Se cumplen, este lunes 30, cincuenta años del asesinato del general chileno Carlos Prats junto a su esposa Sofía Cuthbert, en la puerta del domicilio que ocupaba en el barrio de Palermo, aquí en Buenos Aires.
Fue una antesala del terrorismo de Estado: un complot urdido en las entrañas de la dictadura de Augusto Pinochet, con cobertura de la inteligencia estadounidense y complicidad de los servicios de inteligencia de la Argentina, en tiempos de gobierno constitucional presidido por Isabel Perón.
Habían pasado pocos meses de la muerte de Perón y las bandas parapoliciales de la Triple A se cobraban víctimas a mansalva. Decían que era en respuesta a los ataques de ERP y Montoneros, que golpeaban en su accionar terrorista, un fuego cruzado que tuvo a la sociedad civil como campo de batalla y se cobró miles de muertos y exiliados. Entre ellos, figuras de la política, el sindicalismo, la universidad, la cultura y la ciencia, empresarios, militares, diplomáticos, sacerdotes, abogados, periodistas, maestros y estudiantes, como lo recuerda el Informe Nunca Más, de la CONADEP, de cuya presentación se cumplieron 40 años en estos días:
“A los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”.
El magnicidio del general Prats y su esposa interpela la lectura de que se trataba de una guerra civil de carácter ideológico entre dos bandos. Había detrás -y por encima- una trama geopolítica y criminal más enrevesada y perversa de larga data, que se impuso sobre las sociedades latinoamericanas y permeó en ellas demoliendo su institucionalidad y ahogando en sangre las luchas sociales y políticas. Para ello, las camarillas que se alzaron con el poder tenían que acabar con los factores de moderación y control que podían entorpecer o cuestionar sus propósitos.
Una curiosidad histórica lo ejemplifica. Tuvo como protagonista al general Juan Enrique Guglialmelli, un alto jefe militar argentino con protagonismo en los años 60, y a la vez un intelectual en los temas de defensa y las relaciones internacionales, quien sufriría en carne propia los efectos del terrorismo de Estado antes de que se instalara la última dictadura: dos de sus estimados amigos, los generales Carlos Prats, el ex jefe del Ejército chileno leal al presidente Salvador Allende, y Juan José Torres, ex presidente de Bolivia derrocado por el general Hugo Banzer, fueron asesinados en Buenos Aires poco antes de encontrarse con él.
Recordará la profesora Ana Jaramillo, que trabajaba junto a Guglialmelli en la revista Estrategia entre 1973 y 1976, esos trágicos episodios: “Vivimos juntos la ansiedad, la zozobra y el desconsuelo cuando esperábamos al general chileno Carlos Prats, ex vicepresidente de Allende, que nunca llegaría a la entrevista. El 30 de setiembre de 1974 lo habían asesinado junto a su mujer. Había comenzado la integración de la complicidad del Plan Cóndor. Lejos estaba ya la Doctrina de Seguridad vinculada al desarrollo. Era la Doctrina de la Seguridad a secas. Allí volvimos a sentir lo mismo cuando asesinaron al general boliviano Juan José Torres el 2 de junio de 1976. También tenía una cita con Guglialmelli…”.
En sus Memorias, publicadas póstumamente en 1985 por sus hijas y el editor Jorge Barros, el general Prats se refería a una “democracia condicionada” por el débil compromiso democrático de algunos sectores nacionales, y dejaba planteada la necesidad de una nueva síntesis cívico-militar, capaz de integrar a las FF.AA. al destino del resto del país, sacándolas de su enajenada posición como compartimento estanco. De acuerdo a sus palabras finales, solamente “el sol de la convivencia cívica logrará disipar la espesa niebla que cubre el campamento’. Sólo la plena subordinación de las FF.AA. a un nuevo y más responsable poder civil democrático podrá curar las profundas heridas dejadas por esta tragedia nacional”. Evocaciones, anhelos y advertencias que perduran hasta nuestros días.
Como el prólogo del Informe de la CONADEP, firmado por Ernesto Sabato, en septiembre del ’84: “Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el periodo que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Únicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado”.
PUblicado en Clarín el 28 de septiembre de 2024.
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