viernes 22 de noviembre de 2024
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El desacuerdo populista

Salvo que se le conceda demasiado al pensamiento mágico o a la negación –y no son pocos los sectores que lo hacen, comenzando por el propio Gobierno nacional– la realidad nos devuelve una imagen preocupante, difícil e incierta. Resulta lógico que una situación tan apremiante promueva debates y reflexiones con el objetivo de, al menos, moderar la caída y tener una perspectiva de futuro.

Prima hermana de la idea sobre la necesidad del diálogo, en las últimas semanas se ha instalado con fuerza la discusión sobre lo imperativo de encontrar el espacio suficiente para diseñar acuerdos de mediano y largo plazo que permitan estabilizar en el tiempo políticas públicas coherentes, sistémicas y eficaces y, al mismo tiempo, darle a la Argentina previsibilidad institucional. La discusión es, indudablemente, muy importante y tiene dentro de sí una verdad irrefutable. Es imposible pensar en un país viable si no se encuentra la manera de conseguir ese territorio público que permita políticas consistentes, ideas comunes y un mínimo de confianza entre los actores. Una vez que arribamos a este acuerdo, y que reconocemos sus dificultades, la pregunta que se habilita es: ¿y, entonces, por qué no sucede?

La respuesta, como a todas la preguntas, no es una sola. Hay factores históricos que están presentes, hay elementos estructurales de nuestra situación geopolítica que son condicionantes fuertes y hay aspectos culturales que impiden la generación de un afecto común hacia un destino de país. Tal vez sea posible, en cambio, establecer alguna aproximación rodeando todas estas dimensiones desde la política y desde el presente.

La búsqueda de diálogos y acuerdos, se logren o no, tengan eficacia o no, solo es posible dentro de un marco de normalidad que la política argentina hoy no tiene. Para encarar, incluso tácitamente, la posibilidad de llevar adelante una serie de ideas, de políticas públicas y de narraciones sobre la vida social la experiencia política requiere de un umbral de normalidad que la Argentina de hoy no presenta.

Cualquier análisis que se establezca sobre las condiciones de posibilidad de llegar a acuerdos no puede dejar de considerar la presencia de la forma populista en la política argentina en las últimas décadas. El populismo es, por definición, un obstáculo para la conversación pública y eso impide cualquier posibilidad de acuerdo. Su regodeo en el conflicto, su búsqueda de antagonización, su antiliberalismo y su esterilización del diálogo hacen imposible cualquier posibilidad colaborativa, ni aun la más mínima.

El populismo no es un partido político o una fracción. Es una forma cultural de acercarse al mundo del poder y de administrarlo. Por eso es que ni siquiera alcanza con ganarle una elección para poder desarticularlo. El populismo tiene una capilaridad social que excede lo estrictamente político y mucho más lo electoral. Cuando Cambiemos ganó en 2015 y cuando renovó la confianza ciudadana en las elecciones de medio término de 2017 se instaló la idea de que estábamos frente a un ejercicio de superación exitosa del populismo y, por cierto, a costo bastante bajo. Lo que vino después, más allá de los errores no forzados y de los tiros en los pies que se autoinfringió el gobierno de Mauricio Macri, demostró que los modos de ver y de hacer del populismo seguían intactos y con capacidad de regeneración electoral. Un paso más allá, es necesario admitir que el propio gobierno de Cambiemos abandonó sobre el final algunos de los iniciales postulados más críticos al populismo y adoptó maneras, discursos y medidas no demasiado diferentes. Esto último refuerza la hipótesis de la capilaridad simbólica populista y prepara también el terreno para reflexionar sobre el futuro. Si aceptamos que el actual estado de cosas no es algo transitorio y que se pueda cambiar con un resultado electoral, y también sabemos que es necesario llevar adelante una serie de reformas para que Argentina se proponga ser un lugar razonablemente amable, ¿Cuál puede ser el camino a seguir?

Sin la pretensión de un programa político, creo que la única manera de que esto suceda es que una fuerza no populista gane las elecciones y pueda gobernar lo suficientemente bien como para que la ciudadanía le renueve la confianza por tres períodos presidenciales. Si durante ese periodo se pueden llevar adelante las reformas necesarias, bajando el costo social de llevarlas adelante y generando una narrativa política de comunidad, es posible que se pueda dibujar un sendero de normalidad indispensable para la experiencia democrática.

Desde ya que no es una empresa fácil, pero el actual estado de cosas tampoco lo es. Las ingenierías electorales, los cálculos de circunstancias y las tácticas menores no van a alcanzar para desbaratar al populismo como forma de organización social. Tampoco será suficiente ganar una elección apelando al error ajeno y al espanto de la ciudadanía. Esta estrategia, que es la que se percibe más nítidamente en buena parte de la oposición actual, se resume en dejar que el enemigo se equivoque y esperar a que nos voten. La continuidad de esta maniobra es la de juntar todo, arremolinar ideas opuestas sobre la sociedad con el objetivo de juntar votos en las urnas. Es una mirada corta que no sirve si sale mal y tampoco si sale bien. Se puede perder la elección por falta de claridad o, casi lo que es peor, ganarla y no tener idea de hacia dónde ir ni cómo.

La empresa política necesaria para que Argentina se convierta, al menos, en un lugar medianamente hospitalario para sus habitantes, es de una complejidad enorme y no parece que tengamos mucho tiempo. Una regeneración mínima de la confianza entre la ciudadanía y la práctica política es indispensable, y no hay otro modo de forjarla que no sea mediante la palabra y el ejemplo. Un sobrevuelo sobre el escenario actual no abre muchas expectativas. La falta de creatividad y de imaginación, la rendición incondicional frente a la realidad, la desconfianza en la sociedad civil y el desapego a cualquier dimensión pedagógica de la mayoría de la dirigencia política argentina es alarmante. Por mucho que pueda lamentarse, la distancia entre la complejidad de lo que hay que hacer y el elenco que debería llevarlo a cabo es un abismo. Probablemente nuevas generaciones estén a la altura si tienen la osadía de no dejarse llevar por la simplificación, los atajos y el éxito fácil.

Hace mucho tiempo que no se hace buena sociología de las elites en nuestro país. Tal vez, la razón es que ya no hay buenos sociólogos, pero también puede ser que las elites carezcan de todo matiz, de todo atractivo e interés. Lo primero solo nos privará de buena lectura, lo otro, nos dejará sin un país decente.

Publicado en Perfil el 13 de febrero de 2021.

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