La evocación del 17 de Octubre no tiene hoy, a mi juicio, la misma amplia resonancia que supo tener en el mundo del trabajo. Para justificar esta afirmación comienzo por repasar el impacto de la jornada histórica de 1945.
Cuando hacia el final del día Perón apareció en los balcones de la Casa Rosada y fue recibido por el clamor de las masas reunidas en la Plaza de Mayo, surgió a la vida pública argentina el movimiento peronista. Meses más tarde, el veredicto de las urnas condujo al líder del peronismo a la presidencia y desde allí llevó a cabo un vasto programa de redistribución de ingresos y reformas laborales.
Por los bienes que ponía a su alcance, por los derechos que consagraba, la gestión de Perón promovió una incorporación sin precedentes del mundo del trabajo al cuerpo social y político del país.
Visto en perspectiva, el desenlace del 17 de Octubre despejó la vía para que, por medio de un poder crecientemente autoritario, los trabajadores accedieran a niveles de bienestar material y de protección social igualados por pocos países en el mundo.
Los diez años transcurridos bajo el signo de la justicia social dejaron en ellos una huella indeleble que habría de asegurar larga vida a sus lealtades peronistas y se prolongaría en un corolario crucial.
En el curso de una sola generación arraigó entre los trabajadores, ese subproducto psico-social que se conoce como el nombre de “expectativas crecientes”. Esto es, las expectativas de que mañana se tendrán más cosas que hoy y que es inconcebible dejarse arrebatar el terreno ya conquistado. A partir de 1956, esa formidable premisa galvanizó el estado de movilización de los trabajadores y levantó así una barrera contra la sustentación en el tiempo de tentativas política y socialmente regresivas.
En el último tramo del siglo XX, los cimientos de ese mundo del trabajo experimentaron una gran conmoción.
Desde 1946, Argentina se había desenvuelto en el marco de lo que se conoce como una sociedad salarial y que tiene por eje la inserción de una mayoría de la fuerza de trabajo dentro de las garantías de los derechos laborales, la protección de la seguridad social, la estabilidad relativa del empleo. Por supuesto, ese panorama tuvo excepciones y con frecuencia sus contornos estuvieron más bien borrosos.
Sin embargo, con el paso del tiempo y a través de avances y retrocesos, esa sociedad salarial fue afirmándose. Y con ella fue afirmándose también la gravitación que ejercían sobre la vida económica y política los trabajadores organizados en grandes aparatos gremiales conducidos con mano férrea y pragmatismo por verdaderas burocracias sindicales.
Ese estado de cosas fue drásticamente alterado por el impacto de las reformas de mercado puestas en marcha en la década de 1990. Como consecuencia, las fronteras de la sociedad salarial se encogieron fuertemente; vastos sectores del mundo del trabajo quedaron fuera de ella, confinados a niveles de privación material y social inéditos.
La tendencia a la incorporación social que había acompañado, no sin ambigüedades y conflictos, la trayectoria del país perdió impulso. La fractura social que acabo de destacar diluyó la relativa homogeneidad del mundo del trabajo que por años le dio a la Argentina un perfil diferencial entre los países de la región. Y se multiplicaron también aquí las poblaciones marginales, con débiles o nulos lazos con la economía nacional, viviendo en una pobreza extrema y, a la vez, persistente porque se transmite de una generación a otra.
En los últimos 20 años, los efectos de la fragmentación del mundo del trabajo se hicieron visibles en dos planos.
El primero de ellos es el de la acción colectiva. En el segmento de los sectores más postergados surgió y echó raíces el movimiento piquetero. A su turno, en el segmento de los trabajadores formales asistimos a la reactivación del movimiento sindical. Entre ambas movilizaciones las relaciones fueron casi inexistentes; el movimiento piquetero se desenvolvió a espaldas del movimiento sindical.
El segundo plano es el del perfil de las demandas. Mientras que el movimiento piquetero reclamó políticas públicas de asistencia social, por medio de bolsas de comidas y programas de empleo mínimo subsidiados, el movimiento sindical cerró filas en la defensa de esos enclaves de bienestar obrero que son las obras sociales y en la resistencia a ser alcanzado por el pago del impuesto a las ganancias. Como reflejo de las asimetrías existentes dentro del mundo del trabajo, la distancia entre ambos tipos de demandas no ha podido ser más elocuente.
Durante largos años, los aniversarios del 17 de Octubre fueron la ocasión para que los trabajadores evocaran el puntapié inicial que los había proyectado a la conquista de un vasto repertorio de garantías laborales y beneficios sociales.
Ese patrimonio y las luchas organizadas para preservarlo tienen hoy en día un eco muy escaso en los campamentos de refugiados sociales montados en las periferias urbanas, donde un nuevo sindicalismo demanda, en nombre de los excluidos, compensaciones y derechos que los coloquen en un pie de igualdad con la situación más privilegiada en que se hallan los trabajadores formales.
Este programa de acción comporta toda una novedad porque aspira a romper con la tradicional asociación entre la protección social y el trabajo en relación de dependencia. Esa aspiración confirma sin rodeos la quiebra de la sociedad salarial que por décadas caracterizó la trayectoria de Argentina.
El viejo edificio de la CGT en la calle Azopardo ya no es el faro proletario de otros tiempos: su luz no llega hasta el tercero y el cuarto cordón del Gran Buenos Aires.
Publicado en Clarín el 16 de octubre de 2020.
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