Eurovisión 2024 dio que hablar. Y no tanto por el talento y la originalidad –o su falta– en los artistas o por algún candidato que se llevó inesperadamente el favor popular o de los jurados.
Los pedidos para su expulsión de la temporada número 68 del reconocido festival se convirtieron en una polémica global que tuvo muy activa a la prensa y a las redes sociales.
Esto implicó que no estuviera presente la mismísima enseña europea, para sorpresa y dura queja posterior de las autoridades de Bruselas. La que no faltó fue la bandera multicolor LGBT+, ya que el festival mantiene desde hace años una conexión especial con los artistas de esa comunidad y el discurso de la diversidad.
Seamos un poco cínicos
Todo lo que ocurrió alrededor de Eurovisión 2020 fue espectacularmente dramático y, además, un próspero negocio que tuvo más de 160 millones de espectadores, contando solamente a quienes lo vieron en directo.
La cuestión de expulsar a la representación israelí llegó a debatirse abiertamente y algunos artistas alentaron que así sucediera. Eso incluyó desplantes personales a Golan en conferencias de prensa y declaraciones y gestos a favor de la causa palestina hechas en el mismo escenario. La joven israelí debió permanecer encerrada en su habitación y moverse custodiada como un presidente debido a la movilización callejera de activistas y grupos proislámicos.
A los artistas que se convirtieron en la punta de lanza contra la presencia de su colega, y que seguramente no pueden ubicar Gaza e Israel en un mapa, tomar esa posición y revestirse de activismo los ha catapultado a las primeras planas de periódicos, portales y redes sociales. También los ha llevado a ser aupados por los fans de estas causas que novedosamente abrazan y, en definitiva, a aumentar sus propias audiencias y votos en el festival.
La inefable Greta Thunberg no desaprovechó la oportunidad para montar su circo infanto-juvenil en las puertas del Malmö Arena, en otro capítulo de la rebeldía sin riesgos, aunque siempre con un rictus de disconformidad.
La participación de Eden Golan tampoco quedó librada al azar. Diseñada desde la TV pública de su país, el show de la cantante israelí estuvo detalladamente pensado, rompiendo estéticamente con los formatos vanguardistas clásicos que predominan en el certamen y resaltando esa diferencia.
Al final de cuentas lo que se vio fue a una mujer, una “belleza hegemónica”, con un vestido clásico, cantando una canción pop totalmente mainstream y alejada de brujerías, escenografías góticas o coreografías circenses.
Incluso, su paso por el desfile de las banderas, en la primera parte del evento (y profusamente difundido en las redes), recordó no casualmente a La Libertad guiando al pueblo de Eugène Delacroix.
Al final de cuentas, la sangre no llegó al río, y Eden pudo concursar sin mayores impedimentos. Sobre todo, porque la polémica también produjo un aumento de la audiencia y de los votantes, que debían pagar para sufragar. “No hay publicidad mala”, dicen los que saben.
De hecho, los ganadores no obtienen premios en metálico y es el prestigio y la notoriedad lo que se llevan de ahí.
Lo que no es poco en su rubro, ya que podrían tener carreras tan importantes como la de algunos anteriores ganadores (como ABBA, Celine Dion y Katrina & The Waves) o, incluso, como varios que no llegaron a ocupar el primer lugar pero que encontraron en Eurovisión un impulso a sus carreras (por ejemplo, Julio Iglesias, Olivia Newton-John, Doménico Modugno, Cliff Richard, Raphael y Bonnie Tyler, entre otros).
Postales de Malmö, postales del mundo woke
Eurovisión es como la ONU, pero con música. De hecho, no tiene peso político y la misma escasa capacidad de intervenir en los sucesos reales que ocurren en el mundo.
Por eso, al final de la jornada, todos ganan: Eurovisión es una marca que extiende su dominio a todo el mundo, y sus arcas se han visto abundantemente acrecentadas; los artistas se han convertido en héroes globales de causas que, en muchos casos, no conocían hasta el día anterior, y Greta podrá otra vez faltar a clases con alguna justificación. Por lo menos por 48 horas la guerra se transformó en un juego donde cada uno vuelve a dormir a su casa.
Como toda guerra también tuvo su resultado. Y esto se decidió por el promedio de una encuesta digital paga (voto popular), con el veredicto de los jurados especialistas (“la casta”). Esto último, especialmente, coronó al candidato suizo Nemo Mettler y su manifiesto no binario.
Paradójicamente, entre tanto ruido de batalla, ganó el país de la neutralidad. Y se destacó también la olvidable performance de España, relegada al puesto 22.
Pero lo realmente llamativo fue el notorio triunfo de la artista israelí entre la audiencia y, a la vez, el alto rechazo que obtuvo entre los jurados profesionales. Ese coctel la relegó en la tabla de posiciones, pero incluso así quedó ubicada en un más que digno quinto lugar.
La postal que queda después de la semana de Eurovisión 2024 muestra un rechazo no incipiente, pero aún tampoco del todo explícito, para unas élites, en este caso culturales y artísticas, seguras de sus propias ideas y de sus intereses, a los que consideran universales y que deben ser naturalizados por todo el resto de la sociedad.
El voto a Israel en casi todos los países europeos puede leerse como una negativa a estas pretensiones.
Posiblemente esa aprobación haya estado mucho más influida por las dificultades que encuentran importantes sectores de la población europea con el mundo musulmán y con el objetivo explícito de contrariar ciertos patrones estéticos y culturales de estas élites, antes que a ideas muy serias o elaboradas sobre la guerra en Gaza.
Culturas populares versus culturas de élites, un clásico de todos los tiempos.
Publicado en El Observador el 15 de mayo de 2024.
Link https://www.elobservador.com.uy/espana/miradas/eurovision-2024-la-impostura-y-la-cultura-popular-n5939990