jueves 9 de mayo de 2024
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Dilemas del presente, incógnitas del futuro

I. La pregunta por el millón que nadie está en condiciones de responder, es si el pueblo argentino continuará soportando las inclemencias de un ajuste que el propio gobierno no solo admite que es duro sino que, además, se jacta de esa dureza, con lo cual se instala la otra “novedad” política, la “novedad”  de una sociedad que apoya el ajuste del cual ella es la víctima, la destinataria de sus rigores. El gobierno promete que en algún momento llegarán los benditos tiempos mejores, pero lo sorprendente para cualquier observador es la persistencia de ese apoyo fundado en una promesa lejana de prosperidad y un presente de inclemencias. La oposición peronista está convencida de que esta pesadilla es el producto de algún  malentendido histórico, pero que en poco tiempo, tal vez para medidas de año las clases populares y, por supuesto, el pueblo peronista, se levantará contra este plan deliberado de crueldad y miseria social, como le gusta decir a Juan Grabois. Entre el optimismo del gobierno y la negatividad del peronismo flota un amplio espectro social que alienta algunas expectativas matizadas no solo con la esperanza de que Milei logrará llevar a la nación a buen puerto, sino también con la certeza de que la única expectativa real de poder es el actual gobierno, porque el peronismo aún no se ha recuperado de la paliza política de noviembre del año pasado y sus caudillos y punteros admiten a regañadientes que el gobierno de Alberto y Cristina fue una calamidad. Mientras que la oposición no peronista oscila con visible incomodidad entre la crítica republicana y el apoyo liso y llano a Milei.

II. El dilema sigue siendo cómo hacer funcionar el capitalismo con una sociedad con elevadas demandas sociales. El dilema exige hacerse cargo de los dos polos de la contradicción. El ajuste es necesario, pero más temprano que tarde son necesarios los resultados. Se puede ser comprensivo con un presente de precios altos y salarios bajos, pero esa comprensión no es un cheque en blanco. Por ahora todo bien. Hasta Espert admite que la tolerancia de la sociedad es admirable, pero los que conocemos un poco este país sabemos que hay un límite. Así como al peronismo se le reprochó la cuarentena permanente, a este gobierno hay que recordarle que no es justo ni posible una estrategia de ajuste permanente. Los defensores del gobierno se ocupan en advertir que se está haciendo un gran esfuerzo para que el ajuste sea equitativo. Esto querría decir que los costos no deberían recaer sobre los sectores más vulnerables, como muy bien se lo recuerdan al gobierno los burócratas del FMI, hoy colocado por esos avatares misteriosos de la existencia a la izquierda de Milei y de Karina.

III. Lo que la experiencia enseña objetivamente en materia de ajustes es que los platos rotos los pagan y los soportan las clases medias y las clases populares. Puede que algunos ricos padezcan algunas privaciones, pero solo en el campo del humor podría decirse que esas privaciones son comparables con las que padecen los sectores de menores ingresos. Se dice que un ajuste es soportable si quienes lo implementan poseen sabiduría y sensibilidad. Es verdad, pero no estoy seguro de que el actual gobierno esté muy preocupado por cultivar esas virtudes. El reciente conflicto con  las obras sociales confirma que la lógica del capitalismo, de la libre competencia, de la economía de mercado, del orden burgués o como mejor quieran llamarlo, inevitablemente choca con las expectativas populares. Los burgueses, las clases propietarias, no son malos y mucho menos buenos. Son. Su lógica es la inversión y la ganancia practicada en situaciones históricas precisas. ¿O alguien cree que al momento de liberar las regulaciones de los precios la respuesta de quienes legítimamente consideran que durante años debieron adaptarse a precios aplastados, iban a hacer otra cosa diferente a la que hicieron? Pensar lo contrario es desconocer cómo funciona el capitalismo. O es imaginar un capitalismo idílico, un capitalismo sin sexo, sin pasiones, sin vicios, sin deseos, sin sensualidad; un capitalismo que no suda, que no se ensucia.

IV. Ese capitalismo idílico no existe ni existió nunca. Es como es, con sus virtudes y defectos. Y además, es lo que hay. Si alguien tiene algo mejor para ofrecer que lo diga. Mientras tanto, yo hablo de un modo de producción y de una formación económica y social fundada en la propiedad privada de los medios de producción y en la ganancia. ¿Solamente eso? Por supuesto que no. El capitalismo se mantiene con dificultades, pero se mantiene, porque ha sabido cambiar, ha sabido adecuarse a las nuevas exigencias históricas. La izquierda y la extrema derecha se han cansado de extenderle certificados de defunción y allí está, vivito y coleando.  ¿Hay algo que huele a Marx en lo que digo? Si, claro. Poco, pero hay. Las profecías de Marx están muertas y sepultadas, pero su lectura histórica y sociológica del capitalismo mantiene vigencia. Edgar Morin escribió no hace mucho: “Para mí Marx es multipresente, pero jamás dominante. Maestro del pensamiento, pero jamás maestro de mí pensamiento. Mi relación con su pensamiento es a la vez complementaria, concurrente y antagonista, es decir, compleja. Cada vez más pienso que tanto hay que conservar a Marx como criticarlo, tanto criticarlo como conservarlo”. Yo sé que a Milei no le gustan estas divagaciones, es más, lo ponen furioso. Mala suerte. Mientras tanto, prefiero suscribir o estar del lado de quien sin dejar de ser liberal disponía del coraje y la lucidez para escribir por ejemplo: “Nunca fui marxista, pero empecé mis investigaciones sobre filosofía social leyendo “El Capital”. Durante mucho tiempo intenté convencerme de que Marx tenía razón, pero no me hice marxista. Dicho esto, no hay ningún autor al que haya leído tanto como Marx. Y del que nunca he dejado de hablar mal”. El titular de estas reflexiones es Raymond Aron, el detestable “intelectual de derecha” en los tiempos del existencialismo sartreano y el marxismo revolucionario.

V. Estábamos hablando, entonces, del sexo y de las pasiones del capitalismo. Pues bien, esas misma pasiones sacuden a las clases populares. El resultado es el conflicto. Las sociedades modernas son sociedades conflictivas. La democracia se justicia, entre otras razones, por haber establecido un reglamento para procesar esos conflictos. Las prepagas, los laboratorios, los supermercados o las petroleras tienen razón cuando dicen que los precios que impusieron y que provocan tanto escándalo son los que corresponden. La sociedad, la gente, como dicen, responden que esos precios no pueden pagarlos. Unos justifican, otros se enojan, algunos amenazan, pero el conflicto está y hay que darle una respuesta para que no estalle. La respuesta solo la puede dar ese campo del saber que Milei considera repugnante y que se llama política. Lo otro es el caos, dos autos lanzados uno contra el otro y que sobreviva el mejor o el más fuerte. La política vino para resolver estos desafíos. A veces lo hace bien, a veces lo hace regular, a veces lo hace mal. Como todas las cosas que ocurren en esta vida. “Cuando éramos jóvenes, el mundo ya era viejo”, escribió Chesterton En las actuales sociedades de masas los conflictos, las crisis, son mucho más difíciles. Incluso los actores no se ajustan al original libreto de proletarios y burgueses. Las revoluciones científicas y tecnológicas han provocado objetivamente más cambios y beneficios que las revoluciones sociales más audaces. Mientras tanto, hay que arremangarse los pantalones y ensuciarse las manos en los lodazales de la historia. ¿Y el futuro? “El futuro es de las masas, o de quien se lo sepa explicar”, escribió con tono sugerente ese antiguo militante trotskista devenido a lo largo de los años en inspirado neoconservador, que se llamó Daniel Bell.

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