va a ir solucionando la culpabilidad o el sobreseimiento del adolescente.

Ya el segundo capítulo, el del colegio, precipita una caída del poder del suspenso, superado por el comentario social y el subrayado con pretensiones de realismo. Los policías, tan profesionales y sobrios, no logran avanzar con el hilo de su hipótesis. No aparece el motivo del crimen, no aparece el cuchillo utilizado para el asesinato. La incertidumbre se reduce a partir de la explicación oral del hijo del policía. No sólo va a esa misma escuela de víctima y victimario, no sólo es bullineado delante de su padre en ese mismo momento en que la cámara está prendida, también produce el mayor acercamiento con su padre en esa misma hora y en el mismo momento en el que lo despabila: le dice, verbalmente, que le da lástima verlo perdido, que el elemento del crimen no es un cuchillo sino los mensajes en código de los posteos de Instagram. Le regala la punta del ovillo. ¿Por qué no lo hizo en alguno de esos días entre el crimen y la visita del policía a la escuela?

Acá el plano secuencia juega en contra de la trama. En una hora, delante de la cámara en tiempo real, suceden cosas que en un colegio pueden pasar en un día, o días o en semanas. Todo está forzado. Llantos, gritos, piñas, escenas de racismo y de dolor de los inmigrantes, confesiones, negligencias por parte de los docentes y las autoridades educativas, reconciliación entre padre e hijo, invitación a un almuerzo familiar. Sobre el final del capítulo, la cámara del plano secuencia toma primero a todos los estudiantes del colegio caminando como zombies mirando las pantallas de sus celulares -como para subrayar que estamos ante un problema social con eso del uso de pantallas celulares-, luego la invitación a comer del padre policía a su hijo, y luego esa misma cámara levanta vuelo y va a otro lugar alejado de esa calle en esa misma ciudad para ir a un lugar donde todos depositan flores en recuerdo de la víctima. Entre esos todos está el padre del principal sospechado. En esa parte final del plano secuencia, como para remarcar el sentimiento que deben sentir los espectadores, la serie recurre a la canción de Sting “Frágil” en una versión cantada por niños.

Este capítulo abandona tres convicciones del plano secuencia: no confía en el poder de los recursos narrativos del cine (o las series) porque el corazón del misterio se explica sólo verbalmente, de manera forzada, sin justificación previa ni posterior de que así sea. No se apoya en el supuesto de que el plano secuencia imita la mirada humana o de acompañamiento del espectador de lo que está sucediendo, ya que decide tomar vuelo de una punta de la ciudad a la otra. No acompaña el recurso del plano secuencia con un uso similar del sonido, que a lo largo de toda la película es arbitrario y contrario a la lógica del plano secuencia. Y además fuerza a que todo pase delante de la cámara, en un tiempo comprimido, y a toda intensidad. Nada relevante sucede fuera de campo, fuera de lo que se puede ver. Ni siquiera el llanto por la víctima.

El tercer capítulo, en el que la psicóloga dialoga con el sospechoso, es teatral. Una escena de teatro filmado, a excepción del suspenso que se aprecia cuando la psicóloga ve por pantallas lo que el niño sospechoso hace en su ausencia. Nosotros no lo vemos. No lo sabremos de ningún modo. La psicóloga se lleva su secreto y su sabiduría. Claro que son actuaciones virtuosas, y que el personaje del guardia que dialoga con la psicóloga es tétrico y da miedo, pero esas puntas de iceberg lo que nos hace dar cuenta es todo lo que se pierde por el subrayado de tratar un tema “relevante” y la necesidad de llamar la atención con el plano secuencia.

El último capítulo es el más sentimental, en el peor sentido. También es ridículo. El padre comienza su cumpleaños forzando la euforia. Se percibe el dolor y las recetas de cómo encarar semejante drama. Pero también todo es forzado. Los gritos, los comentarios sexuales, la diferencia de cómo concibieron a la hija (embarazo querido) respecto al hijo (embarazo no querido). La crueldad de los vecinos, viejos y adolescentes. El derrumbe de la última ilusión cuando el hijo les comenta que se va a declarar culpable. La culpabilidad que sienten los padres respecto a lo malos padres que fueron. La culpabilidad que los realizadores quieren que los espectadores veredicten respecto a esa pareja en la pantalla, porque para que el hijo sea feliz le regalaron una computadora y el chico estaba todo el día encerrado en su cuarto con la pantalla prendida. De paso, los espectadores padres van a culparse a sí mismos porque qué padre no regaló un celular o una computadora. Al final, además, está el osito sobre la almohada para que el padre lo abrace con dolor y el mayor remordimiento posible. Acá el plano secuencia también resulta forzado. O fuerza a que existan trampas para que la historia pueda rodar. La escena del auto en el viaje de ida está filmada desde afuera del auto, pero tiene el sonido de adentro del auto. Es decir: es todo realidad menos el sonido. Si se regodean con la habilidad del plano secuencia de una hora o más, que al menos la canchereada funcione con todos los recursos, ya que estamos. Si lo hicieron con el viaje de vuelta (filmado desde adentro), ¿por qué no hicieron con el viaje de ida? O ¿Por qué no sostuvieron con todo y sonido el chiste del plano secuencia?

En esta película los culpables son los hijos y los padres. Todos. Y un poco los maestros también. Víctima y victimario se intercambian roles, pero su denominador común es la edad. Los policías, la psicóloga, los guardias, son todos eficaces y rigurosos. Profesionales. Pulcros. Algo crueles pero siempre conocedores de los límites. Y respetan esos límites. Los padres y los docentes, no. No son perfectos. Son negligentes y responsables de lo que sucede. El policía encarna una extraña dicotomía: sostiene una ética de su profesión, es riguroso y serio, súper profesional. Pero es un padre insuficiente, defectuoso de principio a fin, responsable de la inseguridad de su hijo. Un buen policía y un mal padre. Tanto como los padres del acusado son responsables de la violencia latente del principal sospechoso. La madre inmigrante de la mejor amiga de la víctima también es negligente. La comisaría funciona perfectamente. En cambio la escuela funciona mal. A igual calidad de recursos materiales y tecnológicos la comisaría es mil veces mejor que la escuela.

Entonces tenemos víctimas y victimarios intercambiables. Que comparten las características de ser padres o ser hijos. Una escuela que si no la produce al menos no frena la violencia. Padres que no ven que a sus hijos se les va la vida en las pantallas e hijos que no ven como las pantallas les arruinan la vida. En estos días de discusiones y debates alrededor de la serie, todos ellos están sentados en el banquillo de los acusados.

Pero aún aceptando que la película apueste al comentario de un tema importante hay algunos elementos que deliberadamente omite: no hay algoritmos. No hay cámaras de eco. No hay cuestionamientos explícitos al vicio que causan los funcionamientos de determinadas redes sociales.

Esos elementos son apenas espectadores del juicio social que está de moda en estas semanas.

spot_img
spot_img

Veinte Manzanas

spot_img

Al Toque

Fernando Pedrosa

China, Rusia, EEUU: la geopolítica en tiempos de streaming

Alejandro Garvie

El Proyecto 2025: bases para destruir la democracia

Eduardo A. Moro

El que calla, otorga