El año 2023 termina cargado de novedades políticas y electorales inimaginables. Acostumbrada a las montañas rusas, la conversación pública argentina gira sobre tres ejes.
El primero es hasta dónde se aplicarán las excéntricas ideas libertarias que Javier Milei viene exponiendo. Incluye la incógnita de cómo y cuánto sobrevivirá el heterogéneo apoyo de los que lo votaron para revolucionar el orden del país, para castigar a la clase política, o esperando que no pueda aplicar sus ideas.
El segundo eje se refiere a si las reformas libertarias son compatibles con la democracia y la Constitución. Chocan aquí dos tradiciones políticas antagónicas: la tradición republicana, afecta a respetar los procedimientos establecidos, y la tradición decisionista, que valora más los fines que los medios. La novedad la constituyen los republicanos flexibles que aceptarían un nuevo (y esperan, efímero) populismo con tal de terminar con el anterior.
El tercer eje refiere al mega DNU en su dimensión política: un plan B, ante la desistencia (quizás apenas pasajera) a dolarizar. La dolarización habría sido la fragua política para convertir un precipitado electoral en una coalición social más consistente (recordemos a la Convertibilidad).
Más allá de sus problemas procedimentales y de su contenido, importa la envergadura del DNU como operación de liderazgo y autoridad y de respuesta a una difusa demanda social.
Debemos preguntarnos, entonces, si el sistema podrá absorber a Milei, metabolizarlo, o si Milei podrá moldear al sistema a la medida de su mesianismo. Si esta última fuera la trayectoria, el riesgo para la democracia –en la cual, por otra parte, el león parece creer poco y nada– sería mucho.
Primero, porque si Milei tuviera éxito la reconfiguración del sistema político no sería alentadora. Por un lado, tendríamos una fuerza política proteica, libertaria conservadora, que habría devorado no apenas a algunos líderes sino a vastas porciones de JxC y el mundo de la centro-derecha, mundo más liberal, moderno y dinámico, que ante la defección de la vertiente macrista del PRO estaría obligado a estar allí, aunque no se compre el conservadurismo libertario.
De otro lado, un peronismo heterogéneo, compuesto por sectores más arcaicos unos, más republicanos otros –el kirchnerismo conservaría una eventual plataforma de despegue– conformando un aglomerado cuyas posibilidades de regresar al gobierno no serían despreciables. Y finalmente un espacio progresista radical y/o larretista que deberá trabajar mucho para ser electoralmente atractivo.
En este escenario, la posibilidad de que se constituyera un centro político reformista con chances de gobernar, fortalecido por un ejercicio de cooperación y oposición, se vería en aprietos, y un proceso de modernización incluyente tendría que esperar algún giro de suerte.
Segundo, porque uno de los mayores sinsentidos de la democracia argentina en los últimos 20 años ha sido la polarización política, no obstante lo cual parecería que Milei procura constituir una base socio electoral popular permanente, y que habremos de presenciar una nueva grieta, que difícilmente sea menos estéril que la vieja.
De hecho, durante el ciclo kirchnerista, la imposición unilateral de su peculiar ideario de vuelta de la política, de “Estado presente”, y de reivindicación de la militancia setentista como piedra angular de los derechos humanos, condujo en su final a sus exactos opuestos: triunfo de la antipolítica, desprecio del Estado, y negación del terrorismo de Estado. ¿Se aprenderá de esta lección macabra?
Si el vínculo entre gobierno y oposición se reduce al antagonismo entre fuerzas intemperantes, incapaces de colaborar, habrá una nueva grieta.
Las “fuerzas del cielo” del libertario anarco-capitalista nos muestran hoy su paradoja: presidir una reconstrucción del Estado, puesto que necesita una moneda confiable y un mercado vivaz, y sin Estado no hay moneda ni hay mercado. Y no hace falta ir a ejemplos extremos (venta de armas, de órganos, etc.) para comprender que en sus convicciones el lugar de lo público y el Estado es fanáticamente despreciable frente a la misión del mercado como organizador de toda vida social.
Y tercero, porque el liberalismo, para madurar, necesita a la democracia, al Estado y al constitucionalismo. La justicia social (ciertos niveles de equidad y capital social) que Milei execra es un requisito indispensable de las decisiones de un demos responsable. La idea misma de ciudadanía se basa en la igualdad de derechos que sólo un marco estatal puede garantizar. Y el constitucionalismo se ve amenazado de entrada por un decretazo que hace virtud del unilateralismo del Ejecutivo. Las ideas y las prácticas libertarias parecen apuntar a un orden político y social inquietante.
Nuestro outsider no es un político profesional cuyas preferencias nacen de un examen de las oportunidades que ofrece el contexto. Milei no es un oportunista. Si atacó duramente a la élite (marcado rasgo populista) no fue apenas porque eso prometía votos.
Es posible que el populismo de Milei se exprese en adhesiones colectivas de largo plazo, pero también tiene convicciones interiores genuinas y es difícil que se aparte de ellas. Hasta hace días, muchos alababan su pragmatismo. Hoy toleran la improvisación y los indicios autoritarios en nombre de la necesidad (real) de muchas reformas. ¿Conseguirá también Milei una narrativa articulada contraria a nuestras mejores prácticas inauguradas en 1983?
Publicado en Clarín el 29 de diciembre de 2023.
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