lunes 7 de julio de 2025
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El porvenir de una ilusión

Todos compartimos los estremecimientos que nos producen los cambios de la humanidad, que ahora son perceptibles en directo y simultáneamente desde cualquier lugar del mundo.

Las dudas sobre las amenazas y los peligros que hoy enfrenta el mapamundi, en un reordenamiento desordenado de sus espacios, de sus ritmos, de sus velocidades y de sus efectos bienhechores o perjudiciales, ha sufrido importantes transformaciones en todos los órdenes, largo proceso diferenciado según sus regiones y épocas.

Antes de ahora hubo quienes, desde el pensamiento profundo de sus conocimientos, se plantearon el examen de la evolución de las civilizaciones. Desde la era tribal a los inicios organizadores de la convivencia con reglas institucionales, por pocas, breves o rústicas que fueren en un comienzo.

En el siglo pasado se destacaron especialmente los aportes de Oswald Spengler y de Arnold Toynbee, aunque pesimista el primero y algo optimista el segundo. De todas formas observaban un proceso organicista caracterizado por el nacimiento, el desarrollo y el ocaso de las civilizaciones.

Spengler, en particular, sostuvo que las técnicas llevarían a la deshumanización, por su carencia espiritual y emocional, y el desarrollo de instrumentaciones dañinas, aun cuando algunas fueran útiles o bienhechoras en particular. Toynbee, a su vez, sostuvo que el éxito o mayor duración de las civilizaciones estaba ligado a que cada desafío que recibían fueran respondidos de modo afortunado, por el acierto en la conducción de sus élites creativas.

Debo decir que, con el transcurso del tiempo, la concepción de ambos pensadores fue decayendo en su consideración pública.

Ahora somos testigos y parte de una desarticulación de los criterios establecidos que considerábamos con expectativas duraderas hasta la segunda guerra mundial y la organización multilateral resultante, caso Naciones Unidas y concepciones dominantes aceptadas por la generalidad, como los derechos humanos universales, el derecho humanitario en la guerra, la uniforme protección de la salud y el tratamiento sustentable del medio ambiente.

Esta amalgama de principios aparentemente compartidos por todos se ha resquebrajado posteriormente, entrando a terrenos de enorme relatividad moral, religiosa y política, reivindicado por cada región del mundo y sus costumbres ancestrales.

Es decir que aquel aparente consenso universal dejó de existir. Naufraga ante incertidumbres, contradicciones, violencias y frustraciones, alumbrando la desaparición de las ideas nacionales, la multilateralidad y los consensos universales, entrando ahora a una nueva figura de los grandes poderes y espacios territoriales y culturales imperiales, que reivindican para sí cada uno de ellos, el volver hacia sus inicios cuasireligiosos. Es una nueva legitimidad, ya no de carácter consensual universal, que enfrenta criterios morales y estrategias de poder, para protegerse o atacar, según el caso y el momento.

Sabido es que hay miradas múltiples sobre las causas económicas y de otra naturaleza que han conducido a los enfrentamientos de poder y de miradas colectivas.

Se han forjado ideologías categóricas, creencias fanáticas y aseveraciones bipolares rotundas, con acusaciones recíprocas entre sectores de opinión que no dialogan, sino que se sirven sólo de la “confirmación” o de la “cancelación”. No hace falta acudir a muchos ejemplos porque están a la vista.

Hasta fines del siglo pasado, occidente al menos, había obtenido una cierta armonía entre el desarrollo del capitalismo económico y las condiciones de vida de las personas a través de la democracia política, que se dio en llamar la “sociedad del bienestar”.

Pero, en un momento dado, de fecha opinable pero aproximada a 1970, esa armonía se rompió, el capitalismo económico, con hábitos Schumpeterianos (crecer destruyendo lo anterior) se disparó de la mano de la tecnología y de las ciencias, incluida la información, dejando atrás y con pérdidas crecientes, a los segmentos sociales.

A eso se podría denominar el divorcio entre el capitalismo y la democracia.

Debe aclararse que la alta tecnología y el manejo de las redes ha sido sustraído de toda institucionalidad con ética y atrapado por la mano de pocos poderosos del mundo, que tienen ahora capacidad no sólo de absorber información sino de inducir comportamientos, tanto económicos como políticos y morales. Hipnotizando a sus consumidores y usuarios.

El sueño de la globalización comienza a ser erosionado por ideas de fragmentación que se realinean, a su vez, abandonando los límites nacionales y orientándose a la conformación de pocos bloques imperiales.

Es probable que el impacto más fuerte sobre esta situación anárquica sea ahora la gravitación de las tecnologías de la comunicación y la expansión de las redes sociales, que funcionan con una velocidad absolutamente diferente a los de la realidad del tramo de la vida de los seres humanos, de modo tal que los códigos de vida compartidos anteriormente entre tres generaciones, por ejemplo: abuelos, padres y nietos, hoy han desaparecido, reemplazados cuanto más por una cierta frivolidad celebratoria de acontecimientos menores, fotografías o mensajes electrónicos, y no por el entendimiento de los corazones y la proximidad de la temperatura de la piel y del afecto, que viven a ritmos semejantes. Ya no hablan el mismo lenguaje sentimental.

Hubo en el tiempo la aparición de ideologías o pensamientos organizados muy respetables, como el anarquismo, el marxismo, el liberalismo, que pretendían explicar y orientar las cuestiones sociales para un mejor modo de convivir.

De alguna manera se apoyaban en “creaciones culturales” pensadas como estructuras institucionales de naturaleza colectiva.

Ese esfuerzo no obtuvo sus resultados favorables y se ha producido un choque abrupto con los cambios, incluso en los modos de producción, intercambio, información y en los oficios laborales y artísticos, que ha llevado a la frustración de sus resultados y el encono de los ciudadanos, rechazando la idea cultural, preestablecida como formal pero ineficiente e injusta.

Es probable que a raíz de ello, desde hace un tiempo, el mundo está recibiendo el fenomenal impacto de una tormenta reaccionaria liderada por las extremas derechas, posibilitadas por aquella frustración, que niega toda validez de utilidad y sentido moral a las concepciones institucionales, y en una vuelta de campana, retorna instintivamente a la convivencia tribal, apasionada y violenta, con enfrentamientos brutales que dividen al conjunto, bajo el mando unificado de una persona y no de instituciones.

Ante el desamparo y la frustración que han recibido muchos pueblos, retornan a la idea primitiva y religiosa de buscar un padre sustituto que resuelva todos los problemas, a los hachazos, si es necesario.

El enfoque político de muchas de las temáticas mencionadas, se atribuyó a la explotación capitalista, a la corrupción de los gobiernos y de la política, u otros factores de tipo material. Sin embargo, hay una mirada particularmente interesante que es la que realizó Sigmund Freud en “El porvenir de una ilusión” (Obras Completas, Tomo XXI, 1927), uno de sus trabajos fundamentales en el mundo del psicoanálisis.

Careciendo de la formación especial para interpretar el discurso de Freud, en mi opinión de ciudadano inquieto, creo advertir una perspectiva muy singular en ese trabajo.

Se trataría de recordar la natural tensión que hubo, hay y habrá entre las pulsiones de los seres humanos como “animales naturales”, cuando se trata de cumplir con todo aquello que no sean sus “deseos salvajes”, que son limitados con mandatos o prohibiciones organizacionales de la sociedad a través de principios o reglas, para evitar que el hombre sea “lobo del hombre” y acepte condicionamientos externos, haciendo posible la convivencia en paz con otros seres humanos.

Es decir, dejaría el hombre de vivir en estado de guerra continuo o, cuanto más, en guerra contra la naturaleza para corregirla y sobrevivir, para establecer mecanismos de paz en los espacios en que debe compartir con los demás seres humanos.

A todo ese conjunto de instituciones, reglas y mandatos limitantes, muy relacionados con principios también divinos, como los mandamientos clásicos: no mataras, no robaras, no cometerás incestos, los coloca en categoría superior cuyo cumplimiento produce sacrificios y cuyos incumplimientos conducen a condenas o castigos.

Todo ese armazón que limita y regula el comportamiento de los seres humanos es lo que constituye la idea general de “cultura”. No se trata de leer libros ni de hacer arte, música, teatro, estética. Se trata de los frenos a los instintos naturales destructivos de la convivencia.

Desde ya que Freud pensaba que allí anidaba también el núcleo de las represiones que todos sentimos por inhibir atracciones instintivas.

Pero, además de la riqueza natural y de la vida animal, reconocía la importancia del patrimonio anímico de las sociedades, para poder vivir cordialmente y compartir el mundo.

A eso creo que fue que aludió cuando dijo “ilusión”, como pudo decir “deseo”.

Hoy estamos ante fenómenos excéntricos como nuestro Presidente Milei y su movimiento anticultural, porque su enemigo en realidad es la cultura.

Entiéndase la cultura en el sentido antes expresada, y de allí su poco apego sincero a la Constitución, a la política, al Congreso, a la Justicia y a todo lo que tenga aroma de organización previa y colegiada y le ponga freno a su poder personal y a su visión carismática y esotérica del mundo.

Lejos de nosotros olvidarnos de las corruptelas y desastres que se han consumado desde la política y los gobiernos en perjuicio de nuestro pueblo.

Pero todo ello no es justificativo para declararle la guerra a la cultura como expresión de intentos organizacionales de la sociedad democrática para vivir en paz y construir en conjunto, para todos los ciudadanos, poderosos o débiles, con la sensibilidad especialmente puesta en los que menos aptitudes tienen antes que en los triunfadores, y aceptando la diversidad.

El aire que respiramos, la tierra que pisamos, las aguas que bebemos no son de unos y de otros, son de todos.

Y nuestro país, y el mundo entero, merece ser visto con el cariño de un abrazo y no a la luz de una motosierra.

Hay un silencio aterrador de muchos quienes dicen ser democráticos y republicanos, de los más diversos colores políticos, que muestran indiferencia o se rinden ante el supuesto “equilibrio fiscal” o el falso “déficit cero” del gigante de pies de barro, caracterizado por sus excentricidades, su esoterismo, sus manías persecutorias y violencias amenazantes.

Una vez más voy a decir que no se trata de votos, de vocación de poder ni de ganar elecciones. Se trata de mantener la dignidad de las buenas intenciones y acciones en defensa de nuestros compatriotas.

Yo guardo la ilusión de que el porvenir consagre una convivencia cultural y no la lucha de las bestias fuertes contra las bestias débiles.

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