“Argentina en el Top 10 del ranking mundial de miseria”. Esta inverosímil noticia fue publicada por casi todos los medios del país. ¿Alguien puede creer que hay más miseria en la Argentina que en Haití o en Burkina Faso? ¿Alguien puede creer que, de los 198 países del planeta, la Argentina sea uno de los diez más miserables?
No hay ninguna posibilidad de que estemos en el Top 10 de la miseria global. La absurda información, llegada de Washington, proviene del “Indice de Miseria de Hanke”, elaborado anualmente por el economista norteamericano Steve Hanke. Los datos ilógicos de ese índice no se limitan a la Argentina: de él resulta, por ejemplo, que en Alemania habría más miseria que en Tonga, y en Francia más miseria que en Uganda.
Hanke, profesor en la Universidad John Hopkins, fue en la década del ‘90 asesor del presidente Carlos Menem, y el año pasado dijo que la Argentina debería mandar el peso “a un museo”, adoptar como moneda el dólar norteamericano y cerrar el Banco Central.
Su Índice de Miseria 2020 fue publicado con amplio despliegue por National Review, una revista conocida por sus extravagancias: hace poco sostuvo que no todos deberían tener el derecho de votar porque no se le puede dar poder a gente estúpida o mal informada.
El verdadero Índice de Miseria fue creado, bajo del nombre de Índice de Disconfort, por Arthur Okun. Es muy simple pero útil. Se obtiene sumando las tasas de desempleo e inflación. Poner un número único a ambos males permite monitorear la evolución económica de un país.
Si en ese país la suma de inflación y desempleo fue en 2020 mayor que en 2019, es claro que la economía ha retrocedido, aunque eso no se refleje en el producto bruto.
Lo que no tiene lógica es comparar la inflación y el desempleo de distintos países: cada uno tiene una estructura económico-social, coyunturas y contingencias distintas. Es como comparar peras con manzanas.
Hanke lo hace. Según él, “comparar los respectivos índices, nación por nación, nos dice mucho sobre dónde la gente está triste o feliz” Para medir la tristeza o la felicidad, él tiene su propia fórmula. Toma los indicadores de desempleo e inflación, les agrega la tasa de interés bancario, suma esas tres cosas y les resta el porcentaje en el que subió o bajó el producto bruto respecto del año anterior.
Es ese cóctel estadístico el que hace aparecer a la Argentina en el “Top 10 de la miseria mundial”.
Otros índices internacionales miden la pobreza y la miseria con métodos más plausibles, como los que aplica el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que elabora el Índice de Desarrollo Humano y (en colaboración con la Universidad de Oxford) el Índice Global Multidimensional de Pobreza.
Esos índices toman en cuenta diversos factores: desde la mortandad infantil hasta el acceso al agua potable; desde el nivel de nutrición hasta los años de escolaridad; desde los tipos de vivienda hasta los sistemas de salud.
Hay, además, un factor que el PNUD tiene en cuenta. En toda sociedad hay –para decirlo con palabras de Hanke– sectores “felices” y sectores “tristes”, porque el reparto del ingreso es desigual. Para medir esa desigualdad el PNUD se vale de un recurso matemático: el Coeficiente de Gini.
En el Índice de Desarrollo Humano, elaborado con esos parámetros, hay 124 países más “míseros” que la Argentina. Sin embargo, la noticia de que la Argentina es uno de los 10 países más míseros del mundo circuló libremente por todo el país y hasta dio lugar a comentarios que tomaban el dato como veraz.
Quizás muchos sientan que una investigación “científica”, dirigida por un economista de la Universidad John Hopkins de los Estados Unidos, debe ser seria y precisa.
Algo semejante ocurre cada vez que un prestigioso diario europeo o norteamericano, como el Financial Times o el New York Times, publica un artículo que expone situaciones críticas en la Argentina. Esos artículos suelen ser veraces, pero por lo general no muestran, como se cree, la “visión· que tiene “el mundo” de la Argentina: se originan casi siempre en corresponsales residentes en Buenos Aires (algunos de ellos argentinos) que reciclan lo que aquí se dice o publica.
La receptividad a las malas noticias que vienen desde el exterior se debe a las percepciones de gran cantidad de gente. Se supone que, a diferencia de los criterios locales, los de fuera no obedecen a intereses políticos.
Se cree que tienen un “sello de calidad”.
Se siente que confirman prejuicios, opiniones o convicciones dominantes en el país.
Salvo en casos como el del Índice de Miseria, las informaciones procedentes del exterior pueden ser realistas. En todo caso, tomarlas como juicios inapelables pueden contribuir a la idea de que ya nada puede hacerse para sacar al país adelante; que “el mundo” sabe que nuestro rezago es irreversible; que lo ideal es emigrar.
Creer que no hay solución lleva a ahorrar esfuerzos, huir o rumiar desesperanza. Y es eso lo que impide hallar una solución que no era imposible. La profecía se cumple a sí misma.
Esto no significa ignorar los males que nos aquejan. La Argentina no será uno de los países míseros del mundo pero tiene serios problemas económicos y sociales, que deben analizarse racionalmente.
El Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC), que utiliza índices apropiados, informa que 42 %de la población es pobre. Es cierto que en la Argentina la “canasta familiar” incluye productos que en otras economías se consideran lujos. Pero no debemos compararnos con otros, sino con nosotros mismos. Ver cómo aumenta la pobreza, en el país y tal como la medimos.
La pobreza, la indigencia, la deserción escolar… son reales y duelen. Sin embargo, esas y otras penurias pueden corregirse con políticas económicas adecuadas, consenso político y disciplina social. No es nada fácil conseguir todo eso, pero hay una gran diferencia entre estar al fondo del mundo y tener problemas graves susceptibles de solución.
Publicado en Clarín el 9 de mayo de 2021.
Link https://www.clarin.com/opinion/desconsuelo-importado_0_h-d6QzraJ.html