sábado 21 de diciembre de 2024
spot_img

El ejercicio del derecho a la educación afectado por el Covid-19

La educación institucionalizada en sistemas escolares, denominada educación formal, constituye una de las características de las sociedades contemporáneas. En la distribución del saber escolar entre la población se identifica el núcleo formativo de uno de los derechos humanos fundamentales: el derecho a la educación. Éste constituye una garantía de desarrollo humano y social. La educación como derecho ocupa un rol destacado en su reconocimiento internacional como parte de los derechos humanos y también en el marco de los Estados. El derecho a la educación hace referencia no sólo a un derecho de las personas a recibir educación sino también implica obligaciones específicas que refieren a su respeto, promoción, garantía y realización por parte del Estado. Más allá de toda discusión sobre las definiciones conceptuales y materiales del contenido del derecho a la educación, los sistemas nacionales de escolarización constituyen el indicador más notorio de este derecho humando, y la expansión, acceso y alcances de la educación formal conforman proclamas igualadoras consensuadas entre los países y las personas, por encima de las diferencias sociales, ideológicas y culturales.

Ahora bien, este derecho requiere asimismo identificar las implicancias formativas que en cada sociedad tiene el ejercicio de este derecho. En función de los principios de igualdad de reconocimiento y de redistribución y de equidad, podría pensarse que en un plano pedagógico, o sea en la formación de las personas, este derecho adquiere diferentes significados de acuerdo con el nivel educativo que se tome en consideración.

Esta organización escolar se vio modificada a partir del mes de marzo de 2020. Al igual que un siglo atrás, debido a la pandemia del Covid-19, los recursos no farmacéuticos se han impuesto: el encierro de la población en sus hogares, y la higiene con agua y jabón. A pesar de esta semejanza con el pasado, se ha generado de forma abrupta una situación excepcional: el cierre de las clases presenciales en todos los niveles de la amplia mayoría de los países del mundo, debido a que se supone que de esta forma se reduciría el contacto entre las personas y así se interrumpiría la transmisión del virus. Se trata de una situación crítica de alcance global.

Vale destacar que la obligatoriedad escolar ha sido instrumentada gradualmente en el mundo occidental desde el siglo XIX. Desde entonces comenzó a extenderse por todo el mundo y alcanzó a la educación infantil y a la secundaria básica y superior. En tal sentido, pueden identificarse algunos antecedentes que han afectado a algunas regiones o países del mundo en anteriores epidemias (cólera, tifus) o pandemias (la gripe de 1919-1920), en los cuales se implementaron diferentes cierres escolares denominados reactivos o proactivos. En los primeros se dispone el cierre por haberse identificado personas infectadas en la institución escolar; en los segundos, en cambio, el cierre del establecimiento educativo se realiza para evitar la propagación de enfermedades, lo cual constituye en sí mismo una de las herramientas más disruptivas aplicadas a la educación formal desde que ésta se volvió obligatoria. Cuando el cierre afecta a la educación no obligatoria (nivel secundario superior, en algunos países, y educación universitaria) abarca al conjunto de la población joven adulta también y con ello restringe de manera notoria el acceso a la formación de la mayoría de la población de un país, por establecerse un distanciamiento social forzoso como mecanismo de aislamiento para prevenir la expansión de la pandemia.

Este último tipo de cierre, uno de los mecanismos más poderosos de intervención no farmacéutica, ha sido el dispuesto por los países a partir de marzo de 2020. Esta decisión no sólo restringe el acceso a la educación formal sino que además posee el riesgo de afectar a la nutrición de los estudiantes (debido a que en muchos países la población escolar recibe alimentación diaria en las instituciones educativas) y su salud puede verse afectada debido al aislamiento forzado, dispuesto a través de los cierres proactivos de los sistemas escolares de alcance masivo, más aún cuando se interrumpe la cadena de distribución de alimentos por el cierre de otros sectores y servicios.

Son escasas las investigaciones médicas que han analizado los efectos del cierre de establecimientos de educación formal sobre la expansión de pandemias; de igual modo ellas evidencian poco consenso acerca de los beneficios de estas medidas no farmacéuticas. Es más, también ponen en discusión sus costos, en términos de la salud mental de las personas y en los efectos nocivos para la alimentación de los estudiantes que asisten a la escuela y que reciben allí su ración diaria de comida. Es una decisión que tiene implicancias para el futuro ya que ante una situación de pandemia cabría planificar con mucho cuidado la reapertura de los establecimientos escolares en función de los resguardos de bioseguridad necesarios para disponer el retorno de la comunidad educativa a las instituciones y a sus espacios físicos que son comunes para estudiantes, docentes y personal administrativo.

La situación actual es diferente a la de épocas anteriores sobre todo por las dimensiones globales que adquirió el cierre de la educación formal. Ello constituye una decisión no planificada y que llevó a los gobiernos a apelar a modalidades de enseñanza a distancia para evitar que se interrumpan los ciclos lectivos (con las diferencias entre los hemisferios norte y sur de acuerdo con esta época del año). En un informe de UNESCO, de abril del corriente, se señala que durante las semanas posteriores al inicio de la interrupción de las clases presenciales, la cantidad de personas que ha sido alcanzada por el cierre de los sistemas escolares creció de forma exponencial: el 4 de marzo había 300 millones de alumnos/as impactados/as en una veintena de países; en menos de un mes la cifra ascendía a 1.500 millones los estudiantes desde primaria a universitarios que están fuera de las aulas en 188 países. Lo cual constituye casi el 90 % de la población estudiantil del mundo; a los que hay que sumar 60 millones de profesores.

Con este panorama, los gobiernos han convocado a las instituciones educativas de todos los niveles a continuar con las tareas de enseñanza a través de la educación a distancia para así garantizar la continuidad de los estudios en esta emergencia. Esta convocatoria ha generado diferentes consecuencias tanto entre el profesorado, como entre los estudiantes quienes deben aprender en sus casas contenidos que habían sido planificados para clases presenciales. Ahora bien, cabe preguntarse: ¿cuánto ha sido afectado el derecho a la educación en estas condiciones?

La adopción generalizada de la educación a distancia, a través de plataformas digitales, se ha implementado de forma vertiginosa en todos los niveles educativos a partir de marzo de 2020. Tanto por su carácter masivo y compulsivo como por la forma de comunicación y trabajo con los estudiantes, resulta muy diferente a la que están habituados. Ello dio lugar a una transformación: la virtualización de las clases presenciales. Este cambio -a su vez- encontró diversos problemas técnicos y generó desafíos para rediseñar -en la acción- las estrategias didácticas del docente así como su rol en dicho espacio y el de los estudiantes (y el de padres en el caso de la educación inicial-infantil y primaria).

Sin duda, el esfuerzo realizado por docentes y estudiantes es loable y extraordinario, y se han generado propuestas creativas en algunos casos. No obstante, resulta válido cuestionar si se ha respetado el principio de igualdad y el de equidad en los que se sostiene el derecho a la educación. La educación a distancia tiene múltiples beneficios y ha probado ser eficaz sobre todo en la formación de posgrado universitario, y también en la formación profesional continua, ya que la infraestructura tecnológica y la disponibilidad de acceso a estas plataformas es para grupos más reducidos y en programas que son diseñados específicamente para ser desarrollados a través de dichas plataformas. Diferente es el caso de las decisiones adoptadas en este tiempo, que obligaron a realizar esfuerzos titánicos de conversión e instrumentación de lo que fue diseñado para ser enseñado en clases presenciales a ser procesado a través de plataformas digitales, que no estaban generalizadas en el conjunto de las instituciones formales de educación, obligatoria o superior.

No hay evidencias que indiquen el cumplimiento de las obligaciones estatales en materia del derecho a la educación cuando se asume que es posible transformar la enseñanza (con el argumento hasta romántico de un cambio de paradigma educativo) y desarrollarla a través de plataformas digitales (comercializadas en un nuevo cuasi-mercado educativo). La escala y la celeridad del cierre proactivo de los sistemas e instituciones educativas, que afecta a los niveles obligatorios y superiores de la educación formal, no tiene precedentes. No resulta claro cuánto se puede prolongar ni qué decisiones se pueden tomar para garantizar la continuidad de los estudios y su acreditación. Las consecuencias de una restricción de largo tiempo al sistema educativo y su reemplazo compulsivo por programas de educación a distancia, con escaso margen de planificación, redundará además en la salud de la población escolar joven y adulta, y a la vez también tendrá impactos a largo plazo en los resultados educativos, entre otros indicadores de desarrollo social y económicos de los países. Esto a su vez en cada nivel escolar implica decisiones muy serias en relación con el acceso al saber y al conocimiento de forma de ejercer el derecho a la educación.

spot_img
spot_img

Veinte Manzanas

spot_img

Al Toque

Alejandro J. Lomuto

Venezuela, en la cuenta regresiva hacia el 10 de enero

Alejandro Einstoss

Vaca Muerta y su potencial exportador

David Pandolfi

Una fecha en el calendario