Como para confirmar su carácter cíclico y espasmódico el Congreso está discutiendo, en estos días, una ley penal juvenil.
Recurrente y plagado de omisiones y malos entendidos este debate tiene una historia. Historia que resulta una perspectiva obligada cuando está de por medio la cuestión de los derechos. Esto es así, porque, a contrario sensu, ignorar el origen histórico de un derecho (o sea naturalizarlo) es el primer paso para perderlo.
De aquí en adelante seré esquemático.
La Argentina ratifica la Convención Internacional de los Derechos del Niño (CIDN) en 1990. Este momento coincide con el comienzo, en toda América Latina, del proceso de derogación de toda la legislación menorista tutelar-represiva aprobada entre 1919 (Ley Agote 10.903 de Argentina) y 1939 (fecha de aprobación del ultimo código de menores de la región en Venezuela).
Entre 1990 y 1995, más del 80% de los países de la región aprobaron leyes de responsabilidad penal juvenil (RPJ) en consonancia con la CIDN.
Absolutamente nada paso en la Argentina en ese momento y no es de extrañar. El responsable de la política pública para la infancia del periodo menemista, afirmaba públicamente sin sonrojarse, que la ley de patronato, ley Agote de 1919, era infinitamente superior a la CIDN.
¿Pero qué sentido tuvo esta ley para merecer este elogio? Para entenderla cabalmente, hay que retrotraerse unos años hacia atrás hasta la aprobación de la ley 4144 de 1902. La ley de Residencia, la más infame de las leyes argentinas. Una ley que permitía expulsar sin intervención judicial a los inmigrantes indeseables. Indeseables obviamente para los dueños de un país donde los inmigrantes eran casi el 50% de la población. Diez y siete años después estos inmigrantes indeseables empezaron a tener hijos, tan “indeseables” como sus padres, pero nacidos aquí y por ende no susceptibles de expulsión del territorio nacional. La ley Agote, fue entonces una ley para los pobres, hijos de los extranjeros indeseables. Una ley diseñada para expulsar compulsivamente la pobreza infantil hacia el interior de las instituciones. La declaración del estado de abandono por pobreza fue su caballito de batalla.
Brasil fue pionero en 1990 de una reforma que aprobó un régimen de responsabilidad penal juvenil en perfecta línea no solo con la CIDN sino también con la Constitución Federal de 1988 que declara en su artículo 228 a los menores de 18 años exentos de responsabilidad criminal (inimputables en términos de política criminal, pero responsables penalmente conforme un régimen penal especial).
Así se sucedieron una a una estas reformas en América Latina.
Mientras la imputabilidad penal fue fijada a los 18 años en todos los países de América Latina, Argentina y Cuba fueron la excepción. En ambos casos, la imputabilidad penal (es decir, su tratamiento como adultos), se estableció a los 16 años y un tratamiento tutelar represivo discrecional por debajo de esa edad. Así lo más perjudicados, ya que podían ser reprimidos sin garantías, fueron paradójicamente los inimputables.
A fin de evitar la continuidad de un debate estéril cuyo ejemplo paradigmático es la Argentina, es necesario tener una concepción laica y no ontología de los conceptos de imputabilidad e inimputabilidad (dos caras de una misma moneda).
Una concepción desvinculada de supuestas características intrínsecas del sujeto y vinculada si a decisiones de política criminal adoptadas por el legislador. Una concepción laica y descarnada de la política criminal.
En este contexto debería entenderse fácilmente el carácter de inimputables (es decir, su no tratamiento como adultos) de los menores de 18 años, pero su carácter de responsables penalmente en los términos de una legislación especial.
Así en todos los países de América Latina (menos en Cuba y Argentina como ya se afirmó) la responsabilidad penal comienza entre los 12 años (Brasil), 13 (Uruguay) y 14 años para el resto de los países. En todo caso, a los 18 años resultan penalmente imputables. Si habrá diferencias entre la responsabilidad y la imputabilidad penal que en el caso de Brasil y Uruguay la pena máxima es de 3 y 10 años para los menores de 18 años y de 30 años para los mayores de es edad.
Otra vez la Argentina constituye un caso aparte. En la Argentina se organizó una feroz resistencia corporativa-ideológica al proceso latinoamericano de reformas de los 90.
Raúl Zaffaroni “padre del progresismo latinoamericano” lidero a los jueces de menores con el burdo y sobre todo falso argumento de que RESPONSABILIDAD PENAL EQUIVALIA A IMPUTABILIDAD PENAL.
Curiosamente este argumento fue asumido a pie juntillas, especialmente por los extremos del arco ideológico. Suerte tuvo Zaffaroni en encontrar tanto incauto en su camino.
Obviamente de las dos incongruencias, la que se lleva las palmas es la del auto percibido progresismo.
Apenas comenzó el debate en el senado de la nación en torno a un proyecto de responsabilidad penal juvenil en el año 2007, el “progresismo” se abroquelo en un infantil movimiento de NO A LA BAJA y califico al proyecto en la materia, aprobado finalmente por unanimidad en el senado en el año 2009, como un proyecto de baja de edad de la imputabilidad.
Este mismo sector es el que reclama hoy en día una ley de RPJ con garantías. En otras palabras, el progresismo, al aceptar e incluso pedir una RPJ, parece estar reclamando, si nos atenemos a su propia falacia de la que ha quedado prisionero, una baja ligth de la imputabilidad para los menores de 18 años.
Volviendo al punto del proceso de reformas de los 90 en América Latina, veamos más de cerca que sucedió en la Argentina.
Durante 86 años, desde 1919 hasta el 2005, ninguna reforma legal democrática ocurrió en la Argentina (la excepción la constituye obviamente el decreto 22.278 de la dictadura de 1980, que el propio Zaffaroni no se cansa de alabar públicamente).
En el año 2005, el congreso argentino aprobó la ley de protección integral de la infancia 26.061. Una excelente ley que hasta el día de hoy genera fuertes resistencias corporativas.
Dicho sea de paso, la historia muestra que nuestro Congreso aprueba las mejores leyes en épocas de hegemonías no dirimidas (duhaldismo y kirchnerismo en ese momento).
Por el contrario, cuando una hegemonía se dirime el nuevo hegemónico tiende a IR POR TODO. ¿Hacia dónde?, parece ser lo de menos.
Pero a pesar de la derogación de la ley Agote en el 2005, la misma continúo siendo un cadáver insepulto ya que al no derogar el decreto 22.278 su artículo 4 reproduce en forma sintética y condensada toda la ley Agote. Un artículo que permite en pocas palabras la plena y discrecional intervención punitiva por debajo de la edad de intervención penal sin límites ni garantías.
La mayor parte de las veces esta intervención punitiva pretende legitimarse, paradójica e irónicamente, con motivos de carácter social tutelar.
Todos los proyectos que se discuten hoy en la cámara de diputados (con excepción del proyecto de la Coalición Cívica y el de la diputada Roxana Reyes, incurren en ese “error técnico”.
La falacia con la que se organizó la resistencia a los proyectos de RPJ, es decir, considerando la RPJ como sinónimo de baja de edad de la imputabilidad, ensucio completamente las posibilidades de un debate serio todos estos años. En este rio revuelto han pescado y siguen pescando los inescrupulosos de uno y otro lado.
Mientras no resolvamos esta trampa conceptual que nos legó Zaffaroni seguiremos dando vueltas en círculos una y otra vez hasta naufragar.
Para terminar, vuelvo a insistir aquí con una posible explicación de este absurdo político y jurídico: el trauma del progresismo con la cuestión penal y la seguridad.
SUCEDE QUE LA REPRESION ILEGAL DURANTE LA ULTIMA DICTADURA MILITAR FUE TAN BRUTAL Y DESMESURADA (INCLUSO COMPARADA CON LAS OTRAS DICTADURAS DE LA REGION) QUE UNA PARTE DEL PROGRESISMO NO ACIERTA, HASTA EL DIA DE HOY, A DESARROLLAR SIN CULPA UN PLANTEO SERIO Y DEMOCRATICO PARA LA REPRESION LEGAL DE LOS COMPORTAMIENTOS SOCIALMENTE INDESEABLES.
Mientras no se enfrente con sinceridad y seriedad este “simple” dilema estaremos condenados a mantener vigente la solución jurídica ideada por el mayor genocida de la historia de América Latina: Jorge Rafael Videla. Y lo que es peor con el apoyo vergonzante de una parte del “progresismo”.