A finales de 2008, dos años y medio después de mi llegada a Argentina como embajador de España, decidí que había llegado la hora de conocer personalmente al arzobispo de Buenos Aires y solicité visitarle. Pasados dos días, me recibía en el arzobispado, al costado de la Catedral de Buenos Aires. Una monja me condujo a un sobrio salón donde me esperaba Bergoglio que, como pude comprobar a lo largo de nuestra conversación, sabía más de mí que yo de él. “Con su trayectoria política, la Argentina debe ser para usted una buena experiencia… aunque no es fácil entendernos a los argentinos”.
“Tiene razón –respondí–, es toda una experiencia. Disfruto desentrañando la política argentina, tratando de distinguir lo aparente de lo real, lo que se dice de lo que se hace. En
cuanto a lo segundo, me resulta más fácil entender la Argentina y, sobre todo, su política,
que explicarla a mi gobierno a diez mil kilómetros de distancia… y no puedo decirles que hay que ignorar los titulares del día con las palabras altisonantes de Kirchner o de Cristina,
porque son para la gilada”. La sonrisa amable de Bergoglio se tornó en abierta carcajada.
Fue una conversación muy cómoda y fluida.
Durante más de una hora, hablamos de todo: de España, donde un joven Bergoglio había
pasado un año a comienzos de los setenta; de la política española: “Como comprenderá,
estoy totalmente en contra de algunas de las cosas que está haciendo su Gobierno…pero hay otras que me parecen muy valientes”, en referencia a la Ley de Dependencia y a las
políticas migratorias. Le hablé de la Alianza de Civilizaciones, iniciativa lanzada en 2004 por
Rodríguez Zapatero y que Naciones Unidas había hecho suya en 2007. Bergoglio quiso
profundizar en una idea que –dijo– iba en la misma dirección de lo que él quería construir
en materia de diálogo interreligioso: de hecho, lo que el papa Francisco ha llevado a cabo,
traspasando las fronteras con otras religiones, ha sido la continuidad de lo que en Argentina puso en marcha el cardenal Bergoglio.
Pero no fue solo en ese ámbito: en general, todo el impulso comprometido y transformador
que el papado de Francisco ha supuesto en cuestiones como la pobreza, la inmigración, los
homosexuales, la participación de la mujer en la Iglesia, los conflictos bélicos y en especial,
tanto la agresión de Rusia a Ucrania, los crímenes de Hamás o el genocidio israelí en Gaza, el cambio climático o la pederastia en la Iglesia, no son otra cosa que la traslación a la
máxima magistratura de la iglesia del pensamiento y el actuar de Bergoglio, el arzobispo de Buenos Aires que yo conocí.
En nuestro encuentro, hablamos también de la pobreza en Argentina y, en particular, en torno a la ciudad de Buenos Aires, una de las cuestiones que exasperaban a Bergoglio y que fue la causa de su principal enfrentamiento con los Kirchner; una la pobreza extrema de lugares como la Villa 21/24, junto al contaminado Riachuelo, el mayor asentamiento, con más de 25.000 personas malviviendo a menos de quince minutos de la catedral…y de la Casa Rosada. Yo había visitado esa zona en dos ocasiones: la primera, con el PNUD; la segunda con varios miembros de mi equipo en la embajada, una visita de tres horas que, a petición mía, organizaron los curas villeros, cuya labor acompañaba y alentaba Bergoglio.
Buena parte de nuestra conversación estuvo dedicada a la Argentina. El escenario político
que vivía el país en aquellos días era cada vez más complejo y quebradizo. Después de unos años en que los Kirchner habían gobernado cabalgando a lomos de la fuerte recuperación –“crecimiento a tasas chinas”, se decía– el país entraría en una fase de estancamiento, inflación, carestía y encarecimiento de productos básicos como la carne para el asado, el plato habitual de las clases populares. Junto con el contexto de la crisis internacional, 2008 había estado marcado por el feroz enfrentamiento entre el gobierno y el campo argentinos, provocado por el intento del primero de modificar el esquema de
retenciones a los ingresos por exportaciones. El conflicto duró cuatro meses y se zanjó con la derrota del gobierno.
Como consecuencia de todo ello, existía un fuerte malestar social y una caída en picado de
la popularidad del gobierno, que reaccionaba a trompicones, alternando gestos populistas con discursos cada vez más agresivos y autoritarios hacia los oponentes políticos y hacia quienes, desde cualquier ámbito, cuestionaban sus decisiones, lo que, a su vez, alentaba el
desgaste del gobierno. Había, en suma, bastantes signos de que el país iba hacia un cambio de ciclo político y, también, que los Kirchner estaban dispuestos a todo para
evitarlo, aunque aún no habían encontrado la forma de hacerlo.
Cuando nos despedíamos, a las puertas del arzobispado, expresé mi frustración por las
oportunidades perdidas tanto para Argentina como para las relaciones entre nuestros dos
países y mi preocupación por el creciente deterioro del clima político y social. Poniendo
su mano en mi brazo, pronunció una frase que expresaba un temor y un sentimiento
compartido: “Hay que ayudarles a morir en paz”.
Esas palabras daban por inevitable la pérdida del poder por parte del kirchnerismo y, un
deseo de contribuir a que fuese una salida digna y ordenada. El diagnóstico –que yo
compartía– demostró ser erróneo: los Kirchner y su gobierno mostraron una impensable
capacidad de crear nuevas fronteras, de recuperar la simpatía y el apoyo de sectores
que parecían estar dispuestos a abandonarles… y regresaron, con recobrada vida. Tras la
inesperada muerte de Néstor Kirchner en octubre de 2010, Cristina Fernández y el
peronismo gobernante devendrían plenamente en el kirchnerismo, con Néstor siempre
presente, como imagen icónica… y Cristina lograría un rotundo triunfo en las elecciones de
2011. Un año antes, en la misa que Bergoglio había oficiado en la catedral de Buenos Aires
por su alma, la única representación del gobierno fue el subsecretario de Culto,
expresando así, incluso en esas circunstancias, el desprecio del kirchnerismo hacia el arzobispo de Buenos Aires.
Tras la elección, en 2013, de Jorge Mario Bergoglio como Papa, asistimos a un clásico
argentino: el proceso de creación y apropiación de una figura –¡un Papa argentino!– como
nueva encarnación de los mitos patrios, en orfandad desde Maradona. A partir de ahí se
inició la peregrinación a Roma de políticos, sindicalistas, de todos los que le había
denostado –Cristina la primera– o los que le habían sido afines, para conseguir una foto con el Papa argentino. Francisco los recibió a todos; no sé lo que hablaron, pero aunque su
esperada visita a la Argentina nunca se produjo, me consta que seguía atentamente lo
que ocurría en su país. Un día, a comienzos de su papado, sorprendió a Fabián Perechodnik, directivo de la consultora Poliarquía con una llamada telefónica en que le pidió que le enviase –ahora a Roma– las encuestas periódicas que realizaban.
Aquel día de 2008, cuando regresé a la embajada tras mi entrevista con Bergoglio, a las preguntas de varios miembros de mi equipo, respondí: “Un tipo muy interesante,
muy jesuítico”. Anoté algunas ideas del encuentro y decidí no enviar a Madrid un telegrama al respecto. No les habría interesado.
Publicado en El Diario de España el 22 de abril de 2025.