miércoles 9 de octubre de 2024
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Democracia constitucional o ínfulas imperiales

A comienzos de los años 80, se produjo un consenso inusual e inesperado entre una mayoría de cientistas sociales de la región. Los especialistas coincidieron en la idea siguiente: la seguidilla de golpes de estado que se habían sucedido en América Latina, durante todo el siglo xx tenía, entre sus causas principales (no la única, ni tal vez la principal, pero sí una decisiva) al sistema político concentrado sobre el Ejecutivo, que primaba en todos nuestros países.

A raíz de ese tipo de acuerdos, hubo importantes intentos políticos, en esos años, destinados a reformar nuestras Constituciones, para así limitar de una vez al poder presidencial y reforzar todo el sistema de controles sobre el Ejecutivo.

Constituciones como las de Colombia de 1991, o la Argentina de 1994 representan una expresión bastante clara de ese “consenso del tiempo”. En el caso argentino, la Constitución creó la figura del Jefe de Gabinete; consideró nulas de “nulidad absoluta e insanable” las disposiciones legislativas emitidas por el Ejecutivo (99 inc. 3); adoptó una postura firme contra los DNUs; abrió espacios a las fuerzas minoritarias en el Senado; hizo referencias a la “soberanía popular”, a la democracia y a los partidos políticos (hasta entonces omitidas); y estableció diversas formas de la participación popular directa (hasta entonces negadas) en la formación de las leyes (arts. 37, 39, 40).

Desde entonces, se desató una feroz disputa entre dos aproximaciones más bien opuestas sobre la práctica democrática: una de ellas se orientó a honrar los compromisos constitucionales de democratización, desconcentración de la autoridad del Ejecutivo, y poderes limitados; mientras que la contraria buscó hacer estallar esos compromisos consagrando, una vez más, y a fuerza de empellones, la superioridad del poder presidencial.

En otros términos, se enfrentaron entonces dos concepciones contrapuestas sobre la democracia constitucional: una favorable a su fortalecimiento, y otra dirigida a socavarla.

Buena parte de las principales disputas políticas y jurídicas que hemos sufrido, desde entonces, pueden ser reconstruidas en esos términos. Enumero apenas algunos casos notables de esas reyertas (por razones de espacio, me referiré sólo a las “dos grandes décadas” de gobiernos, sucedidas desde entonces).

Conocimos entonces, en los 90, a un Presidente, Carlos Menem, que desde un inicio proclamó -contra la Constitución- que él decidiría siempre “solo, en secreto, y por sorpresa”. Vimos a su gobierno embistiendo contra el sistema de controles, a través de la construcción de una “mayoría automática en la Corte”, y diversos intentos (institucionales y extrainstitucionales) de controlar a la prensa opositora.

Conocimos también a un proceso de privatizaciones oscuro y corrupto, que se desarrolló eludiendo el sistema de frenos y contrapesos. Más tarde, y en la contracara de esa disputa, se daría el enjuiciamiento de los miembros más salientes de la “mayoría automática”; y una prensa comprometida y de denuncia ayudaría a promover varios procesos judiciales (la mayoría de ellos fallidos) contra la mega-corrupción de esos años.

Poco después, conocimos a la década del matrimonio Kirchner en el poder, que mostró rasgos -finalmente, y en lo que nos interesa- muy similares a los que habían primado durante el período menemista. Supimos entonces de Presidentes que volvieron a organizar todo el poder en torno a ellos mismos, proclamando abiertamente una concepción más bien vacía de la democracia: la democracia reducida al momento de la elección presidencial (“si no les gusta lo que hacemos, armen su partido y gánennos” -nos decían los Kirchner). Supimos, asimismo, del intento presidencial por someter a la justicia (así, con la proclamada “Democratización de la Justicia”, o a través del intento de ganar control sobre el Consejo de la Magistratura -iniciativas derribadas, afortunadamente, por la Corte); de las presiones sobre jueces, fiscales y periodistas díscolos (sobre todo, a través de los servicios de inteligencia); y de la colosal corrupción presidencial vía Obras Públicas (corrupción luego -afortunadamente- perseguida desde la justicia).

Este nuevo período presidencial, apenas inaugurado, muestras ya -en su forma más bruta y descarnada- la reiteración de la vieja disputa entre embestida presidencial y resistencia constitucional.

El Presidente “actúa” como un Nerón de las Pampas: dedica diarias groserías a periodistas y críticos; se abalanza sobre la Corte con designaciones de escándalo; repudia a una Constitución que lo obliga a promover la “justicia social” (art. 75 inc.19); y viaja por el mundo en modo auto-celebratorio, sin la autorización del Congreso, que la Constitución le exige (99 inc.18), y utilizando para fines personales los fondos públicos.

La peculiar polarización que se da en estos días -la que me interesa subrayar- no es una que enfrenta a dos ideologías distintas, sino la que tiene lugar entre dos aproximaciones antagónicas sobre la democracia constitucional. Por un lado, estamos quienes la defendemos, y por otro, quienes se empeñan en violentarla a los gritos. Desgracia argentina: una vez más, nos vemos obligados a batallar por la preservación de nuestra democracia, buscando -Constitución en mano- aplacar las ínfulas imperiales de nuestros mandatarios.

Publicado en Clarín el 11 de junio de 2024.

Link https://www.clarin.com/opinion/democracia-constitucional-infulas-imperiales_0_8MYPJPxJ3M.html

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