No fui político hasta los 45 años, y ya ha pasado tiempo desde que dejé de serlo. En 1987, el Presidente Alfonsín me nombró ministro sin estar yo afiliado al radicalismo, ni a partido político alguno. Había ejercido la abogacía, era historiador, me dedicaba al periodismo y había escrito en 1985 un libro sobre ciencia y tecnología que incluía capítulos sobre cibernética, inteligencia artificial e ingeniería genética.
Fue ese libro el que llevó a Alfonsín a proponerme que me convirtiera, como independiente, en miembro de su gobierno.
Mi tardía carrera política comenzó al dejar el ministerio, y aunque fue prolongada, ha concluido definitivamente.
Estoy ahora escribiendo la biografía de un biólogo molecular y desarrollando una cátedra universitaria sobre prospectiva tecnológica.
Deploro referirme a mí mismo, pero en este caso me parece indispensable. Es que voy a argumentar contra la antipolítica y, para eso, debo dejar en claro que no soy parte de eso que la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, llama “la casta”.
La democracia es, como repetía Winston Churchill, la menos mala de las formas de gobierno. En cualquier sistema la gente puede ser víctima de gobernantes arbitrarios, incompetentes y corruptos. Pero en democracia es la propia gente la que elige y castiga. Encumbra o derriba a los protagonistas del sistema, que no son ni reyes, ni militares, ni líderes religiosos: son políticos.
Las decisiones de la gente no resultan, por supuesto, infalibles. La democracia no presupone que “el pueblo nunca se equivoca”. Lo que hace es conferirle el derecho al arrepentimiento. Y a la autocorrección.
Pero, cuando la mayoría vota emocionalmente, se multiplica el riesgo de error. Ni la devoción ni el odio son buenos consejeros de los votantes.
En situaciones críticas —cualquiera sea su origen— los pueblos suelen sentirse agobiados y volverse escépticos, desconfiados o malpensantes. En esos momentos son vulnerables a las campañas antipolítica.
En un tiempo, en América latina, eso daba origen a golpes de Estado. Hoy, como se ve en algunos países, puede hacer que, de la nada, surja un falso -o falsa- Mesías.
Un ejemplo lo ofrece Estados Unidos: un país al cual la democracia lo hizo el mayor del mundo y ahora sufre la desventura de la antipolítica.
La catastrófica caída de las Torres Gemelas mostró a los norteamericanos que su país no era invulnerable. Y la masiva inmigración ilegal originó, en determinados sectores, un sentimiento de indefensión. Donald Trump levantó la consigna “America first” (ante todo, Estado Unidos) y eso atrajo un voto emocional que lo llevó a la Casa Blanca.
Su mensaje implicaba que el país estaba dominado por un establishment sin fibra ni sentido patriótico, que cuidaba sólo sus propios intereses y estaba transformando una potencia en un país ordinario y endeble.
Ahora, Trump está sometido a 19 procesos. Es que, según indicios concordantes, durante su presidencia incitó a la violencia, alentó el asalto al Capitolio y pretendió desconocer la derrota electoral que lo apartó del poder. Además, pesan sobre él supuestas irregularidades financieras y presuntos delitos de acción privada.
A pesar de eso (y, en parte, como consecuencia de eso) este hombre, concebido por muchos como providencial, sigue cautivando a gran parte de la población. Si las elecciones fueran hoy, reconquistaría el poder.
Al ser derrotada en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) Alemania perdió 13% de su territorio, todas sus colonias y 7 millones de alemanes. Fue condenada, además, a pagar 132.000.000.000 de marcos-oro a los vencedores. El orgullo herido, y los padecimientos, hicieron que Adolf Hitler ganara las elecciones de 1933 con 43,91% de los votos, y tuviera apoyo para atacar a Occidente.
No se me ocurriría comparar a Hitler con nadie: su implacable perversidad y sus horrendos crímenes son inigualables. Lo que quiero es demostrar que el presunto Salvador de Alemania la hundió. Provocó la Segunda Guerra Mundial , en la que el país perdió 3.500.000 vidas y quedó dividido en dos: el este para la Unión Soviética; el oeste ocupado por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia.
En la Argentina, el desgobierno de María Estela de Perón y la crisis económica, provocaron en 1976 un golpe militar apoyado por un gran sector civil. La concepción anti-política llevó a la toma del Ejecutivo, el cierre del Congreso, la destitución de gobernadores y la prohibición de los partidos políticos.
Aparte de las violaciones masivas e incalificables de derechos humanos, y de una ruinosa guerra, diez años después, el PBI industrial era 10% menor, el déficit fiscal alcanzaba a 15.65% del PBI, y la deuda extern había pasado de 7.865 millones de dólares a 45.903 millones de dólares.
El arma de la antipolítica es la generalización. Suele basarse en hechos reales (por ejemplo, en la corrupción de una o varias personalidades) y presentarlos como prueba del comportamiento de la totalidad de los políticos. Como diría Meloni, de la “casta” entera.
Es la historia de los aviones. El que se cae es noticia, los que llegan no. A nadie le interesa, por ejemplo, que ayer llegaron 22 vuelos a Ezeiza. El político corrupto es el avión que cae, y los políticos honestos son los ignorados aviones que llegan.
Es cierto que en política se caen demasiados aviones. Pero en la Cámara de Diputados y en el Senado yo fui testigo del intenso trabajo y la honestidad de una mayoría de legisladores que jamás saldrán en los diarios.
Por otro lado, he conocido muy escasos outsiders con esa capacidad y condición. Como periodista, constaté su incompetencia y desenfreno. La Providencia nunca supera a la democracia, y ésta —bien o mal— depende de la política.
Publicado en Clarín el 12 de noviembre de 2023.
Link https://www.clarin.com/opinion/peligro-antipolitica_0_SRP8Bky8Od.html