jueves 21 de noviembre de 2024
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El canje de cadáveres que no pudo pacificar una Argentina en llamas

Hace 50 años, el paisaje de la Argentina era desolador. Un país violento, intolerante e intolerable. Dos bandas se disputaban a dentelladas salvajes la herencia política de Perón, el líder que había muerto hacía unos cinco meses.

La Triple A, mafia paraestatal al mando de José López Rega, todopoderoso ministro de Bienestar Social, “hermano Daniel” en su desempeño como mentor esotérico de la presidenta María Estela Martínez, viuda del General, patrullaba la Ciudad y el conurbano “a la caza de zurdos”, con una impunidad tal que nutría el desasosiego de una nación extenuada.

Su contracara, la juventud peronista armada, disciplinada detrás de Montoneros, la organización de Mario Firmenich, adentrada por propia decisión en la ilegalidad, cada vez más tributaria de la ideología pro marxista de sus socios de las FAR y fronteriza con el trotskismo del ERP, de Mario Santucho.

La guerra era total, ante una ciudadanía absorta y aterrorizaba.

Las muertes en ambas trincheras habían transformado al país en un camposanto a cielo abierto, con las calles sembradas de cadáveres, muchos ajenos a esa batalla tribal que desangraba a la sociedad.

Con ese clima, y bajo nubes espesas que insinuaban tiempos tormentosos para una democracia balbuceante y sin respuestas, Montoneros daría un zarpazo aún más provocador que el que habían arrojado cuatro años y medio antes, con el asesinato al dictador Pedro Eugenio Aramburu, implacable censor del peronismo, Perón y los peronistas, en la estancia La Celma, en la localidad de Timote, a 15 kilómetros de Carlos Tejedor, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, sin derecho a defensa, luego de haberlo secuestrado en su domicilio de Barrio Norte.

Montoneros lo capturó el 29 de mayo de 1970, quizá sin una pizca de azar: es el Dia del Ejército argentino y a la vez se cumplía entonces un año de la insurrección popular de obreros industriales y estudiantes, conocida como El Cordobazo. Al jefe de la Libertadora se lo llevaron bajo aparente engaño de su piso de Montevideo 1053, en el corazón de Barrio Norte, a la luz del día, sin disparar una sola bala.

En el país, otro dictador, Juan Carlos Onganía, que había usurpado el mando constitucional de Arturo Illia, enfrentado en la interna castrense al retirado Aramburu, hacía y deshacía a su antojo, pero no resistiría el doble impacto consecutivo en apenas un año del Cordobazo y la ejecución de Aramburu. Lo echarían quienes lo habían ungido. Se iría con muchas penas y ninguna gloria.

Cuatro años después de la nueva dictadura militar, un grupo de egresados del Nacional Buenos Aires y otros adherentes veinteañeros elegirían a Aramburu para su sangriento bautismo político. Eran chicos católicos, de familias rotundamente antiperonistas, algunas de comunión diaria. Hijos de una élite antiperonista, se habían transformado en peronistas dispuestos a matar en nombre de un Perón a quien ni siquiera conocían.

Se llamaron a sí mismos Montoneros y actuarían con los manuales de la guerrilla urbana. El clima de época y la lógica militarista de ese grupo, determinaría que Aramburu debería pagar los asesinatos y estragos vengativos contra el peronismo derrocado en 1955, en particular la desaparición del cuerpo de Eva Perón, robado de la CGT por una patrulla del Ejército.

La ejecución, según sus responsables, fue llevada a cabo también como represalia por los fusilamientos de la insurrección del 9 de junio de 1956, a cargo de los generales peronistas Juan José Valle y Raúl Tanco, que costaría la vida de casi una treintena de personas, entre civiles y militares, por orden expresa de Aramburu con la idea de “borrar del mapa todo vestigio del régimen tiránico”, que suscribiría con el decreto 4161/56: se prohibía en todo el país la sola mención de Perón, del peronismo y de todos sus símbolos políticos.

Por eso, para no nombrar al general derrocado en 1955, en algunos diarios se leía aquello del “tirano prófugo”.

Los nuevos jóvenes militantes, sucedáneos de la vieja “Resistencia Peronista”, pero con vivencias y formaciones muy diferentes, se adueñaron de sus banderas. Seguramente, en sobremesas de su adolescencia temprana habrán escuchado relatos parentales celebratorios de las gestas antiperonistas de Aramburu y Rojas, su socio de la Marina, que causaron en ellos el efecto contrario al sentimiento de sus padres.

Lo cierto es que el cadáver de este general golpista, vivado y odiado a la vez, sería hallado unas semanas después, el 16 de julio, por la policía de la provincia de Buenos Aires. Montoneros había anunciado tras el secuestro, en su comunicado número 5, con fecha 15 de junio, que Aramburu “fue ejecutado el lunes 1° de junio a las 7:00 horas”.

En ese mismo comunicado, anticipaban intenciones que en ese momento no pudieron cumplir. Lo harían más adelante: “El cuerpo de Pedro Eugenio Aramburu sólo será devuelto luego de que sean restituidos al Pueblo los restos de nuestra querida compañera Eva Perón”. Ahí se encuentra una de las claves de esta historia de cadáveres políticos insepultos.

Desde 1955, la tragedia política de peronistas y antiperonistas había descompuesto el mapa social del país. La muerte de María Eva Duarte, segunda mujer de Perón, el 26 de julio de 1952, devorada por un cáncer que no quiso tratarse a tiempo, había dejado al peronismo sin su alma rebelde. Perón había perdido con Eva su perfil de empatía social solidaria.

Ella también recogería, como Aramburu, ternuras y rencores. Su peronismo a veces rabioso profundizaría esos odios cruzados que tardarían dos o tres generaciones para disiparse.

Justamente, ya con Perón derrocado, el 23 de noviembre de 1955, y con Aramburu al frente de la segunda etapa de la Revolución Libertadora, una vez desplazado el presidente Eduardo Lonardi, se produciría uno de los misterios rectores de la política argentina durante 16 años, como sería la desaparición del cadáver de Eva, que reposaba en un santuario del segundo piso de la CGT, como había sido su voluntad, una vez terminadas las honras fúnebres de 16 días, la mayoría de ellos bajo un diluvio interpretado por la simbología peronista como una inmensa tristeza colectiva. Perón ya recorría Centroamérica en un destierro que sería prolongado.

Lo que Montoneros no sabía en el momento de matar a Aramburu, y si lo supo no le importó, fue que ese hombre al que habían ajusticiado a sangre fría, efectivamente había dado la orden de llevarse el cadáver de Eva de la CGT, de lo cual lo acusaban, pero con la intención de protegerlo de los sectores más irascibles y virulentos del Ejército y la Marina, quienes propiciaban destrozar el cuerpo o tirarlo al mar.

Aramburu impulsó la idea de sacar el cuerpo de Evita del país “para darle cristiana sepultura”. Así se hizo: como secreto de Estado, y con conocimiento del Vaticano, Eva Perón estuvo “desaparecida” durante 16 años en el Cementerio Mayor de Milán, Italia, bajo el nombre de María Maggi de Magistris.

Su formación católica, en este caso, inhibió a Aramburu de consentir el ultraje. El coronel Carlos Moori Koenig, jefe del servicio de inteligencia del Ejército, junto a su ayudante, el mayor Eduardo Arandía, llevarían a cabo el operativo con unos pocos subordinados, que no conocían ni supieron el destino final del cuerpo.

Moori Koenig se transformaría en un depredador ensañado con los restos de Evita. Un enfermo capaz de crueldades que nadie hubiese imaginado y, menos aún, consentido. Al enterarse Aramburu de la obscena profanación, lo reemplazaría de inmediato por el coronel Héctor Cabanillas, quién sería el responsable del llamado “operativo traslado” a Milán..

Recién en 1971, Lanusse, el verdadero jefe del Ejército luego del desplazamiento de Onganía, ya asumido como dictador a cargo del Ejecutivo, cerró con Perón un acuerdo básico para que el líder movimientista pudiera regresar al país y así restaurarse el sistema democrático.

La frágil acordada de los dos generales incluía la devolución del cadáver de Eva Perón a su viudo. El 3 de septiembre de ese año, en el chalet de Puerta de Hierro, en las afueras de Madrid, en una furtiva ceremonia bajo un diluvio homérico, Cabanillas, enviado del gobierno de Lanusse, y el embajador argentino en España, brigadier Jorge Rojas Silveyra, le entregaban el cuerpo al viudo de Eva Duarte, con una documentación para que rubricara su conformidad.

Perón escrutaba ese cuerpo, encogido por el proceso de momificación y con claras huellas de maltrato. López Rega vigilaba todo, como un gendarme impertinente. “Es Eva”, reconocería Perón a los enviados de Lanusse. En distintos investigaciones, biografías y ensayos se le atribuye haberles dicho con lágrimas en los ojos: “No saben cuánto quise a esta mujer”.

Parecía haber terminado así un dramático y prolongado proceso político, atravesado de pasiones buenas y malas. El cuerpo de Eva reposaría en el primer piso del chalet que ocupaban Perón, su tercera esposa y López Rega el mucamo todo terreno que se preparaba para el gran salto: de sirviente del poder a ser su propio dueño.

Han trascendido ritos esotéricos y bujerías diversas para transferirle a Isabel los dones de Eva, tarea imposible aún para quien se arrobaba las virtudes de un milagrero.

Perón volvería al país, echaría a Cámpora de la presidencia que había ganado legítimamente a su nombre, abominaría de su corte de infantes revolucionarios, a quienes castigaría como réprobos con insultos y gritos públicos en Plaza de Mayo. Ya sin fuerzas, soportaría como pudo el deterioro físico y los colapsos de un cuerpo ya muy enfermo, para morir bajo una extendida aprobación de la sociedad.

Sin embargo, a pesar de su regreso al país y al poder, Perón nunca dispuso “repatriar” el cadáver de la compañera de su década política más gloriosa. El hombre más influyente de la Argentina del siglo XX, se llevó a la tumba ese misterio de la política: ¿por qué no trajo el cuerpo de Eva, con quien habían hecho cumbre en los liderazgos argentinos de todos los tiempos? ¿No quiso entregarles a los jóvenes revoltosos el fetiche que tanto celebraban, como esencia del peronismo que ellos interpretaban? ¿No se animó a irritar el humor inquieto de un sector de las Fuerzas Armadas, que aún veía con recelo el devenir del proceso político? ¿Temió que el lugar de reposo del cuerpo de Eva se transformara en continuo peregrinaje de multitudes acongojadas que opacarían su hora crepuscular de esplendor político?

Especulaciones, muchas. Certezas, sólo una: como fuere, el tiempo final que Perón vivió en la Argentina no fue a su lado. No quiso o no pudo traerla.

Después de la muerte de Perón, el fantasma de la orfandad política recorrió cada rincón de una Argentina perpleja. Isabel había llegado a la presidencia y comprobaría que ese ropaje institucional le quedaba demasiado holgado. La violencia era un volcán en erupción, que todo arrasaba a su paso. Asesinatos a la luz del día, secuestros, extorsiones. Demasiado para ella y un peronismo sumido en la inacción, atacado por la guerrilla y mirado de reojo por los militares.

En pleno duelo por la ausencia definitiva de Perón, y en vísperas del simbólico 17 de octubre, Montoneros renovaría su saña contra Aramburu. A cuatro años de haberlo fusilado, esta vez arremeterían contra su memoria, algo así como matarlo dos veces. Y eso harían.

En un operativo digno del cine de Hollywood, dirigido por el poeta montonero Paco Urondo, que se extendería desde las 17.30 hasta cerca de la medianoche, robarían el cadáver de Aramburu del mausoleo familiar en Recoleta. Un anzuelo sexual, que mordería el vigilador de la puerta principal del Cementerio, urgido por su apetito carnal, lo dejaría fuera de control rápidamente: amordazado y golpeado no podría detener a ningún sospechoso.

Con paciencia de entrenados cerrajeros, un equipo calificado fue limando gruesas puertas y cerraduras blindadas, hasta que llegaron al lujoso féretro de cedro, pulido a mano, de gran porte. Tuvieron dificultades inesperadas con el peso, que extendió el tiempo del golpe.

Puertas afuera, alrededor del Cementerio, circulaban parejas con walkie talkies, otras que simulaban ser personas comunes, con cochecitos de bebés sin bebés, sino con ametralladoras prontas a la acción, por cualquier eventualidad. Todo había sido planificado, como en los grandes golpes del cine y del mundo del terrorismo no ficcional. Nadie lo advertía entonces, pero la coqueta necrópolis se había transformado en una ciudadela sitiada por terroristas en operaciones.

El cajón con el cadáver del viejo jefe de la Libertadora, cubierto de flores para desechar, se iría dentro de un camión de basura, vigilado por tres guerrilleros vestidos de recolectores. Y lo llevaron a un galpón con destino desconocido. En el gobierno de Isabel comprendieron el mensaje cifrado del desafío. Era hora de hacer lo que Perón no había hecho: regresar con urgencia el cuerpo de Eva al país, en busca de una tregua imposible.

Replicando el modus operandi de los comandos de Firmenich, en la Casa Rosada decidieron que el retorno debería tener una fecha afín al calendario peronista: se haría el 17 de noviembre, a dos años del primer regreso de Perón al país y un mes después del secuestro del cuerpo de Aramburu. La idea del canje de cadáveres estaba sellada, haya o no habido un acuerdo formal, que ni siquiera se anunció. Los restos de Evita, ya restaurados, viajarían por fin desde Puerta de Hierro a Buenos Aires: el último retorno del peronismo originario.

Todo se hizo a la velocidad del rayo: y al borde del secretismo: la viuda de Perón, presidenta de la Nación, lo anunciaría de apuro la noche anterior, con el avión ya en vuelo de regreso. López Rega había ido a Madrid para organizar la repatriación del cuerpo, embutido en un cajón cerrado, dentro del bimotor TC-76 de la Fuerza Aérea.

A las 6:00 de la mañana del aquel 17, que no fue octubre sino noviembre, y además careció de la épica originaria, la máquina tocaría tierra en la base militar de Morón, la misma aeroestación a la cual Juan Perón debió dirigirse de urgencia el 20 de junio del año anterior, el día de su regreso final al país, para preservar su vida de la salvaje batalla entre peronistas de la izquierda y la derecha de su Movimiento a las 9:57, el avión ya carreteaba en la pista principal del Aeroparque de la Ciudad, frente al Palco armado donde esperaban la Presidenta, María Estela Martínez, la viuda más célebre, miembros del gabinete, autoridades militares y religiosas.

El primero en descender del avión fue López Rega, como para que la imagen suya quedara asociada al esperado retorno de Eva al país luego de 19 años. Con semejante centinela, su cuerpo seguía sin descansar en paz.

La última esposa de Perón recibiría el ataúd, envuelto en una Bandera argentina atravesada por un crespón, para ensayar unos breves rezos. Las hermanas de Eva, Blanca y Erminda Duarte, acercaron algunas flores. A las 10:10 de esa mañana de domingo, el coche fúnebre, sin capota, emprendía el trayecto hacia la residencia de Olivos.

Dieciocho minutos más tarde Eva ya reposaba junto al féretro de Perón en la residencia Presidencial de Olivos. La portada de Clarín del 18 de noviembre, a toda página casi, reflejaría la siembra de flores que cayeron al paso de la comitiva oficial que portaba el ataúd.

Apenas unas horas antes, Montoneros cumpliría aquella promesa que había formulado en el comunicado del 15 de junio de 1970, en el que habían anunciado el fusilamiento de Aramburu: ocultar su cuerpo (algo que no pudieron lograr) hasta la aparición del cadáver de Evita.

Así fue: ya con la certeza de que los restos de su mayor emblema político estaban en el avión que iniciaba las maniobras del descenso, un par de sicarios de Firmenich dejaban el cajón de Aramburu dentro de una camioneta estacionada frente al número 2410 de la calle Salguero, en el barrio de Palermo.

Sobre la Costanera la gente ya se agolpaba con carteles de Perón y Evita. No había mucha movilización, sólo peronistas dispersos, sin encuadramiento político, que saludaban el regreso del cuerpo de Evita. Era domingo, y sin embargo no era un día de fiesta: la CGT había decretado un paro simbólico de 24 horas, en una jornada de “Recogimiento Nacional”.

El canje de cadáveres no calmaría las aguas. Las matanzas no se detuvieron. En menos de un año y medio los militares del genocidio, con Videla al frente, tomarían por asalto el poder. López Rega ya había huido, Firmenich lo haría poco después, mediante el estatus de asilado político en Cuba. Isabel iría presa hasta 1981. El cuerpo de Aramburu seguiría en Recoleta, donde reposan los héroes de la Nación. Videla entregó el cuerpo de Eva a la Familia Duarte, que lo llevaría a la bóveda familiar, en la misma necrópolis, cinco metros bajo tierra, en el segundo sótano, donde ahora descansa, bajo tres planchas de acero. Cerca de donde está Aramburu.

A juzgar por su breve historia y sus explosivos testimonios y rayos verbales, es probable que Eva hubiese aborrecido todo eso. El lugar, el vecino y la ingrata altanería de Firmenich, que usaría una y otra vez su nombre para provocar a su amado Perón.

Publicado en Clarín el 16 de noviembre de 2024.

Link https://www.clarin.com/politica/canje-cadaveres-pudo-pacificar-argentina-llamas_0_ZglMAYQPtb.html?srsltid=AfmBOorw3aQRw5OaPpuy26y15QJeK2k-Jj533UnFWi1eMdgCUGARY4YF

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