Nahuel Agustín Gallo, el gendarme argentino secuestrado en Venezuela por los servicios de inteligencia de la dictadura chavista, pasó a engrosar la lista de aproximadamente 2.000 presos políticos que están en este preciso momento en los distintos centros de detención de los que se tiene conocimiento.
Más allá de terminologías legales, jurídicas o políticas, se hace difícil encuadrar el tipo de proceso al que se enfrenta Gallo, quien tiene la suerte de contar, en la medida de lo posible, con el apoyo de Cancillería, el ministerio de Seguridad y el gobierno argentino en particular.
Sin distinción de si los detenidos son venezolanos o extranjeros, la mayoría suele ser abordada por agentes de alguna fuerza como el Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), la Dirección de Contrainteligencia Militar (DGCIM), la Guardia Nacional (GNB) o la Policía Nacional Bolivariana (PNB), que enseguida proceden a aislar a la víctima. No permiten llamar a familiares ni abogados, y una vez que eligen algún centro de detención, suelen transcurrir días, cuando no semanas o meses, hasta que la dictadura, por algún motivo, filtra que tal o cual persona pudiera hallarse en alguna comisaría, cárcel común o sede de inteligencia, si es que no tuvo la desgracia de caer en alguna casa clandestina.
Algunos detenidos son presentados ante tribunales, lo cual, de alguna manera, deja registro de su paso por el sistema judicial. Otros son encerrados sin pasar por esa instancia, en una intemperie ante la que no hay a dónde acudir o presentar hábeas corpus ni alegatos o defensa jurídica.
Los presos-secuestrados-desaparecidos pueden ser sometidos a interrogatorios, golpizas o torturas. Abundan los testimonios con técnicas tristemente clásicas como la electricidad en los testículos, comer excremento, el encierro en cuartos sin luz ni ventilación durante semanas, o en habitaciones con luces blancas permanentes y temperaturas de frigorífico, o ser colgados en el aire, u obligados a estar arrodillados sobre asfalto en pleno mediodía. Si hay heridas o secuelas no hay enfermería, ni un médico que atienda patologías previas como diabetes o hipertensión.
Afuera, los familiares pueden dedicar días enteros a recorrer cárceles, comisarías, hospitales o morgues sin que nadie les diga si su familiar está o pasó por allí. En tribunales sus peticiones pueden perderse en un laberinto burcrático. Para visitar a un familiar en un penal pueden pasar horas en fila, ser sometidos a requisas humillantes o a que no les permitan pasar con alimentos o medicinas, para que luego solo tengan cinco minutos sin privacidad para charlar con esa persona que injustamente quedó presa.
El objetivo de la dictadura de Maduro no es otro que quebrar a los detenidos y a sus familiares, hacerlos perder las ganas de vivir, acabar con cualquier sentimiento de humanidad. Ejecutan, contra todos, un plan sistemático de aniquilamiento, propio de los campos de concentración típicos de las peores tragedias que se recuerden.
¿Duda usted, si llegó hasta este párrafo, de que eso ocurra ahora mismo en Venezuela? ¿Duda que eso sea posible? Muchos descreen, hasta que los saplica cerca.
El 16 de diciembre se supo que Osgual González, de 43 años, murió en un hospital al que fue trasladado desde la cárcel de Tocuyito, adonde lo enviaron tras detenerlo junto con su hijo de 19 años el 1 de agosto, durante las protestas tras el fraude electoral de Maduro. El 14 de diciembre, en la misma prisión, murió Jesús Rafael Álvarez, detenido en su casa con su esposa, también prisionera política. Los arrestaron en su casa durante un allanamiento sin orden judicial. Antes, el 16 de noviembre, Jesús Martínez Medina, de 36 años, fscal durante las elecciones, murió en un calabozo del Sebin en el estado (provincia) de Anzoátegui. Se supo que sufría diabetes y problemas cardiacos.
González, Álvarez y Martínez estaban bajo custodia de la dictadura cuando perdieron sus vidas.
No se sabe dónde está Nahuel. Ni su pareja ni su hijo han podido verlo, tampoco algún diplomático argentino o brasilero. Tienen sobradas razones para estar preocupados y para dudar de fotografías o videos que la dictadura pudiera intentar filtrar para imponer su trillada acusación de que Nahuel entró a Venezuela porque es un espía. María Gómez, su mujer, explicó que tienen siete meses sin verse porque ella y su hijo viajaron para atender a la abuela, que está enferma. La familia, después de las fiestas, tenía previsto regresar a la Argentina, donde viven y trabajan como millones de familias.
Es imposible determinar si Nahuel está en una cárcel o en un centro de reclusión del Sebin o la DGCIM. Si lo han golpeado o torturado. Si le han dado de comer. Si está solo o acompañado. Si podrá salir pronto y volver a su casa. Si tratarán de quebrarlo. Si el gobierno argentino podrá lograr alguna gestión a su favor o si, como sucede con la embajada argentina en Caracas, la dictadura actuará con más saña frente a cada reclamo. Al gendarme argentino y a su familia, cualquiera sea la circunstancia, no se los debe dejar solos ni en el olvido.
- El Sebin y la DGCIM enfrentan investigaciones de la Corte Penal Internacional por ser dos de los tantos organismos estatales de la dictadura de Nicolás Maduro para cometer crímenes de lesa humanidad.
Seis venezolanos siguen asilados en la embajada argentina en Caracas.
Entre 2014 y 2018 el abogado Marcelo Crovato fue el primer preso político venezolano-argentino de la dictadura chavista. Estuvo en la cárcel de Yare, luego bajo arresto domiciliario, hasta que escapó con destino a Buenos Aires.