Occidente, el mundo atlántico, no atraviesa sus horas más altas. El cambio climático, la crisis de representación política, la presión migratoria, la incertidumbre asociada con el salto tecnológico producido, entre otras innovaciones recientes, por la inteligencia artificial, el divorcio, cada vez más evidente, entre la democracia liberal y el capitalismo, un estancamiento secular, todas ellas dificultades que se explican mutuamente, que se retroalimentan unas a las otras, conforman una situación a la que algunos han caracterizado, utilizando la expresión acuñada por el historiador de la economía Adam Tooze, como policrisis y otros como permacrisis: crisis múltiple, sin un piso fijo ni puntos de referencia y sin perspectivas de solución. Curioso: la crisis, esa transición entre dos estados de aparente normalidad, ha producido una nueva normalidad fundada en la estabilidad de lo inestable.
Sobre el fondo de esa crisis más del norte y del oeste que del este y del sur, pero que América Latina sufre como propia, sobre el fondo de esos conflictos estructurales se recorta nuestra propia crisis, la de una Argentina que desde los años 70 del pasado siglo ha perdido el rumbo y se dedica a oscilar pendularmente entre políticas económicas aperturistas y proteccionistas, todas ellas sistemáticamente fracasadas, que han dado como resultado un deterioro de las condiciones materiales de la sociedad y una degradación de los bienes públicos que fueron en alguna época no solo lo propio de nuestro país en la región sino el principal recurso para que se realizara lo que en alguna época se llamaba ascenso social o progreso y que fundamentalmente significaba la seguridad de que el futuro sería mejor que el presente y, sobre todo, que los hijos tendrían una vida más plena y satisfactoria que la de sus padres.
Una crisis sobre otra, la nuestra en el horizonte de una más general, con la que comparte quizá un origen: las consecuencias, como muestra Pablo Gerchunoff en un artículo reciente publicado en Nuevos Papeles, del abandono del acuerdo de Bretton Woods y la primera crisis del petróleo de 1973; pero que tiene también, como señala el mismo Gerchunoff, causas endógenas. Una ruptura a partir de la cual “no recuperó el país una tendencia económica identificable, un patrón de crecimiento que le diera soporte a una sociedad que se pretendía integrada”.
¿Cómo comenzar a pensar propuestas que contribuyan a revertir ese proceso de deterioro, un proceso que ha consumido la cuarta parte de la historia independiente de nuestro país, un tercio de nuestra modernidad, un periodo suficientemente prolongado como para que la mayor parte de la población actual no haya conocido la experiencia de la ilusión sostenida, de la promesa no rota? Esas propuestas que en tiempos electorales como los que transitamos deberían estar en el centro de la escena pública, abundantes, bien fundamentadas, sometidas a debate, y que sin embargo son una vez más el lugar ausente, vacío, en el que solo resuenan las consignas, esas consignas que son exactamente lo contrario de las ideas, su negación misma.
Una ausencia que no sorprende, dado que los responsables de pensar la sociedad en su condición de aspirantes a coordinar la acción colectiva desde el Estado han desistido de todo deber de reflexión; unos pretenden implementar ciegas políticas promercado mientras los otros declaran su fe en un Estado al que imaginan omnipotente. Así nos llevan de la apertura al cierre, del borramiento de toda frontera que permita reconocer a un “nosotros” en relación con el mundo a los muros que pretenden erigir un “nosotros” impermeable a todo intercambio, no solo de bienes sino también de ideas y de experiencias.
La dificultad de encontrar soluciones no es entonces solo resultado de la falta de propuestas, sino de las condiciones en las que estas, si las hubiera, son enunciadas: en una escena sorda a toda escucha de lo que no está ya dicho y, más grave aún, de lo que fue dicho y sigue siendo repetido por los que piensan –o, mejor, creen, porque el pensamiento, a diferencia de la creencia, solo existe en la duda, en la aceptación de su propia insuficiencia–, lo que fue dicho y repetido por quienes suponen tener siempre al alcance de la mano una respuesta, que consiste fundamentalmente en la negación de aquello que no es idéntico a sí mismo, y en la negación también de la legitimidad de quienes no comulgan con las preferencias del propio grupo. Una sociedad que actúa en cámaras de eco y que refuerza los sesgos de confirmación no puede encontrar soluciones a sus problemas ya que estas, por definición, no pueden sino ser resultado de los acuerdos que surgen de la acción de actores colectivos dispuestos a cooperar en beneficio mutuo.
Retengamos la frase: actores colectivos dispuestos a cooperar en beneficio mutuo; esa es la definición misma de comunidad política que da el filósofo Charles Taylor. Una comunidad política es algo diferente de la nación. La nación está constituida en y hacia el pasado: nace como resultado de las guerras internas o exteriores, existe por la delimitación de una frontera, supone generalmente una lengua que viene de lejos, algunas memorias compartidas, siempre parciales y en disputa. Una comunidad política se constituye en torno de un futuro común, y presupone la existencia de los otros como condición necesaria de la propia. Entre la nación y la comunidad política (casi estaría tentado de escribir: entre la nación y la patria) hay un solo hilo común, frágil: la Constitución, que da continuidad a aquel pasado cuando aspira a proyectarse en un futuro compartido.
Cooperar no es consensuar. En nuestra cultura política, el consenso es fundamentalmente un mecanismo transaccional en el que el intercambio se realiza, como sostuvimos en sendos artículos publicados en estas mismas páginas en colaboración con Eduardo Levy Yeyati (“La construcción de una sociedad sin privilegios”) y con Marina dal Poggetto (“El colectivo: un invento argentino”), con bienes ajenos –rentas extraordinarias sobre los consumidores, impuestos de los contribuyentes– y los beneficios son apropiados por quienes tienen el poder de preservar e incrementar sus privilegios. La cooperación, por el contrario, supone la puesta en común de algo propio, la disposición a perder, a asumir la privación de algo material o simbólico con la expectativa de una recompensa futura que resultará de la coordinación de la acción colectiva. Pero, ¿cómo poner algo en común con el enemigo? ¿Para qué invertir en un futuro común con aquel a quien se quiere ver destruido, expulsado de la vida pública? Si las soluciones que cada uno imagina son maximalistas, orientadas a satisfacer los intereses de su propio grupo o el propio punto de vista, que es considerado no solo superior al de los antagonistas sino el único legítimo, cooperar carece de sentido: se trata de imponer.
Las fuentes de la solidaridad y de la cooperación son diversas, varían de acuerdo con las épocas y las geografías, las tradiciones, las culturas políticas y cívicas, los marcos religiosos y jurídicos, la estructura social y la historia. Pero todas comparten un requisito, eso que la Revolución Francesa llamó fraternidad, y Aristóteles, amistad cívica, a la que consideró la forma más importante de la amistad dado que la polis, la principal comunidad de la que participamos, es la que nos constituye como ciudadanos, la condición más valiosa a la que es posible aspirar.
Para Aristóteles la justicia y la amistad son las principales virtudes políticas: ambas van juntas, y permiten a los ciudadanos compartir pacíficamente los beneficios y las responsabilidades de la cooperación, los mantienen unidos y evitan que se agrupen en facciones enfrentadas.
Sin amistad cívica no hay cooperación posible, pero, aún más importante, no hay polis, no hay comunidad política. Hay nación, pero no patria, personas sin ciudadanía, pasado sin futuro. Este, el exceso de pasados en discordia y la escasez de posibles futuros comunes es uno de los rasgos que mejor definen a nuestra sociedad.
La amistad cívica va más allá de la moralidad básica: exige y a la vez permite mantener ciertos patrones de conducta sobre la base de que esas normas sirven al bien común, y de que el destino de uno está atado al destino de los demás. Una conducta que solo es posible entre ciudadanos iguales ante una ley cuyo principal propósito es producir isonomía, cuestionar y reducir el peso de los privilegios, asegurar la igualdad de derechos civiles y políticos. Justicia y fraternidad como fundamento de una comunidad política que instituye a los sujetos como ciudadanos con iguales derechos.
Es difícil afirmar que en la Argentina nunca existió la amistad cívica, pero hay suficientes indicios que permiten sospecharlo. En ocasión del Centenario, en un ensayo titulado El juicio del siglo o Cien años de historia argentina, Joaquín V. González encontró una fórmula oportuna para explicar las dificultades del país: la “ley de las discordias civiles” llamó él a los “odios de facción” que arrastraban a los argentinos hacia el “vértigo sangriento de las querellas fratricidas”. Una interpretación que fue, cien años más tarde, oportunamente retomada por Natalio Botana en un artículo publicado en estas mismas páginas, en el que señaló que las tendencias estudiadas por González “bien podrían proyectarse hacia el siglo siguiente, entre 1910 y 2010″.
No hay soluciones para los problemas de nuestro país si la esfera pública está agotada por “los odios de facción”. Pero esas “discordias civiles” no van a concluir como resultado de una voluntad pura que pretendiera imponerse. La comunidad política solo puede constituirse en la dinámica de una conversación que se lleve a cabo de un modo inverso al que opera actualmente. Hoy, los actores colectivos confrontan bajo la luz del día y negocian en las sombras: obtienen su legitimidad en la descalificación del adversario, pero saben conservar sus cuotas de privilegios en la transacción realizada de espaldas a una sociedad que de tanto en tanto descubre sorprendida las relaciones de complicidad entre quienes en apariencia solo cultivan hostilidad. Exhiben el conflicto, ocultan los acuerdos, porque estos acuerdos no se establecen en función del bien común sino de los intereses de los diversos grupos de poder.
Las soluciones –algunas soluciones– a los problemas argentinos podrán encontrarse si, al justificar el ejercicio del poder, las clases dirigentes apelasen exclusivamente, como escribió John Rawls, a argumentos que “todos los ciudadanos, en tanto que libres e iguales, puedan razonablemente esperar que respalden a la luz de principios e ideales aceptables para su razón común”, es decir, que toda decisión se respalde en razones públicas, en oposición a las “razones no públicas”, los argumentos controvertidos que no es posible esperar que sean compartidos por toda la ciudadanía, y cuya existencia es tan deseable como inevitable en una sociedad plural.
Las crisis que atraviesan a nuestro país son múltiples –sociales, económicas, políticas. Se superponen crisis estructurales de largo plazo con otras más recientes. Los efectos de unas y de otras se potencian y agravan. Las élites argentinas, especialmente las políticas pero no exclusivamente, se han retirado de la conversación pública: hablan entre ellas a espaldas de la sociedad, o interpelan a “los propios” para azuzarlos contra “los otros”. Así, los grandes temas, los que deberían importar a todos, quedan silenciados. Resolver los problemas no es cuestión de saberes técnicos. Estos son imprescindibles pero no suficientes y, en general, están disponibles: nuestro sistema científico y técnico es bastante robusto como para ofrecer los conocimientos necesarios. Pero sin una conversación pública en la que participen los diferentes, en la que quienes tomen la palabra lo hagan para ver sus argumentos refutados o corregidos, en la que toda aspiración esté dispuesta a verse contenida, ninguna solución será posible: el péndulo seguirá oscilando entre los horrores provocados por Escila y las aguas revueltas causadas por Caribdis. Es necesario navegar lejos de ambas costas, abandonar el maximalismo que ha imperado a uno y otro lado de la política argentina. Como señaló Juan Carlos Portantiero en la vuelta del siglo pasado al reivindicar el espíritu público de la sociedad civil frente al interés estatal y el interés privado, es necesario recuperar la primacía de “los valores de la sociedad abierta, activa, creadora”. A esa primacía, que fue el principal motor de “la lucha contra los desbordes de la estadolatría en la economía y en la política”, a esa primacía de la sociedad sobre el Estado “el neoliberalismo –escribía Portantiero–, la plantea desde lo privado, pero es posible pensarla desde lo público, desde la polis.”
En un momento en que los monstruos de un viejo mundo que muere amenazan con la pura destrucción, las fuerzas democráticas de nuestro país deben reinventar la ciudad, estimular la amistad cívica y traer razones públicas a la conversación. Quizá así resulte posible que el futuro sea, por fin, mejor que sus pasados.
Publicado en La Nación el 1 de octubre de 2023.