Así titula Sergio Sinay sus inquietantes reflexiones sobre el interrogante ¿Para qué sirven los valores?” (Paidos, 2013).
Arranca recordando una novela clásica sobre el medio oeste estadounidense, cuyo personaje dice:
“Sin el deber, la vida no tiene sentido. Si la gente quiere convivir, tiene que regirse por ciertas reglas, y en la ley están las reglas. La ley no va contra el hombre, sino que trabaja para él. Sin ella, las casas tendrían que ser fortalezas, y ningún hombre o mujer estarían seguros. La primera vez que dos hombres empezaron a convivir supongo que empezaron a formular las reglas de convivencia.”
Caramba. Conceptos antiguos y ajenos al ímpetu y a la velocidad canchera de la super-modernidad urbana, poseen una solidez que los hace universales. Sin embargo, según pasan los años son crecientemente desconocidos, resistidos o disfrazados con eufemismos infantiles
Funcionan cataratas enunciativas de nuevos derechos, se crean organismos públicos desopilantes, por sus denominaciones y finalidades, pretextando propósitos absurdos bajo el paraguas de su ampliación. En plena crisis, no cesan de aumentar caprichosos gastos públicos –no inversiones sociales ni de capital-, y hacer gestitos onerosos a sectores parciales y “novedosos”, afectando la atención de prioridades básicas generales.
La pobreza y la falta de trabajo digno, el estímulo del no-esfuerzo. La militancia orientada a no superarse. Más impuestos, sangría de gastos públicos caprichosos, más pobreza, menos crecimiento, menos producción, menos distribución consistente.
Un callejón con un final adverso cuando se vuelve costumbre premiada. Mientras, nos hundimos cada vez más en el atraso educativo, la insalubridad y la inseguridad.
El feudalismo federal –provincias y municipios-, las camarillas sindicales y partidarias, y aparcerías culturales presuntuosas, activan ferozmente la inclinación de vivir en medio de versiones y perversiones, picoteos del poder.
Entretenimientos cotidianos tales como preguntarnos: si manda ella o manda él. Si se hablan o no. Si han roto “el simulacro amoroso” o no. Cuánto podrán durar así. Quién se irá antes, si él o ella. De qué manera. Si habrá o no Asamblea Legislativa. Si vendrá Massa –quien aspira a ser el Adolfo Suarez local-, o nos sorprenderán con otro ingenio chambón que salte de la botella mágica.
El descalabro está a la vista. Y el aguante mutuo- aún a disgusto- también. La Señora “invierte” en diferenciarse y poder hacerlo al mismo tiempo que su gente sigue y seguirá manejando las cajas tanto tiempo como las circunstancias se lo permitan.
Al más puro estilo de Falstaff (personaje creado por W. Shakespeare), escasos de fondo –y de votos- “los inofendibles” dicen y escriben en simultáneo declaraciones de amor político idénticas, pero a destinatarios contrapuestos.
Se trata de consolidar al kirchnerismo como espacio representativo de toda queja o disconformidad contra el Gobierno formal del propio kirchnerismo. Una obra de arte macabra de manipulación para confundir, tapar y engañar. Protestar contra el Gobierno pero seguir rapiñando de él.
Declaran ellos que no se irán de “su Gobierno”. Lo seguirán integrando y enfrentando, al mismo tiempo. Cierra así el anillo de hipocresías calculadoras y dañinas, iniciado con la bicefalía putativa. Como postre pretenden inhibir la libertad de las redes y de la prensa.
Y luego del triste final, vanidosamente invocarán las medallas de cinismo bien ganado peleando al “diablo”, para erguirse como defensores del pueblo, bendecidos por el fraternal mandatario de Dios en la tierra.
Uno de sus pensadores y lenguaraces más autorizado y discreto, el Ministro del Interior, ha dicho que no importan los problemas ni solucionarlos. Importa señalar a los culpables. La paranoia camina enamorada de sus consignas por tan altas investiduras, “perseguidas” por la realidad. Merece una terapia grupal con sus compinches.
La oposición rumia intrigas y personalismos pequeño burgueses, algunas picardías andinas, sueños de modernidad, una relación directa, ya no con Dios, sino con visiones religiosas y algunas apariciones, exaltaciones y cruces pero, básicamente, con una actitud republicana responsable.
La coalición opositora necesita con urgencia explicar claramente el ¿para qué están juntos políticamente? y ¿cómo proponen realizarlo?
Superar el estar juntos sólo por el espanto. Necesitamos saber si coinciden –coincidimos- o no, en algo más de fondo. No debe ser sólo un arreo de disconformes, si no de responder con franqueza y sin eufemismos el interrogante fundamental del psicoanálisis.
Y luego definir un mínimo de compromiso programático, las bases de coincidencias prácticas esenciales, incluidas en un ”contrato moral” de honestidad como actores políticos.
Aunque no se deben descartar travesuras de último momento, no parece ser la oposición quien empuje el desmadre. Si ocurre se producirá por la virulencia endogámica del grupo político gobernante.
Su defectuoso bicefalismo a la luz de la Constitución. Consecuente parcelamiento del poder. Y la ostensible parálisis de gestión útil, resultado de incoherencias y corruptelas instintivas.
Tentaciones automáticas que siente el Clan familiar frente las Cajas del Estado, similares a los estímulos-respuestas de Pavlov (Iván Pavlov, 1894-1936, Premio Nobel de Fisiología en 1904).
Esto devendría, quizás, en una especie de implosión, que sólo agravaría los daños actuales y los extendería ad infinitum con sacrificio para otras varias generaciones.
Son muchos años acumulados de alentar en provecho propio la “guerra” político cultural de lo violento y binario, contra toda visión de consenso progresivo y en paz.
Vivir es hacer lo correcto en nuestro trato con los demás. No dañar a los otros, y responder por nuestros actos. ¿Cómo calificar la delincuencia política que se aprovecha de la pobreza que alienta?
El autor inicialmente citado -S. Sinay- recuerda que la moral nos pregunta: ¿Qué debo hacer?, y la ética nos interroga: “¿Qué elijo hacer?”. Remite a James Carville -orientador de la estrategia electoral de Bill Clinton- cuando apostrofó públicamente a Bush padre: “Es la economía, estúpido”.
Es posible -dice- cambiar de estupidez, y con una “…mirada más amplia, menos fundamentalista y más humanista, mostrar que no es la economía sino la moral, el motor inmóvil que orienta los pasos de una sociedad en una u otra dirección, hacia unos u otros propósitos, y la que, en definitiva, establece si sus miembros tendrán una vida de calidad…”. O no la tendrán.
Sólo entonces -si una mirada ajena a los fundamentalismos nos alentara- estaríamos en condiciones de poder decir con sencillez, ahora y siempre: “No es la economía, estúpido, es la moral”.
Si los argentinos superamos el desaliento y la confusión de la maraña que nos envuelve, y dinamizamos esa carga valórica con acción cívica democrática, podremos salir a tientas –gradualmente, pero salir- de las penumbras de nuestro “apagón de valores”.