Entre las novedades internacionales que han acompañado la llegada del nuevo año, sobresalen las declaraciones extraordinarias con las cuales Trump no ha desestimado tomar medidas de presión económicas y militares para apoderarse de Groenlandia, un territorio autónomo de Dinamarca, por “motivos de seguridad nacional” y de “seguridad económica”.
Más sorprendente aún ha sido el testimonio del designado secretario de la Defensa Pete Hegseth durante la audición senatorial previa a su confirmación: a la pregunta acerca de si obedecería a un orden presidencial de Trump (que, además de presidente, es comandante en jefe de las Fuerzas Armadas) de invadir Groenlandia, respondió que Trump habia sido elegido por setenta siete millones de ciudadanos. Interrumpido por la demandante que, entre irónica y enojada, lo exhortó a atenerse a la pregunta (cosa que Hegseth hizo raramente a lo largo de las cuatros horas de su audición), dijo, con cierto aire sagaz, que a Trump, por una cuestión de oportunidad estratégica, no le gustaba descubrir su juego.
¿Acaso era una respuesta irónica? ¡Ni por broma! Trump adora los aduladores y odia los militares que ponen la Constitución y la ley internacional arriba de sus órdenes–despidió unos cuantos durante su primer mandato. No podía por lo tanto Hegseth empezar con el pie izquierdo su carrera, al negarse de antemano a secundar el deseo de su jefe, aunque el sentido común y la decencia lo inhibieran y las Naciones Unidas lo prohibieran.
Nadie desconoce los recursos naturales y las potencialidades logísticas de la isla, que atrajeron el interés del gobierno estadunidense desde el siglo XIX, antes de manifestarse con mayor evidencia gracias al cambio climático -que, dicho sea de paso, Trump desconoce. Ni que la zona ártica, al no existir un tratado internacional específico que defina su uso (como sí para la Antártida), sea objeto de militarización por parte de Putin y que Groenlandia se encuentre en las miras chinas, empeñada en construir infraestructuras y asomarse a las explotaciones mineras.
A nadie, sin embargo, se le ha ocurrido la idea de matonear la isla, cosa que parece tanto más descabezada en cuanto los EE.UU., que participan con Dinamarca en la OTAN, ya tienen una base militar allí desde la II Guerra Mundial, mientras que ella misma no tiene ni fuerzas ni políticas militares propias y el Comando Ártico danés es de modesta entidad; en realidad, según la BBC, el gobierno decidió recientemente reforzar su personal, su logística y traer dos nuevos buques patrulleros, dos drones de largo alcance y dos trineos tirados por perros.
Es bien conocida la tradición neutralista del país, aunque no se traduzca en un estatus legal, y la originalidad de los aportes en tema de seguridad de la Escuela de Copenhague, impulsora de la visión “constructivista”, que nos enseña cómo el valor de un territorio no depende sólo y tanto de sus recursos o posición geográfica, sino del papel que desempeña en la visión estratégica dominante y de la capacidad de imponerla a los demás ¿Les suena algo?
Por eso es que los EEUU, tras un intento frustrado de comprar la isla, expandieron su base militar en pos de realizar, entre otras cosas, un sistema de alerta temprana de misiles nucleares. El tratado que la regula, de 1951, tal cual ocurre con los muchos otros suscriptos en aquellos años, deja a los EEUU una muy amplia y ambigua jurisdicción.
Tanto es así que, al final de la década, en gran secreto, empezaron las peripecias del proyecto Iceworm, un atrevido plan para construir un túnel bajo el hielo y acomodar allá adentro misiles de second strike, para sobrevivir en caso de un primer intercambio nuclear y poder todavía alcanzar el territorio de la Unión Soviética. Al momento de tantear la aquiescencia del gobierno danés acerca del proyecto, los técnicos se enteraron que el hielo era menos firme de lo esperado y más elástico, con la consecuencia de colapsar sobre los apreciados artefactos y el plan quedó inconcluso.
Fue una muy oportuna falla técnica, ya que el riesgo potencial al cual el proyecto habría expuesto al país, una destrucción preventiva por parte del posible atacante, era magno. Un sesudo artículo publicado en 2008 en el Scandinavian Journal of History por el historiador Nikolaj Petersen, relata este episodio con ironía y nos hace pensar, con preocupación, en cosa podría querer hoy Trump que el presente acuerdo no admita.
Lástima que el mundo, como es sabido, no procede por una senda lineal y en este momento de visible retroceso, lo que tenemos a disposición parece ser no más que una disyuntiva entre barbarie y grosería.
Como bien dijo una mujer a Deutsche Welle: “No pienso que se pueda comprar a Groenlandia, ni tampoco comprar a los Estados Unidos. No somos como una casa u otro tipo de objeto puesto a la venta”. Esperamos que esta pequeña clase de diplomacia llegue hasta los cercanos Estados Unidos.
Publicado en Clarín el 3 de febrero de 2025.
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