I. Alguna vez se dijo que el Congreso es una caja de resonancia de las tensiones, los anhelos y las exigencias de la sociedad. La afirmación puede discutirse, pero en sus líneas más gruesas es verdadera. En una democracia representativa el pueblo, el soberano o como mejor quieran llamarlo, delega el poder en sus representantes, en este caso los legisladores. Puede que estos representantes no mantengan con sus representados una relación lineal, pero debemos admitir que con las complejidades del caso esa representación se cumple. ¿O acaso Ramiro Marra o Benegas Lynch no representan a los votantes de la Libertad Avanza? ¿O acaso Santilli, Ritondo o Fernando Iglesias no son representativos de los votos del Pro? ¿O acaso Rodrigo de Loredo, Tetaz o Barletta no representan a los votos radicales? ¿O acaso Zaracho, Yasky, Maximliliano Kirchner o Heller no representan los votos peronistas? Sostener entonces que los legisladores que hoy debaten en el Congreso leyes presentadas por el oficialismo expresan las diversas posiciones de la sociedad acerca de temas diversos en las que en mayor o menor medida estamos todos involucrados, no es una afirmación banal o retórica. Con las inevitables imperfecciones del caso, con los avatares propios de la política, incluyendo acuerdos y disidencias, presiones de intereses más o menos intensos, la democracia representativa funciona, incluyendo en este escenario a los episodios rayanos con la ilegalidad protagonizados por las alborotadas minorías de izquierda que se benefician de todas las garantías que brinda una república democrática y no se hacen cargo de ninguno de los deberes que esa democracia reclama.
II. No estoy de acuerdo con la denominada “ley ómnibus” propuesta por Milei, pero comparto el derecho que le asiste al presidente de presentarla al Congreso para su aprobación, rechazo o reforma. Disiento con una ley que incluye cientos de disposiciones, pero también disiento con muchas de esas disposiciones. ¿Mi disentimiento tiene alguna importancia? Para mi conciencia, seguramente sí, pero a los efectos de la realidad política sospecho que esa importancia es mínima, la opinión de un ciudadano, nada más y nada menos. Ahora bien, yo no soy el presidente de los argentinos; ese honor y esa responsabilidad le corresponde a Milei. Y mi primera obligación como ciudadano es reconocer esa legitimidad, una legitimidad que no es absoluta, aunque hasta la fecha no tengo noticias de que el flamante gobierno haya abusado de los atributos que le brinda la Constitución. A la “ley ómnibus” los legisladores oficialistas la defienden y sus opositores la critican. Hasta aquí nada que objetar, incluso el derecho que le corresponde a los peronistas de rechazarla en toda la línea, más allá de que estos opositores que ahora se indignan por las supuestas calamidades de la ley, son los principales responsables políticos del estado de postración en que dejaron al país, postración que en más de un caso creó las condiciones para que Milei sea presidente.
III. Si lo que dice la Constitución Nacional es cierto, es decir, que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes, debemos admitir que en la democracia se juega el juego de la democracia, esto quiere, decir que las acciones decisivas se despliegan en el marco de las instituciones y los legisladores no practican el axioma de “todo o nada”, sino que deliberan, debaten e intentan arribar a acuerdos posibles sin que nadie reniegue de su condición de oficialista o de opositor. Una verdad es necesario respetar: en democracia las decisiones se toman en los recintos parlamentarios y no en la calle. Y mucho menos en las penumbras de despachos donde acechan intereses privados. Por supuesto que existe el derecho a peticionar y el derecho a expresarse públicamente, pero creo innecesario añadir que ese derecho tiene límites. Ciudadanos expresando en la calle disidencias puntuales no son exactamente lo mismo que manifestaciones salvajes de quienes creen, como en el caso de los trotskistas, que de cualquier revuelta callejera nacerá la revolución social que arrasará con la burguesía y sus cómplices; o el populismo criollo, para quien “la calle” es el factor desestabilizante decisivo de los gobiernos que no son de su signo. Un viejo político español, que no era muy democrático que digamos pero ayudó mucho a consolidar la democracia, siempre decía cuando se mencionaba el tema de la calle: “Si yo soy gobierno, la calle es mía”.
IV. Un sector de la oposición integrado por el Pro, la UCR y el denominado “centro” han entendido que las transformaciones y reformas se gestan en el marco previsto por las instituciones y ese entendimiento no se confunde con sumisión o adhesión incondicional al gobierno de turno. Es previsible y razonable que a un gobierno que recién asume el poder la oposición le habilite sus iniciativas y, al mismo tiempo, le ponga condiciones e incluso corrija algunas de sus disposiciones. Insisto: así se juega a la democracia. Así se comporta una oposición democrática que no obstruye ni bloquea, pero tampoco se pone de rodillas ante la voluntad del amo o pretendiente a amo. El peronismo, por su parte, pareciera que ha optado por la disidencia absoluta. Está en su derecho a hacerlo, pero atendiendo los pormenores en más de un caso escandalosos de nuestra historia reciente, no está demás advertir que esa estrategia los coloca en el límite. Basta para ello escuchar las consignas destituyentes de sus simpatizantes para corroborar este punto de vista.
V. En la democracia como en la vida los antagonismo entre blanco y negro se dan en raras ocasiones, y en la mayoría de los casos cuanto esto ocurre no es lo más deseable para la salud de los pueblos. Después están la s paradojas que tanto le gustaba a Chesterton El presidente envía sus proyectos al Congreso, sus operadores políticos se esfuerzan por tejer acuerdos, pero al mismo tiempo Milei no vacila en injuriar a los opositores y, como para contribuir a la confusión general, los opositores más injuriados son los que estarían dispuestos a colaborar con él o por lo menos a no ejercer la oposición absoluta. A no sorprenderse: no sería ésta la primera vez que facciones políticas que representan a un electorado similar se peleen con un entusiasmo que no practican con sus adversarios más duros. Contribuye al asombro político los acuerdos o entendimientos que por debajo de la mesa el oficialismo teje con diferentes facciones del peronismo incluido el kirchnerismo. “Bondadosos con sus enemigos, implacable con sus amigos”, sería la consigna, una consigna que no disimula inquietantes e imprevistos giros políticos hacia un futuro no demasiado lejano. El gobierno se define como “libertario” pero su paradigma político es Menem, un político que ni en sus sueños y pesadillas más riojanísimas se hubiera imaginado integrando esa comparsa. También a un gobierno se lo conoce por sus silencios. En este caso el silencio espacial acerca de las trapisondas del kirchnerismo y en particular las de su jefa, cuya relación con Milei hasta el momento solo han sido sonrisas. “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”, cantaba Rubén Blades.
VI. “El pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”, reza la Constitución. Agregaría, con cierto toque de humor trágico, que si bien al pueblo en las democracias representativas no le está concedido el derecho a deliberar o gobernar, nadie les puede impedir el derecho a padecer los errores o las incompetencias de quienes deberían representarlo. ¿Pero usted no dijo al inicio de esta nota que el pueblo por lo general está bien representado? Sí, claro que lo dije, pero me permitiría observar a continuación que la política no es una ciencia exacta, por lo que los deslices entre “lo que debería ser y es” en estas repúblicas imperfectas, suelen repetirse con demasiada frecuencia.
Publicado en El Litoral.