Hay consenso entre los analistas en que en la política argentina están ocurriendo cosas nuevas, y por lo tanto en cierta medida desconcertantes. Ejerciendo el cargo de presidente, Javier Milei no solo no ha dejado de actuar como un agitador sino que se ha convertido en un populista hecho y derecho: no solo sigue insultando a cualquiera que no coincide absolutamente con él (incluidos economistas ortodoxos y legisladores a quienes necesita para gobernar y sostenerse en el poder) sino que somete a la sociedad a un una división dicotómica entre el pueblo y la elite corrupta. Al mejor estilo kirchnerista, santifica a “los argentinos de bien” y “las fuerzas del cielo” (antes los buenos eran los trabajadores o los pobres) y condena a los políticos, los “zurdos”, “la casta”, o los periodistas “ensobrados” (antes los demonizados eran los “poderes hegemónicos” y la “corpo”). En otras palabras, cambió la letra, pero la música es la misma.
En el plano económico, el objetivo de Milei es bajar el déficit fiscal y la inflación, y para eso está llevando adelante un ajuste de trazo (demasiado) grueso de las cuentas públicas, que está generando consecuencias preocupantes incluso para el FMI. Sin embargo, el presidente tiene una imagen positiva de cerca del 50%. Eso es desconcertante porque habitualmente a los gobiernos se les perdonan los malos modales y la erosión de la democracia cuando ofrecen resultados económicos valorados e inequívocos. Más desconcertante aún es que varios sectores de la clase media que hasta hace poco se preocupaban por la intolerancia y las formas republicanas, y que también están siendo castigados por las políticas en curso, sostienen su apoyo al gobierno, a su ajuste y a sus bravuconadas.
También es asombroso que el PRO (y algunos radicales) hayan ratificado sumarse a la ola de apoyo a Milei, sin mayor reflexión ni explicaciones. Desde un punto de vista sistémico del funcionamiento de la política, esto tiene al menos dos consecuencias perjudiciales para la democracia. La primera es que se está configurando una dinámica agonal y extremista. Bajo el argumento de “el cambio”, se justifican argumentos que van en detrimento de las formas democráticas que hacen posible una convivencia razonable en las que todas las voces puedan ser respetadas. La segunda es que se representa mal, porque representar no es hacer seguidismo de las encuestas del momento, sino también, y a la vez, pensar qué es lo mejor para los representados y construir una alternativa política seria y viable que lo materialice. Si, a consecuencia del vaciamiento del centro, se configura un escenario de solo dos alternativas, ambas radicalizadas, eso no solo conduciría a que la democracia no tuviera buenas perspectivas de funcionamiento sino también a mayores obstáculos a las reformas razonables que esos mismos sectores demandan.
Agreguemos un elemento más para aclarar este punto. Milei está convencido de que el apoyo que todavía está recibiendo es precisamente porque está ajustando y porque combate (supuestamente) a la casta. Pero quizás allí no haya causalidad. Quizás muchos votantes (sobre todo los de JxC, con sensibilidad republicana, educativa, cultural y de justicia social) no se hayan hecho libertarios de extrema derecha de la noche a la mañana. Si ese fuera el caso, estaríamos frente a una polarización clásica, en la que las posiciones y las opiniones políticas de la gente se van hacia los extremos (o hacia un extremo). Pero probablemente no se trate de eso sino de la ya también conocida polarización afectiva, es decir, solo de un rechazo visceral al adversario, sin mayor especificación política. Si esta fuera la hipótesis correcta, entonces la fortaleza a Milei no provendría del apoyo a sus políticas sino del rechazo a la experiencia kirchnerista. En otras palabras, mucha gente estaría aceptando a Milei solo porque es la única opción no-peronista que está disponible y que promete (hasta ahora, solo promete) que el kirchnerismo muerda el polvo por todo el bullying que le hizo al resto de la sociedad durante 20 años. De alguna manera, el recuerdo de Cristina es la fuerza de Milei. De ser así, vaciar el centro político no solo sería perjudicial para la democracia sino un error táctico garrafal.
Pero más allá de cuál sea el diagnóstico correcto, ¿podrá finalmente Milei reformar el elefantiásico Estado argentino, desregular y abrir la anquilosada economía nacional? No lo sabemos, pero la estrategia polarizadora que ha elegido no favorece a su capacidad reformista, sino todo lo contrario. Al encerrarse sobre sí mismos y al marcar líneas de división permanentes sin buscar consensos, son los propios gobiernos los que terminan aglutinando reacciones en contrario a los intereses que persiguen. Así, la polarización (sea clásica o afectiva) genera más inmovilismo que la moderación. Recordemos que cuando Cristina Kirchner anunció que “vamos por todo”, terminó ejerciendo un gobierno muy vociferador pero mediocre y bastante inmóvil. Y tenía muchísimos más recursos de todo tipo que Milei, que solo cuenta con la opinión pública (que para peor, se sabe, es muy volátil). Sin recursos parlamentarios, ni partidarios, ni equipos, ni experiencia, a casi cinco meses de asumir el gobierno todavía no pudo pasar una sola ley en el Congreso. La agenda de un gobierno reformador es más potente e influyente cuanto más puede acercar a otros actores a sus reformas. Por el contrario, si las reformas son extremas y excluyentes, son más difíciles de implementar.
Dado este panorama, es esperable que, al menos en el corto plazo, el gobierno siga autocelebrando su capacidad para hacer ajustes a los hachazos, y que siga irritándose y violentándose a causa de su incapacidad congénita para hacer y gestionar reformas trascendentes.