A veces un escritor actúa como “un cronista retrospectivo”, le escuché decir alguna vez al jujeño Héctor Tizón (1929-2012), para explicar cómo la memoria se filtraba en sus ficciones aportando anécdotas, personajes y climas de infancia, que lo ayudaban a no sentirse tan lejos a pesar de la distancia forzosa impuesta por la dictadura.
Al autor de Fuego en Casabindo, le gustaba definirse como “exdiplomático, vagabundo, exiliado y regresado” y empezó a volver en las páginas a su querida Yala, incluso antes de dejar España, cuando escribió La casa y el viento (1984).
Tizón, de cuya muerte se cumple el 30 de julio un nuevo aniversario, es siempre buena literatura y me acompaña especialmente en los regresos porque en su forma de mirar lo que siente propio (los colores del paisaje, el habla de la gente del norte, tan respetuosa del silencio, la música del viento…), todo lo que escribe se convierte en una carta de amor a la tierra y habilita reflexiones sobre lo que implica pertenecer. Esto no es la puna, pero vale su noción de terruño cuando reaprendemos las ciudades que nos marcan.
Vivencias semejantes tienen eco en el teatro. “Estoy buscando mi olor”, dice Osvaldo, uno de los protagonistas de Made in Lanús, la obra de Nelly Fernández Tiscornia, actualmente en cartel, dirigida por Luis Brandoni. Original de 1986, cuando la primavera democrática ilusionaba, el conflicto de la pieza todavía interpela porque la inagotable crisis del país no deja de expulsar gente. En escena, una pareja de argentinos que emigró a los EE.UU. vuelve de visita tras diez años de exilio y la posibilidad de irse o de quedarse se pone otra vez sobre la mesa. No hay una respuesta única a ese dilema y el drama está servido.
A ese olor que busca el personaje interpretado por Esteban Meloni como una seña de identidad le cantó María Elena Walsh (“por tu verano con jazmines y por tu escándalo de sol…”), y abrió el juego a que cada quien encuentre chispas personalísimas de su idea de hogar.
Como todo viajero que regresa, tengo mis ritos. Me detengo bajo la copa del mismo árbol en el Jardín Botánico el tiempo suficiente para ver cambiar la luz de la tarde. Cobijada por su sombra verde celebré, morí de bronca y di volantazos vitales. El gomero no sabe que me fui ni me extraña, pero su amparo es mi “punto de encuentro” interior. Siempre me hace sentir que llegué a casa.
Publicado en Clarín el 29 de julio de 2024.
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