Pocas cosas son tan aleccionadoras para quienes intentamos descifrar los fenómenos políticos como mirar los escritos en retrospectiva. Así ocurre ahora.
¿El loco o el ladrón? Ese dilema atormenta a quienes creemos en la política de los principios y somos llevados por nuestras convicciones democráticas a una opción de la que es imposible escaparse.
Las dos son opciones inciertas. El loco ha ido cambiando sus propuestas, la mayoría alocadas, día
a día. No tiene equipos ni experiencia de gobierno. Ha recorrido en los últimos años todas las opciones a las que muchos hemos enfrentado en cada coyuntura: Menem, Duhalde, Kirchner, Scioli, Cristina. Un catedrático tan importante como Guy Sorman -de quien al parecer fue alumno- nos advierte sobre su inmadurez. Un sociólogo tan importante como Loris Zanatta lo hace sobre su inestabilidad emocional.
a día. No tiene equipos ni experiencia de gobierno. Ha recorrido en los últimos años todas las opciones a las que muchos hemos enfrentado en cada coyuntura: Menem, Duhalde, Kirchner, Scioli, Cristina. Un catedrático tan importante como Guy Sorman -de quien al parecer fue alumno- nos advierte sobre su inmadurez. Un sociólogo tan importante como Loris Zanatta lo hace sobre su inestabilidad emocional.
El ladrón, por su parte, se ha enriquecido en silencio a su paso por cada escalón de la función pública, en la que se inició militando en la UCD de Alsogaray. Fue menemista, Duhaldista, kirchnerista, antikirchnerista, nuevamente kirchnerista y luego Massista. Massista, hasta el final y sin reparo, sin amilanarse ante el uso de fondos públicos fabricados-falsificados en un nivel alucinante -hablan de casi 2 PBIs en pocos meses- con la sola ambición de su llegada al poder. Sin escrúpulos, sin vergüenza ni valores, con hipocresía primero y con cinismo luego.
El análisis propio, por su parte, nos trae a la memoria nuestra propia mirada, desde hace más de una década, cuando reinaba el kirchnerismo y la oposición bailaba el minué del frente de centroizquierda. En ese momento, en soledad, advertí -ninguna hazaña- que el drama de la Argentina había sido la ruptura de sus clases medias entre sus versiones capitalina y federal. Ese hiato, que dividió el amplio torrente que fuera expresado por el radicalismo durante el siglo XX, se fragmentó entre las nuevas expresiones del PRO y de la CC en el “AMBA”, mientras que el interior productivo seguía mayoritariamente en las filas del viejo partido. La división era aprovechada por un peronismo que también lo había advertido y operaba en silencio, con toda clase de herramientas -desde seudos “relatos” ideológicos, ingenuamente adoptados por militantes de esas fuerzas, hasta la compra directa de voluntades de dirigentes, para lo que son maestros-.
“Para retomar la construcción democrática de la Argentina es imprescindible volver a unir a las clases medias, que hicieron el país moderno”, escribí hasta el cansancio.” Al final, pudo darse. Pero unos y otros, por diversas causas, se negaron a una confraternización que se tradujera en herramientas formales de toma de decisiones y resolución de conflictos, programas y candidaturas. Cada uno en su nido, mirándose con recelo, conformaron una sociedad sin “afectio societatis” dejando al destino y a cada coyuntura la resolución de problemas. Y así no funciona una democracia moderna porque vuelve a abrir el campo de las desconfianzas, de las posibles traiciones y hasta de las rupturas.
Seguramente todos honestos y creyentes de sus convicciones, no supieron articular mecanismos que permitieran resolver rumbos. Y dentro, cada uno empujó por el propio. La sociedad, en consecuencia, se desorientó.
En esta confusión surgió la voz “libertaria” del loco. El hastío de los compatriotas de a pie, que frente a sus angustias cotidianas -disolución de su salario al ritmo de la disolución del peso, incertidumbre sobre el futuro de sus jubilaciones o retiros, ahogado por una presión fiscal e impositiva nacional, provincial y municipales que impedía cualquier iniciativa productiva, sin salud pública, sin educación y sin seguridad- quería que alguien le hablara sin los discursos “de segundo piso”, correctos pero insuficientes para expresar la indignación. Esa voz hizo mella en muchos compatriotas de clases medias y en quienes aspiraban a serlo o a no dejar de serlo. No era un relato sino un grito de hastío, de bronca, de impotencia y asfixia.
La voz se convirtió en mito, tal vez fugaz pero con el resultado de recrear la división de las clases medias. El ataque desaforado a las demás expresiones de las clases medias modernas calificadas como “casta” e incluso el agravio innecesario a figuras señeras en la construcción de la democracia como la de Alfonsín clavaron un hito irreversible de repudio. Quedará siempre la incógnita si esos pasos fueron resultado de su locura o de una inteligente tarea de demolición de la unidad elaborada por los tradicionales rivales del país moderno, la Argentina populista, cerrada, rentista y decadente, que gira alrededor del peronismo.
El agravio reiterado al Papa, despertando por reacción una militancia cotidiana en favor de la defensa del pontífice, fue sin dudas una de las principales causas del crecimiento electoral del 50 %, tres millones de argentinos, en la performance electoral que nadie puede atribuir a la “capacidad de movilización” de la estructura peronista o a alguna afortunada o desafortunada frase de Mauricio Macri. Ese país católico -y la Iglesia- reaccionaron apoyando a la opción que veían más cercana al Papa y al “país católico”, que es el obviamente el peronismo.
El otro sector de las clases medias no atinó a responder adecuadamente con una inteligente propuesta transformadora. Enredada en una lucha interna inexplicable terminó saldándose con un hiato horizontal: el noventa por ciento de la dirigencia en un lado arrastrando al 10 % de su electorado, frente al diez por ciento de la dirigencia representando al 17 %, pero dejando heridas profundas que tampoco se suturaron a tiempo.
Del otro lado, la construcción del relato tampoco fue novedad. Lo usó ya Duhalde en el 2001 para dar el golpe a un gobierno que intentaba una modernización democrática del país, la falsaria “unidad nacional” que alineó a los mismos actores que se busca alinear ahora con similar mensaje, obviamente simple escudo para ocultar lo que en última instancia se hará, sea lo que sea. Puede ser continuar con la decadencia infinita con la que lucrar mediante un poder sin controles ni rendición de cuentas hasta terminar de convertir al país en una gigantesca toldería manejada por una narco-nomenclatura millonaria -sueño del “pobrismo” jesuita-, o puede ser un giro “menemista” que intente nuevamente un ajuste sobre las clases medias y mayor endeudamiento y dependencia externa. El populismo no suele mostrar las fichas que esconde tras sus relatos de ocasión. La “unidad nacional” se sostendrá con algún ministerio o secretaría, “anche” embajadas, sin influencia alguna en el rumbo del poder pero que significará absolver a los ladrones.
¿Qué hacer entonces? Pues… volver a las fuentes. En lo personal, y ya retirado, me aferro a lo que me atrajo del radicalismo toda la vida: su sentido principista, democrático y honesto. No lo veo en ninguna de las dos opciones. Y me viene a la memoria aquella frase del fundador que todos en algún momento hemos repetido: “Nunca he practicado la idea de que en política se hace lo que se puede y no lo que se quiere. Para mí, hay una tercera fórmula que es la verdadera: en política, como en todo, se hace lo que se debe, y cuando lo que se puede hacer es malo, no se hace nada”.
Yrigoyen hubiera dicho “abstención revolucionaria”. Ojalá pudiéramos hacerlo, con una fuerza política que lo representara cabalmente. No la tenemos. Como humilde ciudadano simplemente creo que esos valores hoy me indican claramente el camino: no votar o votar en blanco.