Ya desde su asunción que Javier Milei viene dando señales bastante equívocas al mundo desarrollado y democrático al que, dice, desea reintegrarnos.
Por un lado, se abrazó a sus compañeros de fe, los referentes de la derecha populista global, invitando a la ceremonia del 10 de diciembre pasado a Jair Bolsonaro y su familia, a Viktor Orban y varios otros exponentes de un espacio cargado de ideas nacionalistas, aislacionistas y que en términos prácticos se ha mostrado muy dispuesto a colaborar con regímenes autoritarios como los de Rusia y China.
Recordemos que Bolsonaro fue, durante su presidencia, un firme aliado de Putin y Xi Jinping en Latinoamérica, y Orban sigue siendo el único que tiene el primero en Europa. Al mismo tiempo, Milei se ocupó de darle relevancia a la presencia de Vladimir Zelensky en esa ceremonia, recibiéndolo en la Casa Rosada.
En un giro importante con respecto a la gestión anterior, se reconoció, tanto en la guerra entre Ucrania y Rusia como en el conflicto entre Israel y Hamás, el enfrentamiento planteado en nuestros días entre el occidente democrático, donde la Argentina quiere definitivamente inscribirse, y los autoritarismos que promueven el terrorismo y la violencia como método para resolver los conflictos internacionales.
Esa ambigüedad del presidente se volvió aún más problemática en su visita poco después a Davos: usó la palestra que allí se le ofreció para bajar línea doctrinaria, reclamar un lugar entre los ultraliberales planetarios, y no para promover inversiones en el país ni para facilitar las gestiones de su gobierno con organismos internacionales y otras administraciones, en particular las de Estados Unidos y Europa, todos los cuales fueron denostados en los peores términos imaginables en su intervención.
Ahora pareciera que su desempeño internacional va camino a descarrilarse del todo: Milei anunció su voluntad de participar como orador estelar en el encuentro del grupo más representativo y virulento del trumpismo republicano, la Conferencia de Acción Política Conservadora que tendrá lugar la semana que viene en Washington.
Expondrán, además del propio Donald Trump, su exasesor Steve Bannon, Santiago Abascal, presidente de Vox, Nigel Farage, líder del Partido de la Independencia del Reino Unido y promotor del Brexit, otros políticos ingleses y europeos, así como una poblada tropa de republicanos.
Casi ninguno de ellos con responsabilidades públicas en la actualidad: el único no norteamericano que pondrá la cara ahí y sí ejerce un cargo público, y nada menos que como presidente de su país, será Milei. Lo hará, encima, en el momento menos indicado. Justo cuando está en su punto más álgido el enfrentamiento en el Congreso norteamericano entre demócratas y republicanos moderados de un lado, y trumpistas del otro, por el apoyo a Ucrania.
Las complicidades entre Trump y Putin están al rojo vivo por las declaraciones del primero en contra de la OTAN y la muerte en prisión de Alekséi Navalni. Por eso, la Argentina necesita toda la buena voluntad que pueda conseguir de la administración demócrata para salvar la travesía del desierto que emprendió para ajustar su economía, y visita Buenos Aires, si es que no cancela el viaje el secretario de Estado de Biden, Antony Blinken.
Difícil que hubiera podido Milei elegir un peor momento para ir a abrazarse con quienes desde Estados Unidos más vienen contribuyendo a debilitar la colaboración entre los países democráticos del globo, planteando que el verdadero problema a resolver vendría a ser una supuesta guerra civil cultural que estaría dividiendo a esos países, y que como ya se ha visto en infinidad de ocasiones, a quienes más beneficia es a los Putin de este mundo.
Sin querer, Milei terminaría así contribuyendo a una visión de los asuntos internacionales que, en estos pagos, comparten solo el kirchnerismo y la izquierda trotkista: la idea de que Putin no es tan malo, y finalmente es mejor llevarse bien con él que colaborar con Ucrania, con Israel o con cualquiera que en Occidente se le plante.
Además, Milei correrá todos estos riesgos para encontrar muy probablemente pocas coincidencias reales con el trumpismo militante. Su celebración del estado mínimo, la iniciativa privada y la gran empresa, de la liberalización del comercio y las finanzas caerán en oídos sordos en ese grupo de fanáticos, que aboga por todo lo contrario: el nacionalismo y el proteccionismo económico, un Estado interventor muy activo y agresivo contra las grandes empresas, a las que se tiene por agentes disolventes de la comunidad nacional y sus valores, y el retiro de Estados Unidos de los organismos que promueven y sostienen la integración económica internacional.
La gestión de nuestros asuntos externos parece regirse por una suerte de división del trabajo entre el presidente, que hace diplomacia ideológica y con los tonos más elevados y extremistas, y la Cancillería, que sigue una línea más pragmática, intentando recomponer lazos dañados durante la anterior administración, pero que también tiene que lidiar con los que insiste en dañar el actual presidente.
Esta situación reviste de todos modos una gran ventaja sobre la que padecimos con Alberto Fernández y Santiago Cafiero, porque entonces ambos, tanto el presidente como el canciller, se dedicaban a lo mismo, tejer lazos solo con los amigos, con los gobiernos que les eran afines, en general los más autoritarios del planeta, y meternos en problemas con todos los demás.
Pero no deja de ser una inútil pérdida de tiempo y esfuerzo que tengamos una gestión tan manifiestamente contradictoria de nuestras relaciones exteriores, justo cuando más necesitamos que ella nos provea de los recursos y apoyos que internamente nos va a costar mucho o resultar imposible conseguir.
Publicado en www.tn.com.ar el 18 de febrero de 2024.