lunes 7 de octubre de 2024
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¿Fin o resiliencia del “partido del orden” del siglo XX?

Empecemos con su denominación conceptual. “Partido del orden” es aquel capaz de convertirse en el eje de la política nacional. Rol que le cupo al peronismo desde la segunda mitad del siglo XX hasta devenir el caos contemporáneo tras la, como poco, disfuncional presidencia de Alberto Fernández. Una situación inédita pero con algunos precedentes históricos que supo prodigiosamente sortear. 

Representó la respuesta incomprendida por las elites de entonces para detener y esterilizar el fantasma imaginario de nuestro nacionalismo a principios de siglo XX: el peligro de una revuelta social de la masa inmigratoria que conjugaba la pesadilla de las guerras civiles del siglo XIX con la “maximalista” de las coetáneas rebeliones obreras en la Europa industrial. Perón retomó los temores y apuntó directo al nuevo núcleo del peligro: el sindicalismo, que la inercia económica de los 30 había tornado más industrial que sus precursores afincados en los servicios. 

Pero su fórmula de disciplinamiento descartó los criterios liberales de la Constitución imponiéndoles los de la Carta del Lavoro del recientemente derrotado fascismo italiano, o los del fuero laboral falangista español. Así comenzó el nuevo “orden”. En las formas, continuador de la fundacional Constitución liberal y republicana, pero de contenidos autoritarios y autocráticos. Su valor supremo fue la “conducción” de su jefatura personalista. No muy diferente a la de Roca, aunque con la torsión ideológica que cruzaba los reflejos antiliberales de los 900 con los de las experiencias autoritarias de entreguerras. 

Convirtió el miedo en virtud introduciendo la modalidad encuadradora de movilización de masas en sus rituales plebiscitarios en la Plaza de Mayo. Y añadiéndole allí a su autoridad una novedad destinada a convertirse en regla: la sociedad con su joven esposa; significativamente, una actriz de cine y radioteatro que ensambló la “sensibilidad social” del régimen con la amenaza de exterminio de sus “enemigos” de “la oligarquía”. 

Mientras tanto, el lado oscuro de la luna no hizo más que avanzar detrás de la fachada constitucional exigida por los resultados de la contienda mundial y por los cuadros dirigentes que logró escrutar en la política tradicional. La “peronizacion” se tornó indetenible, empezando por su “columna vertebral” sindical, la “depuración” de la CSJ, el control de los cruciales medios de comunicación, la Universidad y hasta la endeble plataforma electoral pergeñada por radicales y sindicalistas que le habilitaron la victoria electoral de 1946. Nació así el “movimiento nacional” que disimulaba mal su designio de convertirse en un “partido único” sustentado en un nuevo dogma patriótico sustitutivo del fundacional “justicialista”, aunque sin impugnarlo. 

Pero –tan importante como estas torsiones– el peronismo representó la expresión local de un Estado Benefactor de vanguardia, aunque de contornos más tributarios de los europeos de preguerra que de los de posguerra, y asentado en bases materiales exiguas, abriendo cauce a un conflicto distributivo extenuante que espejaba la polarización centrífuga que le imprimió a la política. El resto, fue lo más parecido a una tragedia destinada a reeditase dos veces. La muerte de la “abanderada de los humildes” en 1952 a los 33 años, el agotamiento de la ilusión redistributiva “revolucionaria” y el avance peronizador sobre sus otros dos pilares originarios, el Ejército y la Iglesia, que le deparó su derrocamiento sin grandes resistencias. El “partido del orden” no podía protagonizar precisamente aquello que había venido a evitar: una guerra civil que, dados sus apoyos, podía devenir social. 

Pero su caída no fue óbice para preservarse en el centro del candelero político nacional. Entre 1955 y 1966 siguió fantasmagóricamente rigiéndolo, sin que sus enemigos acertaran una fórmula de reintegración, y contagiándolos en su arbitrariedad autoritaria. Contribuyó a demoler a dos gobiernos civiles y alentó a un ensayo autoritario superador con el que compartía el ideal de la “comunidad organizada”, pero que también habría de contribuir a su fracaso. 

Mientras tanto, el “conductor” debió abrir las puertas del “movimiento” a vertientes que su plasticidad deliberada hacían permeables a la incorporación de viejos adversarios por derecha e izquierda. Pero tal vez subestimó al castrismo, aspirando a reeditar sobre sus jóvenes revolucionarios la fórmula esterilizadora de los 40 sobre los sindicatos. ¿Ingenuidad o estrategia para reservarse su eventual faenamiento como garante último del “orden”? Como siempre, las bibliotecas se dividen. 

El Perón que vuelve en 1972 parecía, sin embargo, un maduro estadista que había aprendido de sus extravíos de los 50, aunque redoblando el nepotismo confirmado por la extravagante fórmula con su tercera esposa. Logró, en los hechos, incorporar bajo un manto pluralista a sus enemigos convertidos en adversarios, tal vez por haberlos, por fin, convencido de su indispensabilidad excluyente. Pero también estaba la revelación de novedades latentes desde 1955: el “peronismo sin Perón” con Héctor Cámpora, y el destino que le deparaba a mandatarios peronistas “delegados” sin conducción durante el errático mandato de Isabel. En el medio, la guerra civil embozada en el interior del “movimiento” de su breve tercer gobierno, que conjugó la gloria con el suplicio. 

Los militares que lo relevaron en 1976 se dividieron entre quienes querían, como Onganía, superarlo, y los que ansiaron a heredarlo. El Mundial de 1978 y la movilización popular tras la Operación Malvinas atizaron a estos últimos. Su fracaso y la fuga castrense lo descubrieron sin conducción. Entonces, apareció otro intento de superarlo desde la democracia, pero que también se malogró dada su capacidad de metamorfosis en un –hasta las vísperas despreciable– “partidito liberal”. No fue por mucho tiempo. Cuatro años más tarde volvió a lo suyo: recuperar por etapas no solo el gobierno sino el poder, que preservó por 20 años, boicoteando, como en los 60 y en los 80, a los dos intentos de alternancia. 

Fue, de todos modos, el desenmascaramiento de su designio ordenancista: sin demasiados miramientos, transmutó en los 90 a una nueva jefatura nacionalista en una conducción neoconservadora que se devoró a la derecha liberal, su más irreductible antagonista. Y en los 2000 hizo lo propio con los supuestos herederos de la izquierda castrista, arrastrando a una parte no menor de la izquierda progresista y radicalizándola en las coordenadas de su nueva meca: la Venezuela chavista. Lo hizo a instancias de una conducción que, como Ongania y Alfonsín, procuró superarlo, aunque esta vez desde adentro, mediante otra fórmula matrimonial. La tragedia de la muerte de Kirchner volvió a dejarlo sin conducción aunque afirmándolo como “partido del orden” al trasmutar su ciudadanía social histórica en la administración filantrópica y venal de la nueva pobreza de masas. 

¿Se está agotando el “partido del orden” del siglo XX, o solo se está regenerando de alguna manera aún impensada? La clave aproximativa a este interrogante tal vez proceda de la perennidad o no de los valores cardinales de su cultura política aún mayoritaria: el “poder”, el “pueblo” y la “conducción”. Pero La “sensibilidad social” impostada por gerentes multimillonarios, cuyas espurias fortunas algunos aspirantes esbozan legitimar, y la idealización de una marginalidad en las antípodas de sus orígenes, le juegan en contra como la conciencia de otra de sus herencias culturales: la inflación.

Publicado en La Nación el 17 de septiembre de 2024.

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