El 19 de octubre de 2001 el Dr. Hipólito Solari Yrigoyen escribió un texto publicado por el diario La Nación en memoria de Mario Abel Amaya, su amigo personal y compañero de militancia de quien recordaba así su muerte, a los 41 años, en manos de la dictadura militar.
Hace 48 años la dictadura militar asesinó a Mario Abel Amaya mientras se encontraba en prisión. Era entonces un joven dirigente de la Unión Cívica Radical de la provincia del Chubut, que había ejercido su mandato de Diputado Nacional hasta el golpe de Estado de ese año.
Nadie lo había acusado de nada, ni tenía proceso de ninguna especie, ni se le reconoció derecho alguno de defensa y, tal como ocurría entonces, previamente había sido secuestrado para pasar a ser un desaparecido, luego sería reconocido como detenido y, finalmente, sometido al perverso trato de preso “de máxima peligrosidad”, impuesto por decreto por el gobierno de la señora Martínez de Perón.
La culpabilidad compartida de estos hechos recayó, en primer término, en el propio régimen que, encabezado por Jorge Rafael Videla, había establecido el terrorismo de Estado; luego, y como ejecutores del mismo, en quienes estaban al frente del V Cuerpo de Ejército, con sede en Bahía Blanca y con jurisdicción sobre la Patagonia, los generales René Azpitarte y Acdel Vilas. Este último venía manchado de sangre desde Tucumán y fue, como jefe de Seguridad, el que impartió la orden de detención clandestina. Finalmente, compartió la responsabilidad el entonces mayor Carlos Alberto Barbot, que desde el Distrito Militar de Trelew dirigía el área represiva de la zona donde se hicieron los secuestros. El apellido de nacimiento de este militar, que pasó a retiro como teniente coronel, es Barbotta. Ninguno de los nombrados tuvo la valentía de asumir los hechos que programaron, ordenaron o ejecutaron, ni se conoce tampoco que hayan tenido algún gesto de arrepentimiento.
La cronología y el itinerario de lo sucedido a Amaya comienzan el 17 de agosto, Día del Libertador, cuando a la madrugada se realiza su detención en Trelew (mi secuestro lo practicaba al mismo tiempo el Ejército, en mi domicilio de Puerto Madryn). Luego se efectúan los traslados en avión a la Base Aeronaval de Bahía Blanca, y de ahí al centro de tormentos y ejecuciones que funcionaba en el Regimiento 181 de Comunicaciones de la misma ciudad, conocido con el nombre de “la Escuelita”, donde él y yo revistamos como desaparecidos.
Según lo comprobó la Conadep, bajo la presidencia de Ernesto Sábato, las instalaciones de ese siniestro lugar fueron demolidas poco antes del advenimiento de la democracia.
El 31 de agosto se hizo el traslado, también clandestino, hasta las afueras de Viedma, donde en una farsa se simuló un tiroteo con la Policía Federal, para hacer creer que quienes nos traían eran “sediciosos”. Se nos arrojó con violencia del vehículo en que veníamos atados, amordazados y encapuchados, a una zanja lateral al camino, y enseguida nos detuvo la policía, mientras que quienes nos habían transportado huían. Al día siguiente, se nos condujo en avión detenidos desde Viedma hasta la Base de Bahía Blanca y de ahí hasta la cárcel de Villa Floresta.
El 11 de setiembre, Día del Maestro en homenaje a Sarmiento, se ordenó nuestro traslado y el de otros detenidos hasta la cárcel de Rawson. Tras descender el avión en la Base Aeronaval de Trelew, todos recibimos un castigo feroz que se prolongó durante muchas horas de ese día y en los siguientes en la prisión de la que era director el prefecto Osvaldo Fano y estaba bajo el control del militar Barbot.
Ese trato cruel, inhumano y degradante fue la consecuencia directa de la muerte de los dos del grupo con salud más precaria: Mario Amaya, que era asmático, y Jorge Valemberg, ex presidente del Concejo Deliberante de Bahía Blanca, una honorable persona mayor, integrante del justicialismo. No sólo ninguno de ellos recibió atención médica, sino que a Amaya se le retiraron el inhalador y sus medicamentos. Si bien estábamos todos incomunicados en el Pabellón 8 de Rawson, con la intención de que no trascendieran al exterior los tormentos recibidos, tuve ocasión de ver a Amaya por última vez en el baño, tenía la cabeza partida, estaba morado por los golpes y hablaba con dificultad. Alcanzó a decirme: “Estoy muy mal”.
Amaya, desahuciado por los médicos, fue trasladado al hospital de la cárcel de Villa Devoto.
Su madre, que fue autorizada a verlo, pasó frente a su cama del hospital sin reconocerlo por el estado en que se encontraba como consecuencia de los sufrimientos que se le habían infligido. Por la noche, esa dama de gran temple, le relataría entre sollozos a mi señora, en nuestro departamento en Buenos Aires, donde se alojaba en esos días, el doloroso encuentro. Amaya falleció el 19 de octubre de 1976. Tenía 41 años.
La represión a Amaya, que culminó con su asesinato, no fue un caso aislado. Fue similar a la que sufrieron miles de ciudadanos de distintos pensamientos políticos, ajenos a las prácticas de la violencia, pero cuyas actividades perfectamente legales y sus pensamientos progresistas molestaban al régimen.
Mario Abel Amaya era radical, como lo eran Felipe Rodríguez Araya, de Rosario; Angel Pisarello, de Tucumán; Sergio Karakachoff, de La Plata, y no agoto con estas menciones que pongo como ejemplo la lista de quienes en nuestra fuerza cívica cayeron para siempre como víctimas de la represión ideológica, sin contar los que sufrieron otras formas de persecuciones y sin dejar de reconocer que hubo corrientes políticas más afectadas que la nuestra.
Amaya había nacido en Dolavon, Chubut, el 3 de agosto de 1935. Sus padres provenían de la provincia de San Luis, de donde eran también sus familias. Su progenitor se había trasladado a la Patagonia para ejercer la docencia. Mario Abel se educó en Trelew hasta terminar el colegio secundario y luego se instaló en Córdoba, donde cursó sus estudios de Derecho, militó en el Reformismo y se graduó de abogado. Regresó a Chubut y se dedicó al ejercicio de su profesión y a la enseñanza en el Colegio Nacional de Trelew. Se enroló en las filas de la Unión Cívica Radical desde su época de estudiante y, al radicarse en su provincia, adhirió desde su formación al Movimiento de Renovación y Cambio, que habíamos fundado muchos radicales bajo la inspiración de Raúl Alfonsín.
Hombre inteligente y solidario, Amaya se vinculó con la defensa de los presos políticos que fueron enviados a Rawson en los regímenes que gobernaron desde 1966 a 1973. Fue apoderado del líder sindical Agustín Tosco, del que fui su abogado defensor, coordinando las tareas con Arnaldo Murúa y otros colegas de Córdoba, y con el propio Amaya.
Cuando, después de su liberación, Tosco regresó a Córdoba, el 25 de septiembre de 1972, nos invitó a Amaya y a mí para que lo acompañásemos en el avión y participáramos en el acto multitudinario de recepción en Redes Cordobesas. Las defensas de presos políticos fueron, por esos años, un apostolado de riesgoso ejercicio. Las listas de víctimas, seguramente incompletas, recuerdan que hubo 27 abogados asesinados, 109 presos, más de 200 exiliados, en el ciclo de años crueles que se clausuraría el 10 de diciembre de 1983, al reintegrarse el país a la democracia.
El gobierno militar de 1972 puso a Amaya, por decreto, a disposición del Poder Ejecutivo, cuando se produjo la evasión de la cárcel de Rawson, el 22 de agosto de ese año. Nada tuvo que ver Amaya en ese episodio, pero se aprovechó su presencia en el aeropuerto de Trelew, desde donde partieron en un avión secuestrado los fugitivos, para castigar su lucha antidictatorial. El estaba ahí para entregar a una dirigente del gremio docente, en el que él militaba y al que asesoraba, unos papeles que aquélla debía llevar a Buenos Aires.
Amaya fue trasladado a la cárcel de Villa Devoto y me designó entonces su abogado. Al cabo de tres meses fue liberado por la enorme presión que se ejerció por él y otros detenidos en forma arbitraria, desde la Asamblea Popular de Trelew, que se reunió en forma continuada durante varias jornadas en el Teatro Español de esa ciudad. Durante el período de su prisión, sus amigos habíamos proclamado su precandidatura a diputado nacional. Después de triunfar en la convocatoria partidaria, nuestra lista, en la que yo iba de candidato a senador, fuimos elegidos en los comicios generales de marzo y nos incorporamos a nuestras respectivas cámaras el 25 de mayo de 1973.
Como diputado se distinguió en el ejercicio de su mandato por la defensa de las causas populares, de las libertades públicas y los derechos humanos, actividades mal vistas por los sectores autoritarios del poder. Amaya concurría también asiduamente a asambleas reivindicativas de los ideales por los que luchaba con tesón, que se celebraban en diversas partes del país. El figuraba ya en las listas negras de la intolerancia, que los propios servicios de informaciones y sus grupos terroristas anexos, como la Triple A, que me eligió como su primera víctima, hacían públicas con fines de intimidación.
Amaya fue velado en Buenos Aires, en el barrio de Mataderos, porque la dictadura no permitió que se lo hiciera en la Casa Radical ni en otro lugar del centro de la ciudad. Después fue trasladado y enterrado en medio de un clima represivo, en Trelew, donde lo despidieron Raúl Alfonsín y Carlos Fonte, su colega en la Cámara de Diputados. Su madre, más tarde, se fue a vivir a Luján, provincia de San Luis, donde residía su familia y temiendo una profanación de los restos de su hijo, los llevó al cementerio de esa localidad, donde descansan, ahora también junto a ella.
Mario Amaya fue mi amigo y mi compañero en vibrantes o silenciosas jornadas cívicas. Participábamos en reuniones, asistíamos a asambleas, sosteníamos debates en favor de nuestras ideas e hicimos numerosas giras, tanto por nuestra provincia como por el país. Después compartiríamos el que fue su calvario final.
El era un idealista y un hombre bondadoso y sensible, que gozaba de un permanente buen humor que le permitía sobrellevar con resignación el asma que padecía y los contratiempos frecuentes de nuestras actividades políticas. Fue un demócrata cabal.
No tengo el hábito de volver sobre los hechos del pasado. Si lo hago ahora, desprovisto de animosidad, es porque creo que me obliga un compromiso con la verdad histórica para esclarecer hechos ocurridos que trascienden a mi persona y que ilustran sobre una figura que hizo un importante aporte en una lucha que no conviene que los argentinos ignoremos y olvidemos.
Mario Abel Amaya fue un mártir de sus ideales democráticos y se erige como un ejemplo para las nuevas generaciones.