sábado 27 de julio de 2024
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Ballotage II

El ascenso de Adolfo Hitler al poder en Alemania reconoce en las elecciones de 1930 el último peldaño constitucional hacia esa meta. De allí en más las alianzas y maniobras palaciegas allanarían el camino del nazismo al control político del país.

El 14 de septiembre de 1930 las elecciones parlamentarias alemanas arrojaron un resultado sorprendente. No lo era que el partido más votado fuera el socialdemócrata, sino que el NASDAP – el partido nazi, marginal hasta entonces – obtuviera un segundo puesto con el 18 por ciento de los sufragios, multiplicando por ocho sus votos respecto a las elecciones previas celebradas solo dos años antes.

Esa cabecera de playa lograda por Hitler y sus socios políticos serían el comienzo de fin de la República de Weimar y el inicio de la singladura hacia el Tercer Reich. El Frankfurter Zeitung publicó en la mañana después de la elección: “Elecciones amargas, fueron estas, en las que un estado de ánimo alimentado por muchas fuentes, suscitado por una incitación salvaje, se descargó en las papeletas de votación radicales, Hitler realmente no sabe cómo cumplir sus promesas”.

Pero el austríaco no estaba interesado en cumplir promesas sino en utilizarlas para captar el malestar general en contra de la breve República de Weimar a la que, además de la inflación le achacaba la “rendición vergonzante”, la célebre dolchstoss asestada por los socialdemócratas con el Tratado de Versalles que impuso a Alemania muy duras sanciones económicas y patrimoniales.

Para muchos analistas de esa época no había una forma de identificar al votante de Hitler por ninguna característica muy visible, salvo el desencantamiento con los resultados políticos y económicos de la República de Weimar. El NASDAP era lo que los politólogos llamamos hoy un partido “atrapa todo” y en su vorágine y promesas de orden mezcladas con la estigmatización de los rivales convertidos en enemigos – judíos y comunistas – “traidores” de Alemania, fueron creciendo, a tal punto que en las presidenciales de 1932 llegaron al balotaje porque Paul von Hindenburg, que iba por la reelección, no alcanzó el 50 por ciento requerido, tan sólo por 6 décimas.

La segunda vuelta no fue decisiva para el ascenso de Hitler puesto que no venció, pero sí lo dejó instalado en las entrañas del poder y perfilado como alternativa ante buena parte de los grandes intereses.

En otoño de 1932, los nazis estaban en declive porque la economía estaba en alza, según el historiador Ashby Turner. No obstante, operando desde el parlamento y desde las calles y la debilidad de Hindenburg, el nazismo logró que el canciller – nacionalista y conservador – Franz von Papen convenciera al Kaisser de que nombrara a Hitler en su lugar, a fin poder convertirse von Papen en vicecanciller. Las élites nacionalistas conservadoras creían que Hitler podía ser controlado y manejado a pesar de mostrar un claro desequilibrio emocional y lanzar al público ideas abstrusas y llenas de odio.

Los nacionalistas conservadores de derecha se convirtieron en los arquitectos involuntarios del ascenso de Hitler, y socavaron los jóvenes y maltrechos pilares de la democracia alemana, utilizando al NASDAP como ariete contra “el socialismo”, que amenazaba sus propios intereses. Como dijo el gran historiador del nazismo Ian Kershaw: “Hitler debe ser visto en el contexto de su tiempo: guerra, revolución, humillación nacional y miedo al bolchevismo.”

Si Hindenburg – influido por von Papen – no hubiera tomado ese rumbo, es posible que Hitler no hubiera podido dictar su propio decreto presidencial tras el incendio del Reichstag, en 1933, mediante el cual suspendió los derechos democráticos plasmados en la Constitución de Weimar y asumió el poder absoluto.

El gran problema fue que las instituciones que aseguraban la democracia colapsaron frente a actores que no respetaron las reglas de juego – escritas y no escritas – o que las forzaron para asegurarse un fin que resultó en una tragedia para Alemania y buena parte del mundo.

Hemos visto en el caso francés (nota anterior) cómo las fuerzas políticas pusieron la institucionalidad democrática por sobre los intereses partidarios, en contraposición a lo que ocurrió en la Alemania de 1930. Los franceses habían aprendido la lección.

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