martes 3 de diciembre de 2024
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Estados Unidos: un suspiro de alivio, aunque…

Donald Trump se proclamó ganador a votación abierta; luego denunció el fraude electoral en caso de no ganar. Washington se parece cada vez menos a Paris y Berlin, cada vez más a Managua y Tegucigalpa: ¿quién lo hubiera dicho? Si faltaran pruebas del triste estado de la democracia estadounidense, aquí es servida en bandeja de plata. Nos podría tener sin cuidado: es su negocio.

Pero el efecto es nefasto en todas partes: si ellos que son sus padres no creen en ella, ¿por qué deberíamos creerle nosotros, que siempre le hemos creído a medias? Los Putin, Maduro, Xi Jinping, Orbans, Erdogan se frotan las manos.

No tengo miedo por Estados Unidos, no demasiado. Creo que a pesar de la polarización, los conflictos étnicos, las desigualdades, su sistema constitucional metabolizará también este desafío: adaptándose, encontrando un nuevo equilibrio.

La victoria de Joe Biden, un institucionalista convencido, es un paso en ese sentido. Donald Trump hizo mucho para erosionarlo, atacando sus normas formales e informales, el pacto fiduciario en el que, en última instancia, se basa toda comunidad política. Pero en el pasado de Estados Unidos no hay absolutismo monárquico, estado confesional, sociedad estamental.

Por supuesto, hay esclavitud y segregación, pero también las libertades civiles y las instituciones para superarlas; está la Constitución y eso es todo: nadie, ni siquiera Trump, puede señalar la tierra prometida en un orden mítico del pasado corrompido por la democracia liberal. No hay, no existe.

Pero lo que no está en el pasado estadouDe nidense, sí está en el nuestro, el latino europeo y el latino americano. Se ve por cómo juzgamos las elecciones en Washington. En cuanto de las páginas eruditas de los periódicos bajamos a los grupos de Instagram o Twitter, se abre un abismo.

Las columnas de Hércules de nuestro universo ideal, nuestra vara de medir son los de siempre: el fascismo y el comunismo. Son fenómenos totalitarios que Estados Unidos no conoció, precisamente por carecer de ese pasado; fenómenos que, en cambio, nosotros tuvimos porque en nuestro pasado estaban las semillas.

Lo que proyectamos entonces sobre Estados Unidos son los fantasmas de nuestra historia, espectros que hablan de nosotros más que de ellos, que están en los ojos con los que los miramos y no en la realidad que observamos. Será que en nuestro mundo retienen buena parte de su carga viral.

Hay quienes en Joe Biden señalan el espectro del socialismo, ¡incluso del comunismo! reventar de risas. ¿Cerrará el Parlamento? ¿Colectivizará la tierra? ¿Censurará a la prensa? ¿Instalará los gulags?

Podemos discutir de todo: economía pública y privada, derechos de las minorías, políticas migratorias, acuerdos comerciales, relaciones con China; es la democracia. Pero, ¿qué tiene que ver el socialismo con eso? ¿Qué socialismo? ¡Del comunismo ni hablar! Vamos, señores: el enano que ve el comunismo en todas partes nubló ya muchas mentes.

Lo mismo ocurre con aquellos que en Trump ven el “peligro fascista”. La banalización del fascismo es el peor servicio al antifascismo: lo viste con el mismo moralismo, la misma intolerancia. Yo también detesto el autoritarismo trumpiano, su analfabetismo constitucional, su burdo nacionalismo.

Pero, ¿qué tiene que ver con el fascismo? ¿Estableció el partido único, la organización totalitaria de la sociedad, el estado étnico? El fascismo soñaba con una comunidad orgánica y un Estado totalitario: nada que ver con el desenfrenado individualismo trumpista.

Dicho esto, ay de pensar que las elecciones en Estados Unidos cierren un paréntesis casual, que nos devuelvan al pasado. ¿Cuál, por otra parte? Es cierto que el éxito de Biden fue, para mí también, un suspiro de alivio. Y que una victoria por los pelos es mejor que una derrota honorable. Pero Trump confirmó su gran popularidad. Una popularidad creciente entre los latinos, tanto en Estados Unidos como en América Latina. ¿Cómo explicarlo? ¿Qué deducir?

Creo que lo que a muchos latinos les atrae tanto de Trump sea su populismo. Al “pueblo” constitucional, jurídico y desprovisto de atavíos identidadrios, prefieren un pueblo idealizado, esencializado, una idea religiosa de la política: una fe, un Mesías. ¿Por qué sorprenderse?

Trump encaja perfectamente con el imaginario populista latinoamericano y expresa mejor que nadie el espíritu de nuestra época, tan aterrorizada por el cambio como para buscar obsesionada lazos tribales y chivos expiatorios. No tiene nada de los rasgos seculares de los líderes europeos, para los cuales es un marciano; en cambio evoca el fideísmo típico de la cultura política latina.

Muchos trumpistas latinos creen estar así combatiendo el populismo casero, los peronismos y los chavismos. En realidad, le oponen la otra cara de la misma moneda, tiran puños a un espejo: igual que ellos, aspiran a elevar a su pueblo a custodio exclusivo de la virtud, a monopolista de la legitimidad. Combaten una fe con otra fe, un “pueblo” con un “pueblo” opuesto.

Y como la convivencia entre pueblos así concebidos es imposible, es previsible una polarización cada vez mayor, una guerra de religión. Ojalá alguien, un Biden de paso, nos recuerde que el gélido pueblo del pacto constitucional, por irritante que sea, es más pacífico y razonable que el populista. ¿Camomila? No bastará, pero bienvenido sea.

Publicado en Clarín el 9 de noviembre de 2020.

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