La crisis de la burocracia estatal argentina se desplegó por etapas desde hace más de medio siglo. Resulta difícil establecer un punto de inflexión preciso, porque sus sectores básicos como la seguridad, la educación, la salud -robustos desde sus orígenes históricos- lo hicieron asincrónicamente.
No obstante, hubieron dos rupturas cruciales: la detonación económica, social política de 2001; y la cuarentena por el Covid 2019. Por lo demás, el régimen federal complica aún más la asimetría. Esta nota se concentra en el Gran Buenos Aires (GBA); uno de los polos del “síndrome metropolitano”.
En la Provincia de Buenos Aires existen diferentes instancias de atención: los centros sanitarios, los grandes hospitales, de jurisdicción municipal y las de Atención Urgente comunales y provinciales (los UPAS).
Este permite visualizar mejor la anomia del síndrome metropolitano pues desde sus agencias suele sugerírseles a los enfermos del segundo y el tercer cordón del Conurbano recurrir a lejanos establecimientos capitalinos más convenientes que otros más cercanos por los costos y la irregularidad de los medios de transportes locales.
Luego, las carencias de rigor: los diferimientos de turnos por meses, las colas de hasta 50 metros desde la madrugada, guardias atestadas, tratamientos inadecuados, falta de insumos básicos o la ausencia de profesionales estratégicos para las dolencias salientes en esas regiones sociales.
Las demoras o cancelaciones generan un ambiente tenso que suele detonar en batallas campales entre parientes indignados, personal de seguridad de los centros e incluso los propios profesionales. Ni hablar cuando ingresan delincuentes heridos con sus cohortes familiares o barriales que exigen prioridad a punta de pistola. La llegada tardía de los efectivos policiales yuxtapone la tragedia sanitaria a la de la inseguridad.
El corte en el interior de la sociedad termina de complicar la distopía. Sectores significativos de las clases medias, que han debido abandonar su cobertura social privada, suelen preservar un vínculo solidario con los médicos que trabajan en los hospitales públicos quienes les reservan turnos más puntuales aunque superpuestos.
Se trata, de todos modos, de casos puntuales que distan de la discrecionalidad generalizada. Por el contario, ambos niveles terminan convergiendo en las denominadas “terapias alternativas” informales. Un complejo cuyas opciones trataremos de sistematizar partiendo de sus comunes denominadores: la primariedad relacional, la velocidad gestionaria; y el confort compensatorio de los destratos del sistema oficial.
En las clases medias empobrecidas, la destreza en las redes sociales determina el acceso a “especialistas” a los que se accede fácilmente “googleando”, por Facebook o Instagram. Hay gente convencida a partir de la formación en cursos dictados por diferentes “expertos”. Más allá de que estos últimos emitan prescripciones no debidamente fundamentadas o lisa y llanamente falaces, hay personas que asumen un compromiso abnegado con sus desesperados “pacientes”.
Se tiende entre ellos un vínculo de confianza reparadora; y no faltan casos que testimonian curaciones ya sea por tratarse de enfermedades psicosomáticas o de sugestiones que exceden nuestro campo cognitivo. Los honorarios suelen ser módicos; y muchos encuentran en el estudio de esos saberes otra vía de sus múltiples estrategias de supervivencia. Actualmente, la moda se posa en la “biodecodificacion”, el estudio de las enfermedades a instancias de “constelaciones familiares”, la “epigenética”; etc.
Las religiones también realizan sus aportes mediante profesionales médicos formados o con estudios inconclusos además del abundante personal de enfermería que a través de cadenas de oraciones y contención emocional intensa refuerzan el vínculo confesional.
Luego, aparecen figuras cuyos saberes revisten mandatos familiares transgeneracionales de poblaciones aborígenes que el Estado y la Iglesia soterró pero que re emergieron al compás de su retroceso. En los barrios, “médiums”, “tránsitos” y “chamanes” se conjugan con neo pentecostales, “umbandas”, o devotos de diversas santidades regionales. Los “códigos”, allí en donde se respetan, determinan que no se cobre el “tratamiento”; o en todo caso, se acepten aportes voluntarios.
Todo el conjunto podría generar la percepción etnocentrista del engaño y la “truchada”. Constituiría un grave error. No faltan casos, como en todos los órdenes de la vida social, de estafadores. Pero la mayoría actúa de buena fe, ofreciendo lo mejor de su nobleza caritativa: otro de los tanto soportes sociales valiosos ante la omisión del servicio público presuntamente “presente”. El problema, en todo caso, es político; y remite al desequilibrio demográfico y social que conforma el escenario a la deriva de un GBA inviable.
Publicado en Clarín el 16 de mayo de 2025.
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