Se le atribuye a Víctor Hugo la siguiente frase: no hay nada más potente que una idea a la que le llegó su momento. Las ideas -al igual que los virus- poseen fuerza propia, generan un efecto específico y para “sobrevivir” necesitan contagiar; cuanto a más lo hacen, mejor. La crisis que está evidenciando EE.UU. y Europa es una de ideas, que se manifiesta con el lugar en común que reza acerca del fin del orden liberal.
Hal Brand señala que las democracias liberales son cuestionadas por regímenes autocráticos y las llamadas “democracias no liberales”, que buscan hacer del mundo “un lugar más seguro para su subsistencia” de forma tal de continuar y expandir sus prácticas políticas. En simultáneo aparecen diversos actores domésticos al interior de las democracias liberales que, relegados por múltiples factores, encuentran en la creciente atomización de la identidad nuevos subgrupos de pertenencias. Éstos oscilan entre manifestaciones de violencia que se expresan en banderas confederadas, símbolos del viejo comunismo o del nuevo progresismo, tal como nos explica Francis Fukuyama en su libro Identidad.
Las democracias, poseen mecanismos de remoción de autoridades, reglas de juego, pautas de gobernanza, a los efectos de canalizar los múltiples conflictos que día a día enfrentan. Sin embargo, pareciera que la idea que ha llegado para quedarse es que todo el sistema político esta corroído, arreglado y favorece siempre a los mismos. El trágico grito “no puedo respirar” de George Floyd parece implicar algo más profundo a nivel sistémico: No nos dejan respirar.
¿Por qué ahora? ¿Qué despertó la virulencia de reclamos que son considerados justos por un sector de la sociedad, mientras que otra parte lo ve como parte de una agenda específica, que amenaza su propia existencia? Actualmente, las crisis sociales existentes en varios lados de Occidente emergen sin haber ningún indicador macroeconómico tan negativo que profundice la idea de no hay futuro, aunque si varios microeconómicos que muestran insatisfacciones crecientes y techos individuales acuciantes. Cierto es que la pandemia empeoró todo indicador. Sin embargo, las protestas eran anteriores a ella y no como consecuencia de los efectos de esta. Si sumamos la base científica, capacidad fiscal, industrial, tecnológica, reservas, PIB per cápita, etc., esos países continúan poseyendo indicadores mucho mejores que gran parte del mundo. Seguramente mientras varios países estén intentando recuperarse de la pandemia en los próximos años, varios de los hoy “decadentes” regímenes liberales estarán definiendo la segunda mitad del Siglo XXI. La crisis del 2008 y la posterior recuperación es una buena muestra de la capacidad de adaptación y recuperación de los hoy “diezmados países occidentales”.
Tres ejes nos asisten para entender que subyace al actual momento. El primero expone el agotamiento de la vieja idea de identidad nacional y fortaleza por la cual el capitalismo vivió su “época de Oro” en la unión entre nación e industria. Ernest Gellner lo considera clave ya que existía un intercambio “justo”. La nación “pedía” lealtad, al tiempo que “daba algo a cambio”, pertenencia. El modelo de Cadena Global de Valor, en auge desde 1970, tiene aparejada otra idea. La fortaleza viene de ser una parte de algo más grande y a la vez intangible, que se basa en el conocimiento y tecnificación principalmente, y no necesariamente visible a los ojos de quien lo produce. Las partes, las posiciones, y los hombres en dicha cadena son reemplazables. La sensación de “pertenencia” a una sociedad económica queda reducida a un núcleo menor, especialmente, a los trabajadores de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas y población con capital; el resto, no o lo hace con contribuciones marginales. Pero como señala Stanley Hoffman en su articulo, la crisis del internacionalismo liberal, yo no sentimos más estar en control de nuestras vidas, el cual depende de “otras cosas”, un etéreo difícil de digerir.
A ello se suma en segundo lugar, el peso de “la uniformidad metropolitana”. Durante el siglo pasado, la cultura específica del país generaba que una persona se vinculase mucho más con un mismo habitante de su país, incluso de otra clase, que con un habitante de otro país. Un habitante promedio de Roma en los ‘60 poco hubiera encontrado en común con un neoyorkino, la cultura común no existía, salvo para ciertas elites de derecha como de izquierda. Sin embargo, Renauld Le Goix señala que actualmente la norma en el mundo actual es la “reproducción” de modelos de ciudades, independientemente de las latitudes: calles, aromas, distritos “culturales”, y lógicamente, plazas históricas similares con las estatuas “clásicas” que todo turista debe ver. Esta geografía urbana común “acortó” las distancias culturales proveyendo de solidaridad efectiva a quienes son o se sienten desclazados, generando protestas alrededor de sitios icónicos y destruyendo aquello que creen base de toda injusticia. El efecto contagio opera bajo el mismo ambiente, comparten frustraciones por la impotencia de no poder lograr algo más, o de ser los primeros en verse afectados por las crisis. Tu lucha, sea la que fuera, es o se emparenta con la mía, ya que el sistema no nos representa. Alta intensidad, corta duración y finalmente alta futilidad, excepto tal vez si se considera como éxito el cambio del nombre de un centro de estudios internacionales de una universidad como Princeton.
Finalmente, debemos agregar el rol de las redes sociales y la llamada colaboración horizontal. William Davies, autor de “Estados Nerviosos: como los sentimientos tomaron al mundo”, explica que vivimos en un tiempo de muchedumbres agrupadas alrededor de sentimientos en general negativos (odio, enojo, miedo). Los sentimientos fluyen con facilidad, son pasibles de ser manipulables debido a una capacidad reducida para reflexionar desapasionadamente sobre determinados eventos producto de la inmediatez y una creciente descontextualización de hechos, a lo cual se sume la manipulación adrede de imágenes.
Quienes remarcaban que las redes sociales permitirían coordinar mejor, interactuar y eventualmente convencer a oponentes, se encuentran con una creciente dinámica inversa y de burbuja. Nos congregamos con quienes nos sentimos cómodos, y siguiendo con el precepto gregario tradicional: al oponente “ni cavida”. En la batalla por las ideas, las redes sociales son un terreno fértil para la confusión sistémica. Las mismas se hacen cada vez más básicas, recurriendo a simplificaciones porque, como ya lo advertía la clásica comedia “Idiocracia” (Idiocracy), nos encontramos en una declinación general de la cultura.
A ello debemos sumar la importancia de la colaboración horizontal (crowd-sourcing), donde las bases de datos públicas (Wikipedia, Open Street Map, etc.) y el software de licencia abierta es utilizado por los movimientos antisistema. Por ejemplo, alterando la ubicación de una estatua, detallando ubicaciones falsas o señalando lugares “donde debería estar”, o la constante alteración de la biografía de una personalidad. La historia se juzga con parámetros erróneos, se pregona la desconfianza a los gobiernos, en especial a los democráticos, aparece la objetividad contingente y de cuando en cuando da lugar a acciones como el derribo de estatuas, lo cual lejos de ser un evento transformacional, es solo una expresión de turba. Más allá del éxito táctico, no hay puntos en común para desarrollar un programa de gobierno. De hecho, hay serias dudas que los Demócratas puedan canalizar la totalidad de los reclamos, si bien están aprovechando las manifestaciones.
Tirar estatuas no es algo nuevo. Históricamente se han derribado por múltiples razones con un solo objetivo: hacer desaparecer la historia previa. Los Talibanes derribando los Budas de Bamiyan; la destrucción por parte del Estado Islámico de estatuas en Mosul; las imágenes de la ocupación temprana de Bagdad cuando soldados norteamericanos se ensañaron con una estatua de Saddam colgándole una bandera para dar lugar a residentes iraquíes en su destrucción; o el derribo de estatuas de líderes soviéticos dentro de los Estados de la Ex URSS en los ’90. Todo ello no difiere en nada con la vandalización de la estatua de Churchill o de Leopold II en las recientes protestas. No obstante, mientras unas caen, otras se erigen como la llegada nuevamente de Lenin a una plaza en Berlín.
Las estatuas derribadas son una anécdota, pero abren una discusión acerca de la sanitización de la historia. La pregunta que se deriva necesariamente es ¿quiénes somos, en términos generacionales, para hacer desaparecer la historia común que nos llevó hasta este punto? Sí queremos generar una imagen de cambio, ¿vale esa imagen derribar aquello que nos permitió evolucionar tanto como individuos y como sociedad, con todo lo que un proceso de aprendizaje supone? De hecho, la historia no desaparece, queda como un fantasma dispuesto a acosarnos en nuestros momentos de mayor complacencia. La mejor forma de preservar el legado futuro de quienes son agentes de transformación es la preservación de aquel que proviene del pasado. Si destruimos a nuestros demonios pasados, en base a argumentos sentimentales, ¿no estaremos preparando el terreno para futuros ofendidos? Vayamos un paso más en pos de “curar” la história, dado el debate suscitado por la decisión directiva de la Universidad de Princeton, bien podríamos reemplazar la lectura de Woodrow Wilson en los programas de relaciones internacionales a partir del 2021.
Quizás lo más grave se deba a que la reescritura de la historia, de modo colectivo, apoyado en la tecnología, obvie algo clave que hasta ahora se mantuvo gracias a la libertad académica: la dualidad de las figuras históricas. Si bien en una primera época los cuestionamientos a figuras decimonónicas no eran posible, hacia mediados del SXX eso fue cambiando y casi todo líder hoy cuenta con biografías que exceden aquella autorizada, complementando errores (muchas veces fruto del contexto histórico, sólo observable en retrospectiva) con aciertos (beneficencia, negociaciones de paz, adquisición de territorios para la nación, etc.). Aquellos hombres que han actuado en contra de los valores comunes de la humanidad (Stalin, Pol-Pot, Hitler) no han podido sobrevivir al paso inmediato de la historia, y si bien quedan grupos que los honran, son marginales y ya cargan con el oprobio de la razón.
Quedará por ver si se seguirá sosteniendo uno de los puntos clave de las democracias liberales, la aceptación y convivencia de entendimientos complementarios y no excluyentes sobre la evolución de nuestras sociedades, con sus claros oscuros que permitieron el aprendizaje: la tolerancia cruzada tanto a lo nuevo como a lo previo y la autocrítica certera como motor de transformación.