La entrega del informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), en septiembre de 1984, fue acompañada de una masiva concentración en la Plaza de Mayo que reunía a casi todas las corrientes políticas.
El libro, Nunca más, y el Juicio a las Juntas, escribían una primera narrativa de la democracia, en una asociación perdurable con la memoria de los crímenes y los derechos de las víctimas. Desde el título mostraba que era más que un reporte de hechos y testimonios: producía un acontecimiento reordenador de las significaciones de ese pasado y al mismo tiempo se proponía como una toma de posición moral hacia el porvenir.
Las objeciones a la Comisión, inicialmente resistida por los organismos de derechos humanos y por la oposición peronista, no carecían de fundamento: sus miembros no tenían autoridad para interrogar a militares o policías, tenían un plazo limitado y sólo debían investigar el destino de los desaparecidos sin la posibilidad de abarcar el conjunto de la maquinaria represiva.
Sin embargo, a partir de su propia acción, la Comisión fue capaz de recibir el apoyo de casi todo el movimiento de derechos humanos, que impulsaron los testimonios, aportaron sus archivos y colaboraron con el trabajo en las provincias.
Aunque tenía su origen en el Estado, en una decisión del Ejecutivo, los más importante de su acción venía de la sociedad, a partir de ese trabajo previo que era lo mejor que habían hecho las organizaciones de defensa de los derechos humanos: la relacion directa con las víctimas y la visibilidad que otorgaba a quienes hablaban por ellas.
Esos resultados no se conseguían (y probablemente nunca se hubieran podido conseguir) por la acción directa de un Estado que, más allá de los cambios en las cúpulas, mantenía muchos de los rasgos y el personal que había acompañado la gestión de la dictadura. Difícilmente ese Estado hubiera sido capaz del trabajo arduo, sostenido y eficiente que se llevó a cabo y que, más allá de los desacuerdos iniciales, era la continuación de lo que los organismos de los derechos humanos, en su momento más virtuoso, habían comenzado en los años anteriores.
Aunque Menem indultó a los jefes militares y a los guerrilleros bajo proceso en diciembre de 1990, no rechazaba las verdades surgidas del Informe de la CONADEP ni el lugar simbólico del Juicio. Proponía un camino diferente, no la justicia retroactiva sino los indultos como un camino hacia la “reconciliación”. Y ese propósito se extendía hacia el pasado, hacia las guerras intestinas del siglo XIX y los orígenes de una visión fracturada de la nación: en septiembre de 1989, llegaban a Buenos Aires los restos de Juan Manuel de Rosas.
Después de la gran crisis de 2001 se hacía evidente una debilidad de origen en el comienzo del ciclo democrático, que no había estado sustentado en un pacto sustantivo de las fuerza políticas mayoritarias. Néstor Kirchner volvió a poner la acción de la Justicia en el centro de la escena, pero en las formas prácticas de recuperación del pasado se consolidaba un escenario de confrontación política e ideológica que arrastraba las representaciones del pasado y que no hará sino profundizarse en los años siguientes.
Las visiones partisanas de los derechos agraviados y las viejas luchas no nacían ahí, pero ahora quedaban refrendadas desde la cúpula del Estado.
Al cumplirse treinta años del golpe militar, en 2006, una decisión ejecutiva incluía un nuevo prólogo del Nunca más, firmado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Pretendía ser una intervención rectificadora sobre un párrafo del Prólogo original que reiteraba una representación bipolar de la violencia política, el enfrentamiento entre dos terrorismos, de izquierda y de derecha, una figura que muy común en los años previos a la dictadura, sobre todo cuando las organizaciones guerrilleras decidieron, en 1973, continuar combatiendo contra un gobierno constitucional.
Pero la novedad mayor del nuevo prólogo residía en que pretendía establecer una clave explicativa económica completamente ajena al Informe, que se limitaba a proporcionar testimonios y evidencias de los crímenes: “la dictadura se propuso imponer un sistema económico de tipo neoliberal”, decía.
No proponía un debate sino que buscaba suprimirlo y fijar un relato oficial o una “memoria impuesta” (Paul Ricoeur), justamente en tiempos en que se abría una discusión pública sobre las condiciones históricas y las responsabilidades de la insurgencia armada en el ciclo de la violencia política que desembocó en la dictadura.
Esa visión miliciana de las luchas se trasladaba a una acción política que invocaba los derechos humanos como una bandera táctica, sin un real compromiso con el principio fundante de los derechos fundamentales y para todos. Y enchufada a los privilegios y prebendas en el Estado contribuyó al desprestigio de la cuestión de los derechos humanos en la sociedad. Así llegamos al oscuro presente.
El noble ideal de la justicia igualitaria y los derechos y garantías constitucionales como un proyecto (o una utopía si se quiere) que refundaría la sociedad y el Estado hoy es parte de una coyuntura olvidada. Aunque siempre es posible soñar con que ese origen pueda ser reactivado en su capacidad movilizadora para otra idea de la justicia, abierta a la realización positiva de la equidad y las libertades.
Publicado en Clarín el 30 de septiembre de 2024.
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