De haber sido asesinado en Cuba, George Floyd sería uno más. Un negro abatido por la policía. Hansel Hernández “estaba robando piezas y accesorios de una parada de ómnibus”, según el Ministerio del Interior de Cuba. Lo persiguió una patrulla de la Policía Nacional Revolucionaria “a lo largo de casi dos kilómetros”. Le arrojó piedras a uno de los agentes. Disparos de advertencia y disparos de gracia. Lo mataron. Por la espalda, parece. Era negro, como Floyd, pero no era norteamericano. Los activistas y periodistas que denunciaron el hecho tras la tardía y poco creíble versión de la dictadura fueron puestos bajo arresto domiciliario.
Ocurrió casi un mes después de la muerte de Floyd, el 24 de junio. En Guanabacoa, no en Minneapolis. Lejos del radar del colectivo Black Lives Matter (Las vidas negras importan). La muerte de Hernández, de 27 años, no trascendió los límites de la isla, más allá de la convocatoria a movilizaciones contra la dictadura de Miguel Díaz-Canel, finalmente abortadas. Una muerte de segunda a los ojos de los que, en memoria de Floyd, ponen rodilla en tierra y decapitan estatuas. ¿Vale menos la vida de un negro cubano que la de un norteamericano, más allá de la indignación que provocan en todo el mundo la segregación racial y la violencia policial?
La doble moral del régimen comunista, denuncia la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), radica en “acallar en su suelo situaciones similares que condena de manera intensa cuando suceden en otros países». En Estados Unidos, especialmente, donde un incidente menor pasó a mayores. Menor por la forma, no por el contenido. Donald Trump en persona o la tropa que maneja su cuenta de Twitter compartió el video de un militante de su causa que ensalzaba la supremacía blanca. “Alza tu voz blanca”, gritaba desde un carrito de golf durante una marcha en The Villages, pequeña comunidad de Florida.
Trump, encantado con las leyendas Trump 2020 y America First, aprovechó la red social para agradecer el apoyo y vaticinar la derrota de los demócratas en las presidenciales del 3 de noviembre con un cálido presagio: “Caerán en otoño”. El retuit, dirigido a sus 82,5 millones seguidores, duró dos horas. Lo suficiente para contentar a su núcleo duro, enervar a sus detractores y borrarlo como si nunca hubiera existido. La excusa: no prestó atención al audio, sino al paisaje.
Luego retuiteó sin explicación alguna el video de una pareja que apuntaba con un rifle de asalto y un revólver a quienes exigían la renuncia de la alcaldesa demócrata de Saint Louis, Missouri, Lyda Krewson, de modo de emparejar los tantos. O de demostrar que son tan violentos unos como los otros y exonerar a los policías que se exceden. En ese Estado del cinturón maicero, crucial en elecciones indirectas, mataron a Floyd.
En medio de su desastrosa gestión de la pandemia, Trump soslaya la dimensión global del caso Floyd o, en todo caso, procura capitalizarla entre los suyos. Quizá para complacer a grupos minúsculos como los boogaloo bois, extremistas que enarbolan con camisas hawaianas la Segunda Enmienda de la Constitución, garante del derecho de posesión y portación de armas. Incidentes menores que pasan a mayores porque ocurren en Estados Unidos, no en Cuba. Paradójicamente, miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU a pesar de no respetarlos en casa.
Publicado en El Interín el 2 de julio de 2020.
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