viernes 26 de julio de 2024
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El libro es mucho más que un simple objeto de mercado

“Derógase la Ley N° 25.542 de precio uniforme de venta al público de libros”. Así dice uno de los artículos del proyecto de ley designado con un título tan ambicioso como falaz: “Bases y puntos de partida para la libertad”. “¡Derógase!” Detrás de la formal, arcaica lengua legislativa aparece el gesto autoritario de quien nada debe explicar, de quien nada tiene que decir, que solo ordena revocar una ley cuya sanción fue resultado de un intenso y ejemplar proceso deliberativo. Una vez más la confusión, la creencia según la cual la obtención de una mayoría electoral, por definición provisional, por definición plural, por definición portadora de variadas emociones e ideas no solo otorga la legitimidad del acceso a un cargo, sino también la totalidad del saber sobre la totalidad de las cosas. Una vez más, el poder cree que no tiene que argumentar cada decisión, que haber ganado una elección significa tener la razón, una razón única, superior, incuestionable.

El intento de derogar la ley 25.542, conocida como “ley de defensa de la actividad librera” o “ley de precio de venta uniforme de los libros”, es un Aleph. Allí, en el brevísimo enunciado citado al inicio de estas líneas, se expresa una concepción del poder, se observan las consecuencias del desdén por la democracia y se manifiesta la idea principal que el gobierno que asumió el pasado diez de diciembre tiene respecto de lo que debe ser –o no ser– la sociedad.

¿Qué es la ley 25.452 y por qué el Gobierno se propuso derogarla? Es un instrumento jurídico que establece que cada libro tendrá un único precio de venta en todo el país y que ese precio es establecido por el editor de la obra. Así, los diferentes intermediarios en la comercialización de libros no pueden competir entre ellos utilizando el precio –haciendo descuentos sobre el precio- como una variable para atraer a los consumidores. El propósito es evitar que los supermercados, las grandes superficies, las cadenas de librerías y las plataformas digitales desplacen a las librerías ofreciendo descuentos que aquellas no podrían dar a sus clientes. Los grandes jugadores no solo pueden hacer dumping, es decir, vender al costo o por debajo del costo, también pueden obtener condiciones de compra muy ventajosas respecto de las librerías.

Leyes semejantes existen en numerosos países. Dinamarca estableció el primer acuerdo de este tipo a mediados del siglo XIX. Alemania lo hizo en 1888, y convirtió un acuerdo interprofesional en ley en el año 2000, con el apoyo unánime de todos los bloques parlamentarios. Francia promulgó una ley a tal efecto en 1981. Legislaciones semejantes se aplican en casi todos los países de la Unión Europea (España, Portugal, Italia, Países Bajos, Austria, entre otros).

La ley 25.452 no tiene absolutamente ningún costo fiscal (no implica subsidios, subvenciones ni exenciones impositivas) y contribuye sustancialmente a la existencia y desarrollo de un robusto y diverso ecosistema del libro y la cultura escrita, conformado por autores, traductores, correctores, diseñadores, ilustradores, editores, distribuidores, libreros y lectores.

¿Por qué entonces el Gobierno se propuso derogarla? Simplemente porque es un instrumento que regula precios, lo cual alimenta la presunción de que se trata de un modo de cartelización para extraer rentas extraordinarias a los consumidores. Hay numerosas y sólidas razones teóricas que desmienten esa suposición, pero hay también, afortunadamente, pruebas concretas: el Net Book Agreement, que funcionaba desde 1900 estableciendo un único precio de venta para cada libro en Gran Bretaña, concluyó en 1995 cuando algunos de los grandes grupos editoriales se retiraron del acuerdo. Entre 1995 y 2000 el precio de los libros, a pesar de los descuentos ofrecidos sobre un número reducido de best sellers, aumentó un 8% más que la inflación. Entre 1995 y 2021 el número de librerías independientes británicas cayó casi a la mitad: de 1894 a 967. Pero hay más: una demanda presentada ante la Comisión de la Unión Europea que acusaba a este tipo de leyes de cartelización fue descartada en abril de 2002 al cabo de una exhaustiva investigación llevada a cabo por un órgano particularmente reactivo ante eventuales manipulaciones del mercado.

La pretensión de derogar la ley de precio uniforme de los libros de un modo inconsulto permite ver los vicios de los instrumentos con los que el Ejecutivo se presentó ante la sociedad: tanto el decreto de necesidad y urgencia como el proyecto de ley afectan una inmensa cantidad de cuestiones de las cuales los redactores de las normas lo ignoran todo o casi todo: actuaron de un modo dogmático y maniqueo, pero también, por eso mismo, contrario al principio democrático que funda en la deliberación la legitimidad de toda decisión que afecte los asuntos públicos.

El intento de derogar la ley es revelador de una idea central en la mentalidad gubernamental. Para poner esa idea a la luz habrá que asumir que la sospecha de los redactores de la norma es correcta, y que como resultado los precios de los libros son un poco más elevados de lo que serían en su ausencia. En esa lógica, el cierre de librerías sería una consecuencia de la mayor eficiencia económica. Pero algo se perdería con la desaparición de las librerías. Ese “algo” no es necesariamente un elemento romantizado, melancólico o propio de quienes no participan de la economía digital o la rechazan. No existe –salvo, una vez más, en las mentes dogmáticas– una antinomia entre el mundo físico y el mundo digital, sino una complementariedad. Si internet es un recurso inigualable para encontrar lo que se busca, las librerías son un espacio no menos extraordinario para descubrir, gracias a la tarea de selección, ordenamiento, exhibición y consejo de los libreros, aquello que no se busca y que amplía el horizonte intelectual o estético. “Debería decir –escribió el historiador Arnold Toynbee– que una librería no es simplemente un lugar donde se compran y venden cosas, sino que es un verdadero seminario de autoeducación para la comprensión del mundo”.

Las librerías son también la continuación del salón literario del siglo XVIII: un espacio en el que la cultura de la conversación, la que se tiene con los muertos pero también con los vivos, se prolonga en presentaciones de libros, mesas redondas o simplemente cafés. Es entonces un espacio de sociabilidad como no hay otro en la ciudad contemporánea, que propicia encuentros con textos y con personas, con ideas y experiencias, que inaugura o continúa conversaciones.

Pero la librería es algo más: es un tipo de comercio que hace ciudad, que agrega diversidad, mixidad, que promueve y a la vez se beneficia de un estilo de vida en el cual son valores la curiosidad y el conocimiento, pero también el entretenimiento y los usos variados del tiempo libre, en el que se aprecian los lazos sociales y el contacto con los diferentes. Las librerías “como café y como hogar”, según la bella fórmula de Jorge Carrión, se inscriben en la más antigua tradición de nuestra cultura. La falsa dicotomía –una más– entre librerías y plataformas expresa una mentalidad para la que nada de aquello que las librerías aportan a la vida social e individual resulta valioso.

Aun si los libros fueran más caros por la existencia de esa ley, ese supuesto sobrecosto tendría un nombre: civilización, aquello que hemos construido no con un afán crematístico sino para que la vida sea mejor. La civilización como acto de convivencia, de creatividad, de imaginación, de empatía y de solidaridad; como producción y como gasto, como conjunción de lo útil y lo inútil. Como un dispositivo que incorpora la dimensión mercantil de los vínculos pero no se reduce a ella.

El Gobierno trae así una novedad: propone sustituir la antigua e inútil dicotomía entre el Estado y el mercado, una falsa contradicción con la que nuestra sociedad nunca logró romper, por otra más falaz y más nociva: la dicotomía entre el mercado y la civilización. La repetitiva retórica presidencial se construye sobre la idea, única, según la cual no hay nada fuera del mercado. Cuando lo único que tiene valor son los intercambios mercantiles, cuando no es posible asignar valor a nada que carezca de precio, cuando se desconoce que, como escribió el filósofo político Michael Sandel, hay cosas que el dinero no puede comprar, lo que desaparece es la civilización. En el horizonte de un proyecto semejante no asoma la prosperidad sino la barbarie.

Publicado en La Nación el 4 de febrero de 2024.

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