Desde el anterior gobierno de Donald Trump en EE.UU. se profundizó el estudio de los discursos políticos como prédica religiosa. No sólo porque apelan a textos sagrados, sino porque sobresale la “incondicionalidad” que convierte a los políticos en nuevos predicadores que anuncian la verdad salvadora sin opciones afuera de ella.
Esos liderazgos avasallantes no se discuten. En su capacidad de sorpresa y extravagancia, incluyen la indolencia para el castigo a quienes piensan distinto, fallan o traicionan. El desacuerdo corre el riesgo de ser enfrentado desde la descortesía hasta la incivilidad de los insultos, estigmas, estereotipos o la negación de la condición ciudadana de quién piensa diferente. Así, sin exagerar ni un poquito.
Vale preguntarse, ¿el desacuerdo contribuye a la deliberación publica?. Así se llama un artículo de Vincent Price, Joseph Cappella y Lilach Nir que afirma que el desacuerdo es un componente esencial de una opinión pública sólida y necesario para la democracia. Pero es efectivo cuando contribuye a la calidad de la opinión ampliando la comprensión de otras perspectivas aportando puntos de vista alternativos. Es decir, cuando admite la tolerancia.
Gabriel Almond y Sidney Verba pregonaban que el problema central de lo político -tras las experiencias totalitarias- era saber si existía algún contenido identificable de la cultura cívica, afirmando que los sistemas más estables incluían altos niveles de tolerancia y participación.
También lo que la oposición es capaz de tolerar, porque en la clasificación de Otto Kirchheimer, a veces actúa como “oposición de principio” objetando no sólo las políticas oficiales y proponiendo alternativas (lo esperable de una “oposición clásica”), sino también negando legitimidad al gobierno. Ponerle fecha de caída a un gobierno iba en ese sentido hasta hace poco. Desacreditar los votantes de LLA, tampoco anda muy lejos de eso que digamos.
Retomando la idea del desacuerdo, tomaré tres citas del presidente Javier Milei en la “Conferencia Política de Acción Conservadora (05/12/24).
Una: “Nosotros decidimos hacer lo que había que hacer”. Determinismo providencial con poca novedad en la férrea pretensión de representar el devenir cual pretensión de las Moiras, esas divinidades de la mitología griega que gobernaban los destinos de la humanidad. Ya Mauricio Macri la había introducido como eslogan: “haciendo lo que hay que hacer”. Con igual convicción, CFK ratifica su pasado con su “no me van a hacer arrepentir de nada de lo que hice”.
Dos: “la política sí es un juego de suma cero”; “nunca hay que negociar las ideas para rascar un voto”. Es ausencia de consenso, solo imposición. El consenso aparece, lo ilustraba el profesor Giacomo Sani, cuando hay acuerdo acerca de principios, valores, normas y también respecto de la deseabilidad de ciertos objetivos de la comunidad y de los medios para lograrlos. También es un acuerdo sobre medios.
Edgard Shils, sociólogo de la Universidad de Chicago, entendía al consenso como ausencia de disensos inestabilizadores que, a pesar de las tensiones, dé adaptabilidad y resistencia al sistema político. Lo bajo más a tierra aun: el consenso debe contribuir con las funciones de sostén del orden público y tratar de evitar situaciones de crisis, bloqueos o aquello que impida funcionar a un gobierno, con la disminución de las probabilidades del uso de la violencia en la resolución de los desacuerdos; con el aumento de la cooperación no impulsada por el miedo al poder coercitivo del más fuerte; contribuyendo a limitar la intensidad emocional que se expresa en discrepancias a los objetivos acerca de los cuales hay desacuerdo; impulsando la creación de una actitud favorable a la aceptación de medios pacíficos entre los que tienen cierto sentido de afinidad o identidad mutuas. ¿Es mucho pedir, no?
También el consenso es la búsqueda de acuerdos políticamente operantes partiendo de la idea de que, si bien habrá grupos en los márgenes del consenso, las políticas públicas de un gobierno debieran ser aceptadas socialmente por la mayor cantidad de personas.
Aun entendiendo que todo consenso genera disenso, el cambio social, cuando es radical y discontinuo, crea desequilibrios entre las expectativas y las posibilidades, y hace del consenso -y la estabilidad política-, un bien transitorio. Y si lo que integra el consenso varía en cuanto a la intensidad de la adhesión que suscita, la gestión del consenso requerirá ajustes y procesar la violencia dentro de márgenes democráticos.
Tres: “defendemos de forma cerrada un conjunto innegociable de principios”; “si tomar decisiones implica costos, uno va a terminar arruinando la imagen”. Equivale a la tesis del “gobierno espejo” que redefine la idea aritmética de la representación sostenida en mayorías que lo respalden la mayor cantidad del tiempo (más apoyo, más tiempo), dando lugar a un gobierno que sólo gobierne para los espejados del núcleo duro fiel. Ahí, el desacuerdo, como mayoría de hecho, podría convertirse en foco de inestabilidad o parálisis.
No hay que idealizar al consenso, pero es, sobre todo, paz. Con alto apoyo, a los gobiernos les cuesta pensar el consenso. La imposición es una tentación. El consenso hace a la perdurabilidad de políticas. Evita vaivenes bruscos. Los gobiernos tienen serias chances de caer en crisis y suelen plantear al consenso como una reacción al ahogo en la opinión pública, como salvataje para el sostén del poder. Hay que gestarlo cuando se tiene poder, no cuando se carece de él.
Publicado en Clarín el 21 de enero de 2025.
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