“Quienes buscan remedios económicos a los problemas económicos van por el camino equivocado”, decía Luigi Einaudi. Un camino que “sólo puede conducir al precipicio”. “El problema económico”, observaba, “es el aspecto y la consecuencia de un problema espiritual y moral más amplio”. No era un aficionado, un académico bueno para soltar sentencias: era un liberal de 18 quilates, un economista de cultura humanista, de los de antes. Fue presidente de la República Italiana en los turbulentos años de la posguerra, luego senador hasta su muerte. Sabía de lo que hablaba.
A ningún país le queda mejor la frase que a la Argentina: todos parecen convencidos de que tiene un problema económico que necesita una solución económica. Resuelto eso, ya está. ¿Qué mejor taumaturgo, entonces, que un economista? La economía es lo único que se debate. Si existiera una relación causa-efecto entre la relevancia pública de los economistas y los resultados económicos de un país, la economía argentina iría viento en popa. Pero ocurre lo contrario. Capaz que Einaudi tuviera razón.
Tengo edad para recordar los slaloms entre las góndolas en la época de la híper de 1989, el crujir de dólares durante los fastos del uno a uno, la miseria tras el colapso de 2001, la vacua euforia de la “década ganada” y la bronca rencorosa de haberla perdido. Crisis económicas y soluciones económicas. Me disculparán si no me caliento al enésimo comienzo del enésimo milagro del enésimo salvador. ¿A qué edad se deja de creer en Papá Noel?
Estoy contento con los signos de recuperación, estoy de acuerdo con la necesidad de atacar el déficit fiscal y reducir el tamaño del Estado: siempre lo prediqué. Aunque a los golpes de tijeras preferiría reformas orgánicas mejor concebidas; a las venganzas precipitadas, las elecciones estratégicas. Estoy convencido, lo he estado desde el primer día, de que Milei tendrá sus días de gloria, la edad de oro que durante un tiempo también les tocó a sus predecesores. Pero la suya, como las de ellos, corre el riesgo de ser un fuego fatuo, de durar lo que duraron la fiebre del oro en California o el boom del guano en Perú.
Nadie más que Milei busca soluciones económicas a los problemas económicos exacerbando al mismo tiempo el “más amplio problema espiritual y moral”. Les pasa a varios economistas: sobrevaloran el poder ordenador de la economía: se creen previsores, “la ven”, pero el horizonte es la punta de su nariz. La historia es más complicada: el equilibrio macroeconómico es necesario, pero no basta para garantizar la paz y la prosperidad. Gobernar tronando causa inestabilidad, sembrar odio es cosechar violencia, cuadrando las cuentas Milei ordeña la vaca, jugando al tiranuelo patea el balde de leche.
¿Cuál es el “problema espiritual” de la Argentina? ¿La raíz de su decadencia? Ciertamente no es una teoría económica, ni lleva el nombre de ningún economista en particular. ¡Vamos! El odio de Milei hacia Keynes es caricaturesco. Puede no gustar, no es santo de mi devoción, pero señalarlo como inspirador del “colectivismo” argentino es hilarante. Si quiere un “culpable”, que se meta con la doctrina social de la Iglesia: de ahí, no de Inglaterra, viene el justicialismo.
No, el problema “espiritual y moral” argentino es otro y está a la vista de todos, tan obvio que ya nadie le presta atención, tan banal que me da vergüenza repetirlo: es la falta de consenso político. No consenso sobre los contenidos, en los que las diferencias son la sal de la democracia, sino consenso sobre las reglas del juego, sobre su sacralidad. No por “bondad” ni por “formalismo”, sino por “conveniencia”, porque al respetarlas desde el poder se puede exigir su respeto desde la oposición. Y las reglas del juego son las instituciones. Humillar a las instituciones, el único deporte nacional más popular que el fútbol, es cortarle las patas a la silla en la queuno está sentado.
El abuso institucional expresa el “síndrome del cien por cien”, la pretensión crónica de una parte de elevarse al todo, de una fe de imponerse como fe de todos, del gobernante de turno de poseer el monopolio de lo bueno, lo bello, lo verdadero. Es la obsesión unanimista, el dogma redentor, el impulso escatológico. ¡Qué disparate las “fuerzas del cielo”! ¡Y qué peligro! ¿Por qué, si Dios me guía, he de doblegarme ante las mezquinas limitaciones de las instituciones humanas? ¿Por qué, si la verdad me ilumina, debo transar con los que viven en la oscuridad? Resultado: prepotencia institucional y concentración de poder, la nueva casta mileista ya está tomando forma. Pero si la política es la guerra contra el infiel, éste meditará la venganza y la contienda continuará eternamente. En un clima así, impregnado de incertidumbre y resentimiento, ningún superávit fiscal bastará jamás para crear un entorno económico sano.
Visto así, el fenómeno Milei es menos inédito de lo que se cree, es parte del problema más que de la solución. Se cree el nuevo rey de una nueva fe, el caudillo de otro “movimiento nacional” fundado en otra “fe de la patria”, con su decálogo, sus próceres y sus rituales plebiscitarios. Si nos fijáramos en la “cultura” más que en la “estructura”, en las instituciones más que en las ideologías económicas, todos veríamos al rey desnudo: el mileísmo, como el peronismo, encarna una idea iliberal de la democracia. A juzgar por su popularidad, se diría que es la preferida por la mayoría de los argentinos. Pero ése es precisamente el precipicio.
Publicado en La Nación el 18 de noviembre de 2024.
Link https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-problema-espiritual-del-pais-nid18112024/