Todo país está sujeto a las condiciones impuestas por su propio pasado, su grado de desarrollo, el comportamiento social, la distribución del poder y su relación con otros países.
La mera voluntad de los gobernantes —aun la de los más capaces— no puede transformar mágicamente un país rezagado en una potencia. La realidad traza fronteras infranqueables.
Sin embargo, dentro del ámbito que demarca la realidad, puede haber significativos avances hacia un mayor grado de desarrollo. O dramáticos retrocesos.
En las sociedades, como en los individuos, idénticas causas no producen inevitablemente idénticos efectos.
El deterioro económico y las penurias sociales provocan crisis profundas, pero las consecuencias no son siempre las mismas.
Cuando una sociedad vive las crisis rumiando frustración, envuelta en una neurosis obsesiva y transformando disidencias en odios, termina buscando soluciones providenciales.
Comienza identificando a los presuntos culpables de las desdichas, y por lo general sospecha de quienes manejan los asuntos públicos (los políticos) y quienes deben evitar los abusos de poder (los jueces).
Las sospechan se generalizan y terminan en el cuestionamiento global de las instituciones democráticas
En el pasado, se suponía que para “sanear” la democracia había un remedio: el golpe de estado
En la Argentina, las fuerzas armadas dieron en 1966 un golpe contra las “rígidas estructuras políticas” que, supuestamente, impedían “la sana economía” y aniquilaban “el esfuerzo de la comunudad”.
El régimen militar sostuvo que su “único y auténtico fin” era “salvar a la República y encauzarla definitivamente por el camino de su grandeza”. Para eso, decidió “eliminar las causas profundas que han conducido al país a su situación actual”.
Esas “causas profundas” residían presuntamente en las instituciones. En consecuencia, el régimen decidió:
“Destituir de sus cargos al Presidente y Vicepresidente de la República y a los gobernadores y vicegobernadores de todas las Provincias”
“Disolver el Congreso Nacional y las Legislaturas Provinciales”
“Disolver todos los partidos políticos del país.”
“Separar de sus cargos a los miembros de la Corte Suprema de Justicia y al Procurador General de la Nación”.
Ese gobierno terminó con la (hasta entonces) mayor inflación del siglo, insurrecciones en cadena y proliferación de organizaciones armadas.
Hoy los golpes han sido sustituidos por algo que, si bien no es nuevo en Latinoamérica, se extiende desde hace unos años por Europa: el populismo.
Se lo define como la estrategia de enfrentar a los pueblos con las élites políticas, atribuyendo las crisis y las penurias a esas élites.
Cuando alcanzan el poder, los populistas desmantelan o debilitan el Estado democrático.
En esa situación se encuentran Hungría, Polonia, Italia, Grecia, la, República Checa y los Países Bajos, cuyos gobiernos han ganado elecciones con más de 50 por ciento de los votos.
En otros países, el populismo no gobierna pero hay partidos populistas que logran cautivar, algunos hasta a un tercio del electorado. Es el caso de Francia, España, Irlanda, Suecia, Croacia, Chipre, Eslovaquia, Estonia y Bulgaria.
La mayor parte de los populistas son euroescépticos, defienden la propiedad privada irrestricta, y se oponen a: la inmigración, el Estado benefactor, la ecología, la lucha contra el cambio climático, las vacunas, el aborto legal y la comunidad LGBT.
Sus objetivos son: preservar la soberanía nacional, impulsar la economía de mercado, conservar la homogeneidad social, combatir el estatismo, evitar los frenos al desarrollo, asegurar la protección natural contra la enfermedad, defender la vida desde la gestación y no legitimar las perversiones sexuales.
Ese ideario choca con el del progresismo, definido como defensor de los derechos humanos y la equidad social.
La mayor parte del progresismo es europeísta, postula la distribución equitativa de los ingresos y defiende: los derechos de los inmigrantes, la satisfacción legal de las necesidades básicas, la inmunoprevención, la ecología, el feminismo y la libertad de género.
Sus objetivos son: promover la justicia social, amparar los derechos humanos, superar la pobreza, favorecer la investigación científica, resguardar la igualdad de género y respetar las diferentes manifestaciones de sexualidad.
La disparidad entre populismo y progresismo es tal que esas concepciones quedan separadas por profundas grietas.
El populismo puede afectar a distintos sectores y enfrentar posibles reacciones sociales, capaces de poner en riesgo la aplicación de su ideario. Para imponerlo, algunos gobiernos podrían convertirse en una suerte de autocracia electa.
Liberties —-una organización no gubernamental con sede en Berlín que promueve las libertades civiles en la Unión Europea— señala que “en algunos países, como Hungría”, el populismo ha logrado “cambiar las leyes, acallar las voces críticas y erosionar el estado de derecho”, todo lo cual hace difícil desalojarlo con votos.
La ONG agrega que hay más de un país (que no identifica), en ciertas áreas de la Unión Europea, que no garantiza elecciones totalmente transparentes. Sobre ese supuesto sugiere que, en tales países, la pérdida de apoyo podría no reflejarse en las urnas, prorrogando así la vigencia de gobiernos populistas autoritarios”.
El riesgo del populismo, y en particular del populismo autoritario, ocurre cuando, en situaciones críticas, una sociedad cae en aquello que, en la España anterior a la guerra civil, Ortega sintetizó así: “No sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa”.
En medio de incertidumbres semejantes, hay siempre quienes le dicen a la sociedad cómo superar sus frustraciones y le muestran el camino equivocado.
Publicado en Clarín el 11 de febrero de 2024.
Link https://www.clarin.com/opinion/peligro-dictaduras-electas_0_xtylU7Bqyj.html