En las líneas que siguen, quisiera recurrir a la ayuda de la filosofía política contemporánea para reflexionar desde allí sobre el nuevo gobierno argentino. Me interesa pensar qué es lo que podríamos aprender de dicha filosofía.
Me referiré, en particular, a John Rawls, quien fuera -junto con Jurgen Habermas- uno de los más importantes e influyentes filósofos políticos del siglo xx -quien cambiara el curso contemporáneo de la disciplina, involucrándola otra vez en los asuntos de la política (en términos de Rawls: “política, no metafísica”).
Según Rawls, la tarea principal de la filosofía política debía ser el estudio sobre el uso legítimo de la coerción. Como el Presidente, Rawls también se planteó, ante todo, la pregunta sobre cuándo es legítimo el uso de la fuerza estatal. Sin embargo, él lo hizo a partir de supuestos completamente distintos de los del Presidente.
Para Rawls, la intervención estatal es imprescindible porque nadie se “merece” haber nacido pobre o rico; ni dotado de buena o mala salud; ni con un color de piel o de ojos o un sexo tal o cual.
En todo caso -agrega Rawls- que uno haya resultado afortunado o perjudicado por “la lotería de la naturaleza” no es un problema: el problema es que el Estado respalde con su fuerza a esos hechos “moralmente arbitrarios” (si impide, como impidió, que las mujeres voten; o que las personas de color accedan a la escuela; o que los más pobres se eduquen).
La justicia -dice Rawls- debe ser la primera virtud de las instituciones. En tal sentido, las afirmaciones presidenciales al respecto (del tipo “el Estado es criminal”) resultan, más que equivocadas, absurdas.
Ello, entre otras razones, porque, así como -obviamente- un Estado que abusa, tortura o “roba” es injusto; también lo es el Estado “que no hace nada,” y de ese modo permite que algunos (digamos, los más afortunados o los más violentos) abusen de todo el resto.
Para Rawls, los derechos de las personas pueden violarse tanto por la acción estatal (por ejemplo, cuando el Estado tortura), como por sus omisiones (por ejemplo, cuando no interviene y deja a los más jóvenes sin educación, y a los más viejos sin atención médica).
Rawls acuñó una idea que luego (a través de Carlos Nino) el ex presidente Raúl Alfonsín convirtió en frase propia: necesitamos mirar a la sociedad desde el punto de vista de los más desaventajados.
El Presidente podría replicar: la sola creación del Estado ya desata abusos e injusticias irrefrenables. ¡El Estado nunca podrá actuar de modo justo! Sin embargo, en este punto, aún los anarco-capitalistas que el Presidente invoca defienden la intervención del Estado: ellos requieren (como Nozick, por ejemplo, rival teórico de Rawls), un “estado mínimo” que asegure, por ejemplo, defensa y justicia (por ejemplo, que proteja la propiedad privada; que cuide las fronteras; que persiga al narcotráfico).
Y es aquí donde los libertarios tienen un problema irresoluble: ellos piden Estado, justamente, para el ejercicio de algunas de sus funciones más amenazantes (seguridad, defensa). Luego, la sugerencia de que “nosotros conseguiremos que el Estado llegue sólo hasta allí (por ejemplo, brinde seguridad, pero que no se exceda)” resulta contradictoria con la propia lógica de su furiosa crítica anti-Estatal (e incompatible con la idea presidencial sobre la eliminación del Estado).
Otra preocupación que expresaría Rawls, frente al Presidente, refiere a la necesidad de dotar de estabilidad de las políticas escogidas. Rawls le diría: de nada sirve definir un “rumbo correcto”, si la decisión del caso no va a poder sostenerse en el tiempo.
Por eso mismo, resulta muy serio que las políticas se impongan a través de decretos (un DNU que hoy nos “concede” -sic- libertades puede ser eliminado mañana, con un chasquido de dedos); como que no obtengan el respaldo de los representantes en el Congreso; o (mucho peor) que no se “construya” cuidadosamente el respaldo democrático a tales políticas.
Rawls considera irracional decidir las políticas pensando en “cuán lejos llegaríamos, si todo saliera perfecto” (llama a ésta, estrategia de “maximax”). Propone lo contrario: preguntarnos cómo quedaríamos parados, si la apuesta nos saliera mal (“minimax”).
¿Qué pasaría, por caso, si por error o desgracia (“las diez plagas de Egipto”) nuestra principal política se frustrara? Nos mantendríamos de pie, gracias al respaldo democrático conseguido, o nos hundiríamos en el abismo, bajo la aquiescencia de todos aquellos a los que, en el camino, insultamos y despreciamos? (“son la casta,” “son ratas”). Rawls dedicó la última, larga etapa de su vida a reflexionar sobre los problemas de tomar decisiones en el contexto de sociedades plurales, multiculturales y diversas, marcadas por el desacuerdo. Su amigo y colega Thomas Scanlon publicó un libro sobre el tema: “Lo que nos debemos los unos a los otros”.
La respuesta: nos debemos respeto, y por tanto tolerancia, y por tanto cuidado, y por tanto -y sobre todo- un enorme esfuerzo para explicar y justificar las decisiones que tomamos. Necesitamos convencer a todos de que las políticas que impulsamos son políticas razonables. Es decir, lo contrario a simplemente imponerlas, insultarnos, tomar al que piensa distinto como enemigo: degradamos así la vida pública. Y ninguno de nosotros se merece el maltrato .
Publicado en Clarín el 1 de marzo de 2024.
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