lunes 14 de octubre de 2024
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El otro sendero

En la larga vida de la humanidad y transcurridos miles de años de un lento y gradual desarrollo, en los últimos siglos se produjeron acontecimientos culturales que tuvieron como epicentro a Occidente. Todas las creaciones anteriores más las nuevas se combinaron influyéndose mutuamente y acelerando sus resultados en todos los campos del pensamiento y de las ciencias duras y aplicadas.

Max Weber se preguntó por qué ese proceso fraguó y tuvo su epicentro en Europa occidental y no en otro lugar del mundo. A raíz de ese fenómeno y  –quizás- con mirada egocéntrica, los occidentales observamos a los demás, como experiencias periféricas y exóticas.

Sin olvidar sus graves patologías, esa concepción occidental pensaba que los fines no justifican cualquier medio, y sostenía la idea de que la acción produce consecuencias de las cuales debemos responsabilizarnos. En lo político, significa que los gobernantes deben responder por las consecuencias de sus actos, y los ciudadanos deben responder ante sí mismos por qué eligen a ciertos gobernantes, cuyos resultados no parecen provechosos, en lo material o en lo moral.

El último medio siglo  ha cambiado el tablero mundial, se ha modificado la situación y probablemente conmovido los criterios de evaluación social.  Hoy asistimos a un desorden entrópico de Occidente: la Unión Europea  y América, así como al debilitamiento de la ONU con su aspiración de modular relaciones entre naciones y custodiar los derechos humanos para todos.

Paralelamente crece la gravitación de China y la de otros tigres asiáticos, la amenaza imperial de Rusia y el enigma de India. La irrupción de otros jugadores sobre lo que creíamos nuestro, se  legitima en su tamaño, en la cohesión de sus políticas duras y los resultados de sus economías, con progresos sociales, científico- tecnológicos de punta y poderes ofensivos serios. De acuerdo a su paciencia y a la suavidad de sus artes, Oriente tarda pero finalmente llega a la cita. Cortés  devolución  del  Kublai Kan a la visita que le hiciera  Marco Polo en el siglo XIII. El fenómeno no se circunscribe a competencias de mercados, rutas de seda, tecnologías, misiles nucleares u otros intereses de esa índole.

Ellos pisan fuerte en la globalización, trayendo su ética, su política y organizaciones comunitarias distintas. Un respetado investigador sobre los asuntos morales de la humanidad, Thomas Scanlon, dejando a salvo su criterio, recuerda  que: “La moralidad de un acto de gobierno no debe medirse únicamente por sus  consecuencias (…). La legitimidad (…) varía de una sociedad a otra. Hay muchas cosas que alimentan la disposición de las personas a aceptar su gobierno”.

De Chinasigue expresando Scanlon“podríamos decir que (…) se considera legítimo al Partido Comunista Chino para promover el desarrollo de la sociedad (…) la fortaleza de China como nación y lograr una mayor prosperidad material. (…) En el caso de la ex Unión Soviética, no sólo (…) aspira a tener una mayor prosperidad (…) seguridad contra amenazas externas, sino también un sentido del honor y la dignidad de Rusia como pueblo y como país”.

Preguntado por Cuba, sugiere que “los ciudadanos prefieren el orgullo del país al crecimiento de la economía. El gobierno obtiene legitimidad del orgullo de ser una nación independiente de los Estados Unidos (…) que para ellos es más importante que el progreso económico”. Agregando que ésa “es una idea extrapolable a Venezuela”. (Para todo lo citado, véase: reportaje de Jorge Fontevecchia a Thomas Scanlon en Perfil del 3 de julio de 2020).

La cosmovisión de Occidente está  perdiendo centralidad mundial. De hecho  ya la está compartiendo. Los protagonistas pueden chocar o convivir, pero en ambos casos, zozobra la exclusividad de nuestros paradigmas que ya no son considerados estándares morales uniformes para todos los países.

Nuestra línea de pensamiento es presuntuosa, porque supone la superioridad de valores que –al menos teóricamente- Occidente trasladó al mundo como dominantes. Pero ante el momento y sus síntomas de dispersión, es inevitable preguntarse si habrá y cuáles serán, en tal caso, los valores positivos y negativos del mañana. O bien estar conscientes -al menos- de que el mundo ya no reconoce pautas generales de convivencia.

T. Scanlon sugiere como su método de validación moral de lo que nos debemos unos a otros, que las acciones sean susceptibles de justificarse ante los demás de manera que no puedan rechazarse usando la razón. Y Jürgen Habermas, asumiendo que ya no puede formularse ningún punto de vista desde el que se quiera condicionar el todo: el Estado, la sociedad o el mundo, sugiere que debemos acudir a una racionalidad comunicativa que consistiría en introducir argumentos de diálogos entre partes, reemplazando a “la razón” por “el entendimiento” (El discurso filosófico de la modernidad, Ed. Katz, 2008).  Loables pero vagas orientaciones de dos pensadores magistrales actuales de Occidente. 

¿Qué harán los viejos y nuevos gladiadores del mundo,  ante el rugido de los leones y el fervor de las tribunas en movimiento incierto ?

¿Qué quedará entonces de nuestros amores, como dice la nostálgica canción del francés Charles Trenet? Frente el interrogante podríamos refugiarnos con nuestras limitaciones en la vieja y sabia resignación socrática: “Sólo sabemos que no sabemos nada”, o bien, al menos, en el  desplante irónico de Montaigne: ¿Yo que sé?, o ¿Qué es en verdad  lo que yo sé?

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