El COVID 19 ha marcado una conmoción sobre múltiples aspectos de la vida social a escala mundial. Las opciones que los gobiernos, las dirigencias y los ciudadanos comunes debieron afrontar para lidiar con la emergencia fueron escasas, dilemáticas y apremiantes. En general, se presentaron como “mal menor” frente a la amenaza palpable de la enfermedad y la muerte. Importa resaltar que los valores morales laten por detrás de cada salida práctica adoptada.
En el primer tramo, la alternativa de aislamiento social generalizado y prohibición de actividades fue adoptada con base en la prioridad otorgada a la salud pública sobre cualquier otro criterio. La actividad económica tuvo sus defensores y puso sobre el tapete que la parálisis productiva y laboral podía ser tanto o más dañina que el coronavirus. Este pasaje de nuestra crónica reciente puede sintetizarse en la contradicción entre salud y riqueza. El debate público tuvo como eje definir cuál era el mayor portador potencial de muerte: la enfermedad o la pobreza.
El instrumento operativo de esa batalla fue la selección de actividades “esenciales”, que quedaron exceptuadas de la interdicción: asistencia sanitaria, producción y distribución de alimentos y protección de la seguridad pública, entre pocas otras, alcanzaron ese rango. En total, el decreto de necesidad y urgencia 297, dictado el 19 de marzo, enumera en su artículo 6° veinticuatro actividades autorizadas, entre las cuales brilla por su ausencia la educación, a pesar de que el ciclo lectivo ya había sido abierto.
La ausencia de la escuela no se detecta sólo en la documentación oficial sino en la opinión pública. Es curiosa la tardanza en reconocer que la pérdida de clases es dañina para la sociedad y las familias. Es terrible constatar que la cultura no fue vista como un valor cardinal de la sociedad. Equivale a decir que la ignorancia, en definitiva, no es tan destructiva para la existencia individual y social como lo son la enfermedad o la pobreza. La escala misma de los valores morales, puesta en juego frente a la situación límite, obliga a una revisión.
Como metáfora puede decirse que la mentira, la superstición, el dogma y el secreto son patógenos intelectuales que vienen propagándose solapadamente entre nosotros desde hace décadas. En la misma proporción los ideales ilustrados, el conocimiento, la reflexividad y la razón viven su eclipse en este país que supo hacerlos su vértice en los viejos tiempos, cuando el sistema educacional era el eje vertebrador de la integración social. La actual indiferencia hacia la educación reconoce su raíz en ese ominoso declive.
El primer decreto de necesidad y urgencia fue por once días y vencía el 31 de marzo pero sucesivas prórrogas nos llevaron al confinamiento más largo del mundo que orilla hasta hoy sus seis meses de vigencia. La insensibilidad frente a la pérdida de jornadas de clase se asentó, al principio, en que cada año la conflictividad gremial docente nos tiene acostumbrados a las dilaciones. El abuso endémico del paro altera con frecuencia los planes familiares aquí o allá y los propios padres de los niños son quienes les ponen algún límite.
Pero, la primera mitad del año ya está perdida. Una encuesta oficial intitulada “de continuidad pedagógica” mostró sus primeros resultados la semana pasada. Se vuelve ahora indiscutible que los costos principales de la veda educativa la están pagando los sectores populares, quiénes no tienen conectividad o equipos adecuados o los chicos cuyos padres carecen del capital cultural para apoyarlos.
Si la condición “común” de la escuela sarmientina ya estaba en crisis, este 2020 sella con aire dramático la diferenciación social clasista de la calidad escolar.Por fortuna, desde hace unos días la preocupación por este problema se abre paso en la conversación pública y los medios van reflejándola cada vez mejor.
El año escolar puede salvarse para quienes recibieron educación por videoconferencias y debería entrar en una intensa campaña de recuperación para los demás. Pero, a condición de que las escuelas se abran sin pérdidas de tiempo, los planteles docentes se reúnan de manera presencial y la sociabilidad de escuelas y colegios se recupere sin prisa pero también sin pausa.
El ministro nacional declaró días pasados que todo el tiempo él fue partidario de abrir las escuelas. Cabe dudarlo, el sistema escolar fue manejado con el freno de mano. La regla fue la subordinación a la palabra santa de los infectólogos. Se formó una comisión pesada y corporativa para redactar los protocolos de reanudación sin ofrecer hasta ahora ningún resultado palpable. Cuando Jujuy inició la apertura gradual en zonas rurales, donde el virus no circula, la respuesta del ministro fue reprender a sus autoridades con inusitada severidad.
El saber epidemiológico indica que el retorno a la normalidad tiene que basarse en la segmentación geográfica, poblacional y funcional. Una lucha activa contra la pérdida del año lectivo impone que se restauren las clases empezando por las áreas en fase cinco. Eso comprende varias provincias, alguna de las cuales ya están en aprestos para reabrir escuelas. El retorno de los planteles docentes a las escuelas debiera ser promovido en todo el país, con horarios reducidos y las prevenciones sanitarias que corresponden.
La política centralizada y uniforme ha sido útil para dar la alarma pero se volvió luego arbitraria y nos privó de un manejo situado y flexible de la crisis. El decreto del 2 de agosto y su segunda cláusula, que criminaliza las reuniones familiares en todo el país es un ejemplo extremo, rayano en el despotismo. Que en esa prohibición se haya omitido a la educación admite dos interpretaciones: es un giro a favor de la reanudación gradual de clases o, por el contrario, es una nueva expresión de la contumaz indiferencia de las autoridades hacia las escuelas.
Es imperioso que las clases presenciales vuelvan. Los alumnos deben ser atendidos según sus edades en días alternados. El monitoreo epidemiológico y sus instrumentos: el testeo y el rastreo deben articularse con la táctica de la intermitencia valvular. Las nuevas tecnologías han llegado para quedarse pero no sustituyen el contacto cara a cara en las aulas. Este primer semestre dejó ya su marca generacional; sin embargo esa pérdida debe revertirse cuanto antes. Movilizar el potencial educativo del país se hace así la estrategia indispensable.
Publicado en Visión Federal el 6 de agosto de 2020.
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