viernes 26 de julio de 2024
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Experimento, fantasías y caducidad

Como muchos argentinos, vivo la presidencia de Javier Milei con una mezcla de estupor e incredulidad. Otros legítimamente sienten optimismo o esperanza, y también hay quienes sienten miedo frente a un modo de hacer política inexplorado hasta ahora en Argentina.

Mis sensaciones no se relacionan con la originalidad del fenómeno (el Frepaso o el Pro, en su momento, fueron novedosos y no me produjeron lo mismo). Al fin y al cabo, la sociedad argentina ha sido prolífica en generar respuestas que han captado el “sentir de época”. La inaudita prolongación de respuestas fallidas que el kirchnerismo llevó adelante, con la música de fondo de una narrativa mentirosa e inquisitorial, generó un estado de ánimo que combinó cansancio y bronca.

La oferta de Milei fue sencilla: identificó al déficit fiscal y al activismo público como fuente de todos los males, y vinculó esa circunstancia a la existencia de un conglomerado de personas que se beneficiarían espuriamente de tal situación (“la casta”). Para resolver ambas cosas, propone una reducción significativa del gasto y un desplazamiento de ese grupo de “privilegiados” responsables de nuestra decadencia.

La oferta de Milei (validada electoralmente) es sólo un aspecto del proceso que estamos viviendo. Esa pulsión por abolir el Estado se combina con: una narrativa refundacional, una concentración de la energía gubernamental en pocos objetivos y, por lo tanto, la renuncia a sostener otros, un desprecio por los modos, elementos de conservadurismo cultural, intensa militancia canceladora en las redes, improvisación en la gestión, pragmatismo frente a dificultades sensibles a la opinión pública (como las idas y vueltas con las prepagas) y una dosis de colaboración peronista. La lógica elegida explícitamente por el presidente para sostener su centralidad política es la confrontación permanente con todo lo que él califique como “casta”. Por tanto, en medio de la frustración y la fragilidad social, vivimos semana a semana el espectáculo de las acusaciones ciertas o exageradas, que en vez de alinear a la nación con sus objetivos, parece distraerla en una cotidianeidad desgastante.

A esta amalgama de vectores, en esta particular coyuntura, es lo que yo llamo (sin ningún sentido peyorativo) “el experimento Milei”.

ESTÉRIL O CORRUPTA

Elegir democráticamente a Milei ha sido (sobre todo) renunciar a la política tradicional. Una renuncia categórica, por considerarla estéril o corrupta.

Una parte importante de la sociedad argentina parece haber renunciado al combo recurrente de argumentos y mentiras, sutilezas y exabruptos, acuerdo y confrontación, diálogo y denuncia, concesiones recíprocas, etc. Ha sido reemplazado por un sermón principista lleno de alegorías y espectacularidad.

La irritación y la bronca estuvieron presentes a la hora de votar; pero también los datos concretos de largos ciclos de estancamiento económico y deterioro de las condiciones de vida. No nos volvimos súbitamente locos, sino más bien (creo) la sociedad argentina sintió que fue abusada en su confianza, repetidamente.

Las arcas vacías del BCRA simbolizaron el fin de una época. La sociedad no sólo se quedó sin recursos, sino también sin energía para comprender promesas que, en vez de dar esperanzas, irritaban. De allí que una parte significativa se movilizara por alguien que les dijo fuerte y claro que detrás de cada propuesta de campaña había un engaño latente y que lo mejor frente a ese fraude era renunciar a la política como mecanismo de intervención pública, de asignación de recursos o de establecimiento de prioridades.

No sabemos si se abrirán las aguas del Mar Rojo para las fuerzas del cielo, pero sí sabemos que el desierto que emerge ha sido puesto como un desafío salvífico. Habría que atravesar esa instancia de penurias, antes de arribar a la “tierra prometida” (de la libertad y la prosperidad), para expurgar el pecado del excesivo gasto público. Muchos argentinos creen esto. No es extraño, se trata del tipo de épica que ha sostenido a civilizaciones enteras en tiempos de escasez o incertidumbre. No tengo claro cómo se relacionan esas imágenes con el mundo contemporáneo y con un liderazgo tan diametralmente distinto al humilde y componedor Moisés del Viejo Testamento.

Las fuerzas políticas integrantes de JxC no captaron ni la dimensión de la irritación social, ni la necesidad de proponer una epopeya que permitiera encontrar energías para enfrentar una tarea que todos reconocíamos como inmensa. Mientras la representación de JxC se desgastaba en la búsqueda de gobernabilidad futura (a través de programas concertados o propuestas benévolas hacia el resto de los actores institucionales); mientras luchaba por instalar un vocabulario asociado a la construcción de cierta “normalidad”, mientras en su madurez trataba de construir previsibilidad; Javier Milei les dijo a los argentinos “la gobernabilidad es el problema, hay que romper”. Por eso (por ahora), cada vez que rompe algo, conviven los repudios de los afectados o de quienes valoran una perspectiva más prudente con el apoyo de quienes se sienten representados por un líder que interpreta su hastío. Parece que son muchos los argentinos que creen que “romper” es una buena noticia.

MI PESIMISMO

No soy optimista. Tal vez mi aproximación a este tipo de fenómenos es excesivamente ortodoxa, pero hay convicciones que me llevan a esa conclusión apresurada:

a) Creo que los déficits de gestión (que son marcados) le van a pasar una factura pesada al presidente.

b) Creo que a medida que se despliegue la iniciativa “abolicionista”, el juicio social sobre el sector público irá mutando. No creo que olvidemos rápido la manipulación K, pero puede que se nos ocurran otras alternativas disponibles.

c) La novedad de un presidente tratando de transformarse en una figura internacional no sólo le resta energía para la difícil tarea interna, sino que sencillamente no es para lo que fue votado. Tiene derecho a cultivar ese perfil, pero probablemente sea evaluado negativamente, si las dificultades económicas se alargan.

d) No creo que el peligro que se cierne sobre nuestra civilización sea el socialismo, y en ese sentido me parece una ensoñación fascinante o un delirio que esa convicción pueda sostener a una fuerza política por mucho tiempo (pero, en este punto, tal vez me juegue una mala pasada mi propia ortodoxia).

El hecho indiscutible e ineludible de que Argentina necesita un rediseño estatal, y que muchas de nuestras prácticas políticas son cuestionadas y cuestionables, fundan la fortaleza (actual) de Milei. De ahí a que la sociedad argentina apruebe todo lo que hay alrededor, o convalide el horizonte hacia donde dice llevarnos, se irá viendo en el tiempo. Agotada la narrativa K (Estado presente, reivindicación de la política, etc.), la nueva centralidad gira en torno al abolicionismo estatal rebelde y contrahegemónico.

Con dolor, tengo que aceptar que la tercera fortaleza de la gestión presidencial es la ausencia de una propuesta alternativa atractiva que se haga cargo de la agenda contemporánea desde un lugar diferente a la “esperanza vacua” de los K o la “rebeldía” mileísta.

El reformismo contemporáneo no crece, porque es visto como procrastinador y falto de consistencia. La “tibieza”, con que las redes en su crueldad han bautizado a muchos políticos e iniciativas, es ilustrativa de eso. Hasta que no se construya una narrativa autónoma, que conecte con necesidades reales y se haga cargo de generar un imaginario de futuro posible, Milei contará con la ventaja de competir exclusivamente contra una experiencia agotada (el kirchnerismo).

La moderación pocas veces fue glamorosa, pero ahora corre con mayores desventajas aún. No se puede ignorar que la sensación de fracaso de las gestiones De la Rúa y Macri son un contrapeso, tampoco se puede dejar de lado que la complejidad inherente a las visiones institucionalistas es más difícil de presentar que una perspectiva extremista y simplificada. Por último, los moderados en Argentina tenemos una agenda gastada, y necesitamos renovarla.

OCHENTISMO

La experiencia ochentista, con su éxito en cerrar el ciclo militarista y recuperar la idea de legitimidad para el acceso al poder público, no es útil para ganar elecciones hoy, y tampoco para incidir en la conversación pública. Sencillamente, porque esa gesta cumplió exitosamente su cometido y resolvió esa agenda. Luego de aquel momento tan particular e intenso, la sensación de caducidad que genera el discurso político reformista está confirmado por las decenas de políticas cuyos resultados fueron menos auspiciosos que los originalmente propuestos, y, sin embargo, ayudaron a burocratizar más a un sector público hackeado por los intereses corporativos.

El abolicionismo estatal emergente no ha reparado en que nuestra deformidad de sector público no es exclusivamente endógena, y que más allá de la “casta”, hay una Argentina amañada por intereses concentrados, que o bien Milei parece ignorar (y, por tanto, sería ingenuo) o parece soslayar (sería cómplice).

Los kirchneristas auguran a la actual experiencia un shock negativo, un fracaso de dimensiones tan grandes como las expectativas que generó; y sueñan (algunos lo dicen) con gente en las calles poniéndole presión a las instituciones, recordando (con sesgo de memoria) lo mejor de los días kirchneristas y en última instancia brindándoles una oportunidad de retorno al poder. Se trata de una fantasía; no porque esté descartada, sino porque expresa más un deseo que un análisis riguroso.

Enfrente, a pesar de las enormes dificultades de gestión que atraviesan, y del escenario recesivo que se despliega, creen con fervorosa convicción que una vez doblegada la inflación, como dijo el presidente, la economía subirá “como pedo de buzo” y el crecimiento licuará todas las dificultades. Otra fantasía, del mismo modo que la anterior, anclada en las ganas de que suceda.

Nadie tiene certezas sobre el futuro, que depende de tantos y tan diversos factores que abre escenarios infinitos. Por eso hay que enfocarse en el presente y en cómo los actores de la vida política argentina se posicionan frente a un experimento estresante y al mismo tiempo genuino.

Seguramente un análisis mejor requiere de categorías de las que no dispongo, y un posicionamiento mejor de las ideas reformistas (en su sentido más tradicional) requieren de una renovación profunda de prácticas, de una mejor comprensión de la Argentina actual (distinta a la imaginada por muchos dirigentes), de mayor osadía a la hora de deshacer simplificaciones y trampas de los discursos populistas, e incluso de otro estado de ánimo colectivo distinto al actual, sobre el que hay que trabajar generando expectativas ciertas basándose en compromisos realistas. Ésa es la hoja de ruta.

Dicho todo esto, sigo pensando que gritar e insultar sistemáticamente es una mala práctica (aunque la tribuna lo avale), que burlarse de los colegas que no comulgan con uno es “hambre para mañana”, que prescindir de la evaluación a la hora de tomar decisiones es temerario, que ensayar lo que nadie ha hecho no siempre es virtuoso, que abusar de un momento de favor público es un riesgo innecesario, que pretender cultivar algo y cosechar otra cosa es autoengañarse, que usar la doble vara moral no será gratis, que creerse moralmente superior nunca ha sido un buen augurio. Y también pienso que hacer esas cosas desde el poder es aún peor.

Es probable que quienes precedimos a Milei en distintas responsabilidades hayamos abonado el camino que nos llevó a él. Por tanto, nos queda mucho por mejorar, y debemos hacerlo no asimilándonos a este clima de época beligerante y, por lo tanto, poco fértil. Si no logramos despegar del clima de pelea permanente que Milei propone, no recuperaremos la política. El grito y el espasmo son su territorio, y la bronca su zona de comodidad. A nosotros nos cabe recuperar la palabra clara, el argumento y la coherencia entre la palabra y la acción.

OPOSICIÓN RESPONSABLE

Ejercer la oposición responsable no significa asimilarse al oficialismo, sostener lo que no creemos o renunciar a los bloqueos razonables que prevé la Constitución. Ejercer la oposición responsable es desarmar el núcleo conceptual del abolicionismo estatal, mostrarlo tal cual es: una simplificación seductora frente a la catástrofe “K,” pero engañosa e impracticable. Por supuesto que de eso no se deduce que deseemos el fracaso de Argentina, ni que renunciemos al sentido de responsabilidad que se corresponde con la acción política bien entendida.

No es la primera vez que vivimos rodeados de experimentos y fantasías. A fines de los ’60 y principios de los ’70 también se extendieron creencias simplificadas y se construyeron adversarios sociales irreconciliables, se improvisó en la gestión pública, se trató de acallar a los disidentes, se improvisó en las relaciones internacionales.

No quiero contagiar mi pesimismo. Por eso, me gusta abonar una idea que puede ayudarnos a largo plazo: así como las reglas de la competencia electoral son un mínimo del funcionamiento democrático que ha permitido el acceso al poder público a izquierda y derecha; tal vez la defensa de la solvencia pública sea el punto basal para múltiples propuestas económicas.

El nombre del futuro será de quienes combinen responsabilidad, sensibilidad y sentido de lo contemporáneo. Lejos de los experimentos, las fantasías y las prácticas caducas.

Publicado en Seúl el 9 de junio de 2024.

Link https://seul.ar/experimento-fantasias-y-caducidad/

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