jueves 5 de diciembre de 2024
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De la vida en orsay, del tiempo loco

I. “Fueron años de cercos y glicinas, de la vida en orsay del tiempo loco”, poema impecable de Cátulo Castillo para honrar a Homero Manzi. Recurro a él para hablar de un año y medio de mi vida, de un año y medio de mi vida en una casa. Hablo de mí, de la casa, y de los amigos y de las amigas que la frecuentaban. Ocurrió en 1980. La casa estaba en calle Mendoza, entre San Martín y San Jerónimo. Pleno centro. La garantía del alquiler me la dio un señor que, sin exageraciones, podría calificar como un caballero. Y al que siempre honré su confianza, aunque ahora, cuarenta años después,  diría que en su lugar jamás hubiera sido garante de un tipo como era yo en 1980. Balances autocríticos al margen, la casa adquirió una singular identidad en una cuadra cuyos vecinos no estaban habituados a contar con vecinos de nuestra catadura. Continuemos. Era una casa antigua, en sus tiempos seguramente debe de haber sido señorial, como lo probaban las aberturas, los balcones, las puertas, la calidad de los pisos. Si se cumplieran los deseos de Mujica Lainez acerca del alma y la personalidad de una casa, me animaría a decir que esta buena señora jamás en su vida imaginó que alguna vez en su larga vida contaría con huéspedes como nosotros.

II. En su mejor momento en la casa vivimos ocho personas, sin contar novias ocasionales y amigotes que de vez en cuando se quedaban a dormir. Sus habitantes solo teníamos en común  la marginalidad, la bohemia o como mejor quieran llamarlo. Había estudiantes, músicos, poetas, algún vendedor ambulante, algún viejo patricio caído en desgracia y uno de los gays más famoso de la ciudad. Digamos que no faltaba nada ni nadie. Las visitas también eran heterogéneas: intelectuales, militantes barriales, atorrantes y cuenteros: incluso dos chicas de la noche que se ganaban la vida en Bacán y dejaban en casa su ropa casera para vestirse con los atuendos que el oficio le exigía. La habitación principal, con un amplio balcón sobre calle Mendoza era la mía. El cuarto del lado lo ocupaba Jorge, entonces con veinte años, rubio, con aires a James Dean y vocación literaria. En una casa de ese temple no podía faltar un peronista. Se llamaba Luis. Veinteañero, divertido y, a diferencia de Jorge, y para honor su condición de peronista, no tenía un libro en el cuarto; y sospecho que su exclusiva lectura debe de haber sido “La razón de mi vida”…no mucho más que eso. En un cuarto del fondo, al que se accedía por una escalera caracol, vivía Agucho. Veterano, timbero y curda. Su ascendencia patricia la invocaba ebrio y sobrio. En otro cuarto estaba Billy, el que ponía orden en la casa. Billy llegó recomendado por un amigo común. Era encantador y desde un primer instante se ganó la simpatía de las novias de la casa a las que divertía y halagaba con sus ocurrencias y atenciones. También con sus salidas repentinas. No me acuerda quién de ellas mencionó su condición de gay. Le respondió sin sacarse el cigarrillo de la boca y con su voz algo aguardentosa, algo entabacada. “Yo no soy gay, yo soy puto”. Después agregó. “Y de los de la guardia vieja, de los tiempos en los que ser puto era un riesgo y para las almas beatas una vergüenza”.    

III. A la casa de calle Mendoza llegaban sabiondos y suicidas, locos y cuerdos, alegres y apenados. No sé cómo hacíamos para vivir en esas circunstancias, pero vivíamos. Tito Mufarrege, personaje distinguido de los relatos de Saer, era un visitante habitual. Amigos y amigotes de otras ciudades sabían que en calle Mendoza tenían un lugar donde dormir y compartir un vino. Nunca voy a olvidar esas noches de primavera y verano en el patio, conversando, riéndonos, hablando de Dios y María Santísima. El Gallego de Córdoba era otro de los visitantes habituales. Español, republicano, católico y monárquico. Un personaje que no hay estudiante universitario que no lo recuerde con una sonrisa de admiración y nostalgia. Y su frase célebre: “No sé si los estudiantes saldrán de mi cátedra sabiendo de historia o de economía, pero seguro que saldrán con los cojones del cerebro agitados”.  Por supuesto llegaba haciendo notar su estilo. Su estilo entre Bradomín y el Quijote; entrd Quevedo y Unamuno.. Delgado, ojos oscuros, vejas espesas, barba canosa, voz de trueno. Gabardina, bastón y sombrero.  Golpeaba la puerta y gritaba desde la planta baja: “Abran los del castillo”. Y algunos de nosotros desde el balcón preguntábamos: “¿Quién vive?”. Y la respuesta de siempre: “Don Luis de Córdoba y del Amo, duque de Liri y marqués de la Ciudad Cordial”. Y la última frase que se perdía en el aire: “Vasallos… bajad los puentes y abrid los pórticos que el duque de Liri ha llegado”. Estábamos todos medio locos. Me imagino que habrán pensado los vecinos y distinguidos paseantes de calle Mendoza y San Martin cuando contemplaban esas escenas.

IV. No todas eran flores con don Luis. Había que bancarlo. Una noche con algo de llovizna, una noche en la que yo estaba en cama demorado por una gripe, escuchaba cómo en la cocina los amigos hablaban a los gritos. La ceremonia se había iniciado cerca del mediodía y siguió hasta la noche. Lo de siempre. En esos días se había agregado a la casa el Ruso, a quien por razones de decoro no voy a dar su apellido. Todos participaban del jolgorio y todos se pusieron de acuerdo en continuar la parranda en Bacán, con su whisky y sus señoritas. Don Luis advirtió que acababa de cobrar su jubilación, y para evitar cualquier riesgo o tentación decidió dejar la plata en un placard de la cocina. Todos marcharon a Bacán, pero el Ruso se despidió antes, regresó a casa, tomó el dinero de don Luis y se fue a la terminal de ómnibus  Nunca más lo ví. Estábamos furiosos con él, pero el que realmente estaba furioso con nosotros era don Luis, para quién no había dudas de que la plata se la habíamos robado  nosotros…

V. Creo que durante años don Luis creyó en esa versión. Versión que, además, desparramó por todos lados, motivos por el cual a nuestra dudosa mala fama en el barrio ahora se sumaba la imputación de que desvalijábamos a nuestros desprevenidos visitantes, incluso a un abnegado docente español exiliado del franquismo. Una preciosura de chicos. Aún tengo presente las imputaciones y las imprecaciones de don Luis contra nosotros. “Bien merecido me tengo lo sucedido por juntarme con chulos, tunantes y truhanes…por confiar en estudiantes que no estudian, pintores que no pintan, trabajadores que  no trabajan y músicos que perdieron la guitarra en alguna taberna miserable o en algún burdel de mala muerte”. Y se paseaba por el patio de casa con sus pasos largos y sus gestos ampulosos que según él eran idénticos a los del marqués de Bradomín, el personaje de Valle Inclán: “Feo, católico y sentimental”. Y esas imputaciones con las variaciones del caso se las contaba a todo el que quisiera escucharlo. “Y dad gracias a Dios que lograron convencerme por las buenas para llevarme a uno de esos prostíbulos infames, porque sino estos bergantes, estos granujas y golfos, me matan de un palo, me roban y me tiran a las jaras como “Ana y los lobos”. Inútil tratar de convencerlo de que estaba equivocado. “Y tu eres el bribón mayor de esta chulería; fingiste estar enfermo para desplumarme”. Y de remate: “Y sois tan infames, que no habeis imaginado nada mejor que recurrir al más descardo antisemitismo, es decir echarle la culpa a un pobre judío…propio de cantamañanas como ustedes, mano de obra dispuesta a cualquier bajeza, a cualquier bribonada…” Y así seguía. 

VI. Hasta mediados de 1981 la casa fue una romería. De mañana, de tarde, de noche y de madrugada. Nunca nos sobraba la plata, pero siempre había recursos para un asado o una tallarinada. No había fechas. Un domingo podía parecerse a un viernes yn lunes a un sábado. El vino y la cerveza nunca faltaban. Los visitantes de la casa pertenecían a todos los palos: intelectuales, políticos, desocupados, artistas, cuenteros y “esas chicas mal de casas bien, con esas otras chicas bien de casas mal”. Se hablaba de política, de literatura, de teatro y de nuestras propias andanzas nocturnas. Ese año, 1980, murió Jean Paul Sartre. Leí la noticia en el diario mientras tomaba un café en La Modelo. Y esa noche, más de treinta amigos nos reunimos para celebrar la despedida del maestro. Éramos jóvenes, irresponsables, desmesurados, pero nada de lo que ocurría en el mundo y a nuestro alrededor nos resultaba indiferente. Vivíamos a mil, pero nos gustaba la velocidad y el riesgo. En esa casa cumplí treinta años. Hubo festejos y una amiga trajo grabado “Poema de octubre”, de Dylan Thomas, que se inicia precisamente con “Era el año que treinta cumplía…”. Esa noche terminamos en Thalía, el bar-teatro de Ricardo, sobre calle 25 de Mayo, el mismo  bar donde mi amigo Tomás me presentó a María Antonia, la mujer que un par de años después sería la madre de mi hija Natalia.

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