Se dice que afrontamos un cambio cultural. A una perimida Argentina estatista sucedería otro país guiado por el ejercicio espontáneo de la libertad en el mercado sin la opresión “criminal” del Estado. Este discurso no solo asoma entre nosotros; se vincula en el mundo occidental con corrientes de extrema derecha no del todo coincidentes con el afán libertario del presidente Milei.
Estamos pues ante un primer magistrado, viajero constante que revierte la política exterior con fuertes golpes de timón y busca forjar nuevas alianzas. Un corto plazo intenso. Olvidan acaso que la calidad de la política exterior de un Estado es tributaria de la calidad interna de sus instituciones y de una legitimidad doméstica mantenida durante largos períodos (lo que obviamente no ocurre entre nosotros).
La política exterior es un capítulo más de esta arremetida contra lo dado que, asimismo, revela el choque entre retórica y poder. La retórica, o el arte de persuadir a una ciudadanía agotada por el populismo kirchnerista, no cesa. A diario, el Presidente condena a una casta maligna -los políticos- que se apropió de la libertad y propiedad de una población angustiada.
La casta es un concepto maleable que se aplica a quienes disienten con esa voluntad de cambio. Un pequeño número de agentes, fieles a nuestra adicción al gobierno de familia, detenta la facultad de discriminar entre amigos y enemigos. Los primeros, muy pocos, entienden y practican con eficacia la comunicación propia de la revolución digital. Con rapidez se difunde de este modo una interlocución directa del líder con sus seguidores gracias al manejo personalísimo de las prótesis tecnológicas. Así se va forjando un populismo que, como siempre, repudia las
mediaciones propias de la representación política en clave pluralista y pretende recrear con nuevos instrumentos la identificación del conductor con su pueblo. Aquí vale la simultaneidad. A la crítica emanada del periodismo, estos nuevos príncipes responden al instante con indignación y denuestos. Donald Trump es el precursor de este linaje envuelto en la violencia verbal. La retórica en acción es por tanto agresiva. Sin embargo, bajo estas palabras-proyectiles, al Poder Ejecutivo no le queda otra opción que coexistir con una trama de poderes. En ella sobresale el poder político, dividido por imperio de la Constitución en tres ramas en permanente fricción.
Agobiado por un desmesurado clientelismo de asesores y punteros (más valdría achicar ese séquito para aumentar genuinamente las dietas), le cabe al Poder Legislativo aprobar o desechar unos proyectos de ley, ambiciosos al comienzo, que se van achicando durante un engorroso trámite; por su parte, el Poder Judicial en el nivel más alto de la Corte Suprema, ejerce el control de constitucionalidad en pasos sucesivos.
Aunque a los tropezones, este digno exponente de la mejor tradición liberal es la cara opuesta de la versión libertaria, con su perfil “ejecutivista”, que hoy trona desde la Casa Rosada y Olivos. Se trata de un contraste mayúsculo porque, mientras este diseño fue pensado para controlar el poder, la práctica libertaria lo percibe como un impedimento opaco y corrupto en el caso de que no responda a sus intenciones.
Durante la campaña electoral, con sonoros montajes electrónicos, el candidato Milei se presentaba como un león rugiente. Hoy, a la vista de estos pesos y contrapesos del orden institucional, ese personaje, de no modificar su retórica, puede dar la impresión de un león enjaulado que no admite tal encierro. Por eso la política económica, que audazmente se ha puesto en marcha para sofrenar la inflación, tiene esa marca ejecutivista tan típica de nuestra política.
En cuanto a ejecutivismo, la Argentina es inmutable. Ejecutivista fue el peronismo transformista hacia la derecha y la izquierda de Menem y del matrimonio Kirchner que además tuvieron a mano un partido mayoritario con la disciplina suficiente para controlar el Congreso y la Corte Suprema. ¿Tiene Milei estos recursos? En mínima parte, porque fue mayoritario en la doble vuelta electoral y es minoritario en materia institucional.
Por este motivo, el Presidente está obligado a chapotear en el barro de la política que tanto desprecia. Procura imponer un juez altamente cuestionado (y con razón) en la Corte Suprema; proclama en el reciente discurso por cadena nacional el éxito de una gestión económica con superávit fiscal, conquistado con la asistencia de las “fuerzas del cielo” y al precio terrenal de congelar la inversión pública, licuar jubilaciones y salarios, contener drásticamente las transferencias a las provincias y atrasar el tipo de cambio; en fin, abre frentes contra el poder sindical, tan anacrónico como desprestigiado, y el poder cultural de las universidades públicas, mucho más prestigioso, cuya capacidad para movilizar adherentes ante el “acoso y asfixia financiera” a que estas casas de estudio están sometidas, según afirma la declaración de mis colegas en la Universidad Torcuato Di Tella, fue ratificada en la multitudinaria manifestación del martes pasado, lamentablemente instrumentada por otros actores.
Sin disponer de poder institucional ni de poder social organizado, el Presidente aún cuenta con dos apoyos: el del poder económico a través de los mercados, hoy moderadamente eufóricos, y el de la opinión pública, que lo apoyó generosamente en las urnas y que él activa mediante el populismo digital. Apuntemos empero que los poderes organizados son estables y, al contrario, la opinión pública es fluida y cambiante en contextos de depresión económica y ajustes. Estos son algunos datos de una dialéctica entre el gobierno y los poderes que lo circundan que podría abrir camino hacia el compromiso o acentuar con más rigor el antagonismo. Si este último prevalece, seguiremos en tiempo de borrasca.
Publicado en Clarín el 28 de abril de 2024.
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