viernes 19 de abril de 2024
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El Futuro no es lo que era

Ese era el título de un libro que recogía un diálogo entre el director-fundador del diario El País de Madrid, Juan Luis Cebrián, y el Presidente del Gobierno de España por 14 años, Felipe González, publicado en el inicio del siglo.

Más aún, ese título define muy bien la realidad de hoy, cuando la pandemia y la guerra han impactado en la evolución de dos dimensiones clave que distinguen los asuntos globales de las últimas décadas: la democratización de los sistemas políticos – al concluir  la Segunda Guerra apenas una docena de países contaban con gobiernos elegidos mientras que a finales de la década pasada la mitad de la población mundial vivía en países con gobiernos surgidos de la voluntad ciudadana- y la globalización económica -en los años cincuenta del siglo pasado el comercio global era menos de 20% del PBI mundial y el año pasado representó más de la mitad de la producción generada en el mundo- que permitió reducir la pobreza, aunque no la desigualdad, de la mitad a menos de 10% de la población global en las últimas cinco décadas.

Declarada la pandemia, todos los gobiernos reaccionaron prontamente ante la emergencia sanitaria, pero, en muchos casos, lo hicieron con severos costos en términos de calidad institucional y libertades individuales.

Además de su dimensión sanitaria -con más de 560 millones de casos verificados, un número superior a los 6 millones de fallecidos registrados y las incontables personas afectadas psicológicamente-, con el derrumbe de la actividad económica originada en la cuarentena – y su  repercusión negativa sobre el empleo, la pobreza extrema que el Banco Mundial estima se incrementa este año en 100 millones de personas y la desigualdad- se alimentaron los miedos individuales y las incertidumbres sociales.

Estos temores dieron impulso a una mayor insatisfacción social que la evidenciada por las secuelas de la crisis financiera del 2008 y, junto a una creciente desafección política, han minado la confianza ciudadana en las instituciones.

Por su parte, la guerra desatada por la invasión de Rusia a Ucrania – que impugna de raíz las reglas e instituciones que limitan la acción de los estados, más allá de su poder relativo, convenidas desde el fin de la Segunda posguerra- pone punto final al orden global centrado en EEUU, surgido con la caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética.

Adicionalmente, la agresión del Kremlin de febrero de este año pone en pausa la incipiente recuperación económica en la post pandemia y, por los aumentos en los precios de los alimentos y la energía, profundiza la presión sobre el peor evento inflacionario en décadas a nivel mundial, disparado por las políticas anticíclicas implementadas por los gobiernos a causa del virus.

De allí que la combinación de las derivaciones de la pandemia y las consecuencias de las acciones de guerra rusa en Europa, conducen a afianzar la “recesión democrática” en varias regiones, acelerar la reconfiguración geopolítica del planeta y, al reformular las cadenas globales de valor, a desacelerar la dinámica de la globalización económica.

En este contexto, nuestra región sobrellevó mal la pandemia – de la cual fue su epicentro- ya que, con menos del diez por ciento de la población global, da cuenta de cerca de 30% de los fallecidos en el mundo. Además, la caída del ingreso por habitante provocó que uno de cada tres latinoamericanos se encuentre en situación de pobreza y que hoy enfrentemos una reducción en la esperanza de vida de casi tres años, el doble del impacto global promedio.

Así, en un mundo que por la Pandemia sufrió el mayor retroceso en libertades en tiempos de paz, y que verificó por primera vez una caída en el Índice de Desarrollo Humano desde que la ONU lo presentó hace treinta años, América Latina afronta el nuevo tiempo con su mochila histórica de ser la región más desigual y violenta del planeta.

Y por casa, ¿cómo andamos?

Hasta que Venezuela se convirtió en una “democradura”, solo Cuba y la Argentina integraban   la lista de los países que podían patentizar un retroceso económico en relación al resto de las naciones de la región.

En nuestro caso, ese retroceso es consecuencia de la falta de un patrón productivo que pudiera reemplazar la estrategia de industrialización sustitutiva de importaciones que se agotó a mediados de los años setenta. Así, el pobre desempeño económico – un crecimiento por habitante apenas superior al 1% anual entre 1980 y 2020- hizo que la Argentina se desplomara del puesto 25 al 60 en el ranking mundial de los países, medidos por la riqueza por habitante.

Ese derrotero declinante se habrá consolidado en este periodo presidencial, ya que al final de su mandato, los argentinos, en promedio, seremos más pobres que al inicio de la gestión del Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner.

A ello contribuyó una mala gestión oficial de la pandemia. En efecto, la caída de la actividad económica fue el triple del promedio mundial en 2020, según los datos del FMI, y el incremento de la pobreza en ese año fue tres veces el promedio registrado en América Latina, según la CEPAL.

Así, con la única esperanza de que el máximo logro del sexto gobierno peronista elegido popularmente desde la inauguración democrática de 1983 no empeore la muy delicada situación hoy vigente, el principal desafío de la próxima Administración es iniciar un camino -seguramente difícil y complejo- que siente las bases de un crecimiento sostenido y sostenible, tanto en términos económicos, como sociales y ambientales.

Ese proyecto de superación de la decadencia empieza por rechazar la cultura de la restauración, por demás extendida, a través de la cual es posible retornar a algún momento idealizado del pasado que, por cierto, será distinto según la pertenencia ideológica, la preferencia política o el interés sectorial de quien sea portador de esa engañosa ilusión.

En nuestro país, la posibilidad de superar la crisis en este nuevo tiempo de post pandemia y guerra en Ucrania, está dada por la evolución de los asuntos globales y, muy especialmente, por la capacidad del sistema político de afirmar reglas de juego aceptadas y compartidas por los ciudadanos.

Esa definición de las reglas de comportamiento debe aceptar el desafío de convivir con un contexto global signado por la volatilidad, la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad – el “entorno VICA” del acrónimo citado con creciente frecuencia-, para lo cual, por ejemplo, completar el proceso de acceso a la OECD -que fomente las “buenas prácticas” – y la concreción del acuerdo UE-Mercosur son algunos de los elementos decisivos y determinantes.

En relación a las reglas de juego, existe evidencia empírica de la directa relación entre la fortaleza de las instituciones y los resultados económicos. De allí, la relevancia de consolidar un dispositivo institucional asentado en tres soportes básicos: la columna democrática con elecciones libres y limpias; el pilar liberal que garantice derechos individuales para todos los ciudadanos y, especialmente, a las minorías y, también, el soporte republicano que asegure la independencia de los poderes, el control recíproco y la rendición de cuentas.

Sólo sobre estas bases será posible construir una nueva mayoría social que, en el ejercicio de su responsabilidad histórica, sea capaz de dotarse de la fuerza política suficiente para llevar adelante un programa integral de cambio que, además de superar el estancamiento e iniciar un camino para reducir la pobreza, afirme los valores de la igualdad y la libertad.

Una versión reducida de este texto se publicó hoy en Clarín.

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