El pacto entre Cristina y Alberto acarreó a los opinadores políticos y periodísticos muchas dificultades conceptuales para entender y explicar el cuarto gobierno kirchnerista a lo largo de los 26 meses transcurridos.
Poco intuitiva pero bien palpable la diarquía es el régimen de poder real instaurado en diciembre de 2019. En efecto, comparten el poder el Presidente con votos prestados y la Vicepresidente con medio gobierno en sus manos.
Los acuerdos van escaseando con el transcurso del mandato y la acumulación de tropiezos. Predominan los vetos cruzados y la consiguiente parálisis en amplias áreas del gobierno.
A mediados de 2022 una inflación descontrolada desata la corrida cambiaria; el Presidente queda desguarnecido y la Vicepresidenta se siente expuesta por la inminencia de un juicio por corrupción.
La posibilidad de que la dupla del poder se rompa es percibida por todos. Serias amenazas a la gobernabilidad obligan a jugadas desesperadas.
Sergio Massa se ofrece para pasar al Poder Ejecutivo. Primero lo rechazan y después dada la falta de variantes que provean capacidad de maniobra hace que lo integren al esquema de poder como Ministro de Economía, cartera a la que suma Producción y Agricultura.
En ese momento se remodela la cúpula del poder y pasa a instaurarse un triunvirato en el que el llamado superministro se suma a los integrantes de la fórmula de manera que a través de concesiones recíprocas los tres se acomodan para distribuirse competencias en la cima.
Es un triángulo el que se dibuja en la cúpula del poder. A no engañarse con la sensación de que el Presidente desaparece de escena, el reacomodamiento es complicado como lo son las parejas cuando un tercero los desafía al menage a trois.
Los dos triunviratos que ejercieron el gobierno entre 1811 y 1815, durante el período revolucionario de la historia argentina como la Junta Militar que tomo el poder en 1976 en nombre de las tres fuerzas armadas son precedentes interesantes que en esta nota no vienen al caso porque no son sucesores de un poder dual.
Tal vez no sirva de nada o acaso sea apenas una alegoría lejana pero hay sí un caso histórico en el que un gobierno de dos es sustituido por un régimen de tres y espero que despierte la curiosidad y la imaginación del lector.
En la Roma republicana del siglo I antes de Cristo, antes y después de la tiranía de Sila (entre el 81 y el 80 AC) el gobierno sumado al mando militar era ejercido por dos cónsules electos por votación popular, bajo la égida del senado aristocrático.
Tras una crisis política, dos generales victoriosos y un tercero, joven y ambicioso, cerraron un trato para dirigir Roma de manera conjunta. El Senado persistió pero el orden preestablecido fue alterado para instaurar esa tríada tan informal como poderosa.
Uno era Pompeyo, triunfante frente a los piratas que, desde sus bases en África, asolaban el mar Tirreno; el segundo era Craso, además de magnate, triunfador frente a la rebelión de los esclavos liderados por Espartaco.
Ambos eran cónsules y tentados al tiempo que amenazados por el emergente liderazgo del tercero, César, heredero de Mario, antiguo rival de Sila, resolvieron pactar con aquél para absorber su ambición pero reteniendo cada uno buenas cuotas de poder.
El esquema fue efectivo durante varios años (desde el 60 hasta el 53 AC). Mientras que Pompeyo, casado con una hija de César, se mantenía en Roma los otros triunviros partieron al mando de sus legiones para asegurar los apartados dominios del imperio.
Craso murió en Oriente, abatido en la guerra contra el imperio Parto y César salió airoso de su célebre campaña de las Galias, lo que le granjeó la ira del Senado y el fervor de la plebe romana.
Desarmado entonces el esquema, con la esposa de Pompeyo fallecida, César desobedeció una vez más y cruzó el Rubicón iniciando una guerra civil contra Pompeyo y el Senado.
Tiene lugar entonces la famosa persecución a través del Adriático y la batalla decisiva librada en los Balcanes, la de Farsalia en el año 48, cuando César se hace con la victoria.
Pompeyo, vencido, huye a Egipto donde fue decapitado y el poder queda en manos de César, quien más tarde, en el año 44, es emboscado y acuchillado por los senadores. La clase aristocrática quiso cortar de cuajo la posible instauración de una monarquía hereditaria.
Octavio, sobrino y heredero de César y Marco Antonio, su lugarteniente, buscan la venganza, forman junto a Lépido un segundo triunvirato y desplazan por la fuerza y para siempre a la aristocracia.
El trío dura pocos años y el desenlace fue la coronación de Octavio, bajo el nombre de César Augusto, como el primer emperador de una saga que se prolongará por más de 400 años.
Como anticipamos, ninguna ley histórica puede formularse acerca de estos raros casos en que un gobierno de dos, aún distorsionando la Constitución vigente, se ve forzado a admitir un tercer integrante para alcanzar alguna eficacia gubernamental.
El triángulo con sus tres vértices es una figura elegante pero en el Estado su eficacia es dudosa. Sobre todo porque sus tres integrantes se ven forzados a un equilibrio trabajoso entre iniciativas individuales y vetos recíprocos.
En nuestro caso, la capacidad decisional de Alberto está bastante agotada por su propia inepcia, por el funambulismo a que lo obliga el contrato originario con Cristina y por su impotencia para romperlo.
Ella, acosada a su vez por los juicios que pueden condenarla por corrupción y encerrada en su narcisismo fue el agente activo y faccioso de la anulación del poder presidencial.
Ambos integrantes de la fórmula, no pueden continuar, ni derrotarse, ni sucederse uno al otro y recurren a incorporar a su socio hasta entonces menor, Sergio, para que restablezca una cierta capacidad de tomar decisiones.
Es un enigma cuántas chances tiene este nuevo esquema de poder para mantenerse en “el control del país” como llamó su inefable vocera a la continuidad de Alberto en la cuerda floja de su mandato constitucional.
Era, entonces, evidente, que al ritmo de las corridas cambiaria y monetaria y de las amenazas de sangre y saqueos la gobernabilidad, que de eso se trata, se escapaba como arena entre los dedos.
Entre tres se crea la ficción de que pueden fabricar algunos meses de expectativa, al menos hasta divisar el fin del mandato.
Reconstruir atracción electoral es, en ese contexto, una meta mucho menos probable, tanto como sus condiciones inexcusables: recomponer las reservas, ajustar el gasto público y frenar la estampida de precios.
Lo que el remoto antecedente histórico aquí reseñado parece sugerir es que el triángulo es un formato de poder, si bien sostenible, de trámite tortuoso al que sólo la muerte, la derrota o algún otro avatar trágico pueden darle una salida.
La respuesta institucional deseable e ineludible debe ser, tarde o temprano, un Presidente o presidenta al timón, con la legitimidad que exige la Constitución y que confiere el sufragio popular.