Cuando yo era joven mi padre, que leía La Nación muy atentamente, solía decirnos cada tanto: “Esto es de Escribano”. Por entonces Claudio Escribano, en sus treinta años, era jefe de la sección Política y no firmaba las notas. Para apreciar su talento había que saber leerlo, sobre todo por su manejo de las entrelíneas, indispensables para reconstruir la confusa trama de civiles y militares, de “colorados” “azules”, “antiperonistas” y “filoperonistas” de los años sesenta. Mi padre pertenecía al círculo, amplio pero no masivo, de quienes identificaban la pluma del periodista que ya empezaba expresar, o quizá a definir, el ideario político del diario de los Mitre. De ahí en más, la palabra de Escribano y la de La Nación fueron identificándose cada vez más íntimamente.
Escribano ingresó en la redacción en 1956, con apenas 18 años. Al año siguiente cubrió la Convención Constituyente. En 1961 ya era jefe de Políticas y en 1968 segundo jefe de Editoriales, junto a Luis María Lozzia. En 1981 fue designado secretario general de Redacción. En un diario que entre 1870 y 2020 siempre fue dirigido por un Mitre, el liderazgo de Escribano en la redacción creció a medida que las figuras de sus directores resultaban cada vez más opacas.
En 1994, ya con los hermanos Saguier en el control de la empresa editorial, pasó a ser subdirector. Paradójicamente, la presencia de nuevos periodistas de peso, que eran parte del proyecto de modernización del diario, acotaron algo sus márgenes de autoridad, que sin embargo permaneció sin mengua hasta 2006. Fue entonces cuando decidió jubilarse y no volver a pisar la redacción en la que ya llevaba cincuenta años y un día.
Cuando Escribano ingresó en La Nación, sus oficinas estaban en la calle San Martín 344, un edificio con ventanas a Florida, donde se exhibían las pizarras con las últimas noticias. A diferencia de La Prensa, el diario había sobrevivido al peronismo, bordeando las zonas de opinión peligrosas que pudieran ofrecer el pretexto para la confiscación.
Desde 1955 retomó el crecimiento; pronto comenzó a construir el moderno edificio en la calle Bouchard, a una cuadra del Luna Park, a la que terminó de mudarse en 1979. En los años noventa la empresa se expandió, y en 2000 inauguró en Barracas los talleres gráficos “más modernos del mundo”. Fue el cenit de la empresa. La crisis de 2001 la sorprendió endeudada y al borde de una crisis que superó con esfuerzo. Pronto empezó a notarse la competencia de los portales de noticias on line, que arrasó con varios diarios. En 2013 La Nación se mudó a Vicente López; en 2018 vendió sus talleres gráficos y pasó a imprimirse en los de Clarín, su gran competidor.
Por entonces Escribano, alejado de la redacción y sumado al directorio de la empresa, planteó una disidencia testimonial a la venta del taller, que afectaba su concepción ideal del diario. Escribano seguía prestando servicios importantes a la empresa, pero ya no podía decirse, como otrora, “Escribano es La Nación”.
“La Nación cree que..” y otras frases similares, eran tan comunes en boca de Escribano que es natural pensar en una identificación plena entre su persona y el diario. En las entrevistas que tuvo con los autores de este libro, Escribano lo admite a medias. La Nación es de sus propietarios, pero él –quizá– exprese a La Nación ideal. Lo cierto es que hay –o hubo– una amplia zona de coincidencia: el estilo, discreto y elegante pero riguroso; la referencia en la alta cultura occidental; la defensa de las instituciones y de las libertades personales y un cierto estilo conservador de lo establecido pero suficientemente abierto a cambios y novedades como para tolerar una incorporación graduada.
Para Escribano, La Nación es una institución que debe ser protegida. Es lo que hacían –mutatis mutandis– los grandes defensores de las monarquías, como en el siglo XVII el cardenal Richelieu, que acataban las normas y mandatos soberanos y los traducían en las acciones conducentes que su buen juicio les indicaba.
La mano de Escribano estaba muy clara en sus notas políticas –que en el diario comenzaron a firmarse en 1983– y naturalmente en los títulos, donde se define la línea periodística, el estilo y el gusto. Pero su gran tarea era conducir la redacción, el “corazón del diario”, cuya independencia respecto de la “administración” –lo comercial– debía asegurar. En su opinión –que explicita comentando un incidente entre la redacción y la empresa posterior a su salida– el jefe debe atenderla emocionalmente, interpretar lo que ocurre, no transgredir los códigos del oficio pero sobre todo tener siempre presente los lugares y papeles de cada uno. Se me ocurre que Perón, un experto en el arte de la conducción, hubiera aprobado estas palabras.
Su propósito seguramente fue lograr que la redacción funcionara con la precisión y el affiatamento de una orquesta sinfónica. Los autores del libro Escribano, Hugo Caligaris y Encarnación Ezcurra, –que trabajaron muchos años en la redacción comandada por Escribano– dan una versión algo menos idílica pero no sustancialmente diferente. Recuerdan que se lo conocía como “el Factor Estresante”, por su exigencia, por su atenta vigilancia de lo grande y lo chico y por su señalamiento de los errores, de manera suave en las formas pero muy fuerte en el fondo. También reconocen que eran las mismas exigencias que se imponía a sí mismo: mucho trabajo y, sobre todo, mucha disciplina. Y la convicción, digna de un pastor luterano, de ser el intérprete de “La Nación ideal” en la que creía.
Podemos suponer que los términos de su identificación eran perfectamente claros para sus periodistas y para el todo el universo de contactos de todo tipo y de alto nivel en el que se movía. Un episodio reciente –que él narra en detalle– me parece significativo de un cambio de época, que coincidió con el comienzo de su retiro.
En mayo de 2003 fue invitado a reunirse con Néstor Kirchner y Alberto Fernández. Según Escribano, él les explicó lo que hipotéticamente diría La Nación –no él– sobre un conjunto de temas clave que el nuevo presidente debería encarnar, y le agregó –frutilla del postre– la opinión de una importante y no mencionada fuente estadounidense: “La Argentina ha optado por elegir un presidente para un año”.
Las fórmulas eran clásicas: “según una alta fuente…” y “La Nación diría que…”. Néstor Kirchner quizá no entendía mucho esas sutilezas del estilo; su cultura política era otra; no tenía las claves. Entendió –o creyó entender– que Escribano, factótum de La Nación, le transmitía un diktat y una amenaza, y filtró la información de la reunión al periodista Horacio Verbitsky, quién en Página/12 descargó una violenta andanada sobre La Nación, que con el tiempo sería el hito inicial de la campaña contra los “medios hegemónicos”. Escribano vio en ese uso público y tergiversado de una conversación privada un caso de foul play. Probablemente lo era, pero a la vez ponía en evidencia una brecha cultural y anticipaba lo que vendría, en el periodismo y en la política.
La riqueza de este libro está en sus múltiples facetas. Tienen algo de memorias: Escribano construye de sí mismo una imagen que impresiona por la autenticidad de lo que decide mostrar y la claridad de lo que decide no mostrar. Los autores, que fueron sus entrevistadores, van intercalando comentarios e interpretaciones que a menudo constituyen el contracanto, la segunda voz. El resultado es apasionante y a la vez prometedor. Las cuarenta carpetas del archivo personal, bien trabajadas por historiadores profesionales, seguramente aportarán el tercer punto de vista, imprescindible referencia para entender a una persona, una institución y una época –que acaba de pasar– del periodismo y la política argentina.
Publicado en Revista Ñ el 5 de mayo de 2021.