Nací y me crie en Wilde, cuando todavía en el silencio de las siestas se oía a lo lejos el silbato de una alguna fábrica que llamaba al cambio de turno, cuando los carnavales se festejaban en los clubes de barrio a los que las familias asistían “empilchadas” para la ocasión, cuando cada tanto se promocionaba un loteo cercano, cuando las bicicletas se dejaban sin candado.
Ese conurbano murió, por múltiples motivos; porque la industrialización sustitutiva no aguanto los shocks que nuestra turbulenta macroeconomía le impuso, porque los gobiernos locales ni en las buenas ni en las malas invirtieron lo suficiente en infraestructura urbana, porque los servicios públicos se degradaron en calidad, porque los pequeños ciclos de aumento consumo fueron un placebo que nos impidió ver claramente el deterioro, y cientos de causas más.
Lo que es innegable, más allá de los adjetivos, es que la estadística no muestra, sino que oculta con un número el inmenso e indescriptible dolor que se siente, cuando se mira a los ojos las historias truncadas, el desasosiego de quienes se sienten en un mar de conflictos sin visión y sin rumbo.
Los más pobres saben que dependen de un estado exhausto, no necesitan ser economistas, lo sienten, se dan cuenta; y nuestra burguesía barrial (como la he bautizado) esta quebrada económica y anímicamente, asfixiada fiscalmente debe mantener parte de su giro en la clandestinidad económica, temerosa frente al delito, angustiada frente al futuro.
Esta agenda no es coyuntural, y ninguna fuerza política es 100 % ajena a este drama, que en los últimos 30 años ha añadido el capitulo drogas a todos los problemas pre-existentes.
No vale mirar para otro lado, no vale enojarse con el idioma, ni vale decir que uno se siente orgulloso de una realidad tan lacerante. Lo único que vale es hacerse cargo.
El conurbano no esta condenado a ser un espacio socialmente quebrado y económicamente inviable; pero para cambiar hay que romper con las visiones condescendientes o simplificadoras.
Lamentablemente, el Gobernador Kiciloff no tiene ni idea por donde empezar con el conurbano, no lo conoce, no lo siente, no lo ha estudiado y se cree su propia cantinela de la “matriz diversificada”.
Un alto porcentaje de la actividad económica del conurbano es de baja productividad, y allí radica el nudo gordiano: una aglomeración densa y amplia basada en actividades de baja productividad es una bomba de tiempo y una fábrica de indigentes.
Encontrar un camino de salida virtuosa de la baja productividad requiere justamente todo lo contrario de lo que propone el kirchnerismo: se necesitan acuerdos, privilegiar la inversión sobre el consumo, focalizar la acción pública, generar incentivos y bienes públicos, sobre todo educación, que posibiliten la emergencia de nuevas cadenas de valor compatibles con la vida urbana (las economías del conocimiento son esenciales, pero no las únicas); y sobre todo cambiar el modelo de integración social transformando las redes asistenciales en mecanismos de acceso facilitado al mercado de trabajo formal.
Por supuesto, hay que aliviar de impuestos a nuestra burguesía barrial y generar un marco laboral que haga posible que ellos empleen.
Hemos diezmado a nuestra clase media del Gran Buenos Aires en nombre de la justicia social; algunas veces y en nombre de la modernidad y el mercado otras veces. Lo hicimos impiadosamente. No nos dimos cuenta que sin ese tejido, nadie sostendría a los pobres. Así le abrimos la puerta la indigencia.
No es posible recuperar el conurbano de mi infancia. No podemos volver a la industrialización sustitutiva, pero lo que si podemos hacer es comprometernos a abandonar la manipulación política y proponerle a la sociedad un camino de salida.
No es verdad que el conurbano profundo este entregado a la nada, más bien esta esperando un mensaje que le devuelva la esperanza y un motivo por el que luchar.
Publicado en Clarín el 19 de enero de 2021.