A mediados del siglo XIX, un aventajado analista político creyó ver un fantasma recorriendo Europa y logró convencer a mucha gente de la certeza de esa aparición. En estos días, los indudablemente menos brillantes analistas políticos argentinos nos encontramos con dos fantasmas recurrentes: el del diálogo y el de la unidad nacional.
Ambas entidades fantasmáticas se entrelazan, sobre todo en el discurso de parte de la oposición, intentando darle racionalidad a un escenario marcado por el absurdo y la incertidumbre gracias a las actitudes del gobierno de Alberto Fernández.
El espectro del diálogo como solución sobrevuela la política argentina contra toda evidencia. La imposibilidad de ese diálogo, una verdadera marca del populismo, se evidencia en dos elementos fundamentales. El filósofo alemán Odo Marquard distinguió entre dos tipologías de diálogo fundamentales para la democracia. El diálogo parlamentario, por sus especificidades y funciones, cumple un papel central y está sometido institucional y metodológicamente a ciertas reglas de uso y eficacia. Una de ellas es el tiempo, en este caso finito, de las intervenciones legislativas y de las prácticas de formación de las leyes.
El otro diálogo, el infinito, no tiene la misma restricción temporal y no persigue la misma función. Este tipo de conversación tiene como objetivo primario la condición civilizatoria del diálogo en cuanto tal y podría decirse que se agota en sí mismo. No acude a la necesidad del consenso porque no lo necesita, pues su fundamento es su propia existencia. La pregunta rectora para Marquard en este caso es: ¿quién se beneficia con este diálogo? Y la respuesta obvia es: todos, y de todas las maneras posibles.
La actitud del gobierno de Alberto y Cristina Fernández en relación con estas ideas acerca del diálogo es contundente. El Congreso funcionando a medias, la oposición maltratada en el uso de la palabra, intentos de imponer por DNU lo que no se aprobaría jamás en las cámaras y una vocación por instaurar leyes de enorme impacto, como la reforma judicial, en este marco institucional y en una situación de pandemia. Para reforzar, se trate de una trampa o no, el oficialismo intenta agregar al proyecto de reforma judicial un artículo, claramente inconstitucional, que va en contra de la libertad de expresión y de prensa.
El otro fantasma, el de la unidad nacional, no es menos peligroso aun cuando puede que tenga, en algunos casos, buenas intenciones. Esgrimida hoy, la idea contiene dos trampas. Una es filosófica, y la otra, eminentemente práctica, empírica y política. Desde el punto de vista filosófico, la apelación a la unidad encubre un intento de imposición de una voz única y de minimización del pluralismo. La experiencia democrática liberal, en cambio, debe ser radical en su búsqueda de pluralismo, siempre por la vía del desarrollo individual. Volviendo a Marquard, la división de poderes, principio organizativo del Estado moderno, requiere de una actualización –que no puede no ser liberal– en la que se refleje la cualidad (ya marcada por Weber) amorfa y socialmente distribuida del poder. En otras palabras, la pluralidad democrática se fundamenta en la individuación de la capacidad de poder, como poder hacer-pensar-sentir, y en el reconocimiento de la diferencia. La idea de unidad es, desde este punto de vista, reaccionaria.
En términos políticos, y por mucho que prefiriéramos otra realidad, la sociedad argentina está fracturada y no reclama esa unidad. La manifestación del 17 de agosto está allí para darnos una prueba categórica de esto. Es imposible saber cuál es la constitución política de esa multitud, pero si algo queda claro es su rechazo total a las formas de administración populistas.
La respuesta oficial, otra vez, no deja dudas. Descalificaciones, imputaciones a los políticos opositores que llamaron a marchar, y, en un plano más amplio, ninguna demostración real de querer ampliar la conversación pública con ningún actor que no diga exactamente lo que el Gobierno dice.
En esta coyuntura tan particular, que no elegimos, el diálogo y la unidad nacional no son más que dos fantasmas. La oposición política y la ciudadanía activa tienen que encontrarse en algún lugar y la construcción de ese punto de encuentro es una tarea cultural, casi artística. No es nada sencillo y puede no pasar, pero hay que intentarlo. La vida humana, dice Marquard, y la de la democracia, agrego, es demasiado corta como para permitirse el discurso absoluto del populismo.
Publicado en La Nacióne el 28 de agosto de 2020.
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