En la medida en que transcurren estos meses del 2023, el ritmo del proceso electoral se va acelerando. La necesidad del cambio político es clamorosa. Sin embargo, la oposición democrática está con dificultades para visualizar el cuadro de situación con que se encuentra. Mientras que la coalición de partidos parece sólida y bien perfilada ante la opinión pública, su configuración operativa para el enfrentamiento electoral padece dificultades serias.
La propuesta política de la oposición democrática está amenazada por un progresivo desencuentro con el nivel de conciencia de amplios segmentos del electorado aún de aquellos distanciados del oficialismo. El peligro consiste en que los discursos y gestos de los precandidatos y de los partidos coaligados no despiertan ni estimulan ni alimentan los deseos de cambio y transformación en la subjetividad de masas que bien fue llamada la esperanza democrática.
Por el contrario, el escenario público está ocupado por una contradicción que a la vez atrae y confunde. El espejismo de reducir el déficit público amputando funciones esenciales del estado es proclamado como respuesta a la rampante corrupción y al clientelismo que el oficialismo se deleita en practicar. Ambos fenómenos se retroalimentan en una mutualidad tan irrazonable como perversa. Así se urde el atolladero en que la coalición opositora va siendo atrapada.
¿Cómo tender el puente entre la alternativa de cambio político y las preferencias mayoritarias de la ciudadanía? Hay que cultivar y fomentar un imaginario social o dicho en otros términos formular una visión del país deseable para los próximos años. Crear y explicar esa imagen objetivo, la que es factible difundir a través de una estrategia global es una misión impostergable de los líderes y partidos que integran la coalición opositora. El eje troncal son las instituciones.
En esa lógica es clave no solo lo instituido, comenzando por la constitución nacional y su pleno restablecimiento, sino también lo que se requiere instituir para atender la agenda de fondo, la de los problemas estructurales que están en parte subestimados y en parte ocultos. Es verdad que las elecciones se ganan dando respuesta a las preocupaciones inmediatas del electorado. Hoy en día la inflación y la inseguridad emergen como los problemas dominantes de la agenda.
Pero, cuidado, los síntomas son los que duelen pero los remedios que sólo palian el dolor engañan y al final de cuentas agravan al paciente. Es imprescindible que las plataformas y los candidatos se refieran a esos problemas acuciantes pero también lo es que sus causas estructurales ocupen un sitio destacado en el discurso político. Los problemas raigales están poco explicados y mal entendidos entre sectores del electorado, entre ellos los jóvenes con trabajo precario.
Una estrategia global para el desarrollo de la Argentina requiere hincar el diente en esos problemas estructurales y es preciso que se vuelvan conscientes en la mayoría electoral a constituir en los próximos meses. El trío de impotencias que nos ataron a esta larga decadencia está formado así: 1°) no fuimos capaces de acumular capital productivo; 2°) no contamos con un estado sólido y eficaz; y, 3°) no logramos integrar en el tejido social a la población sumergida.
El despliegue de esa política que nos jerarquice de nuevo como país entre las naciones de América del Sur y del mundo requiere instituciones nobles, comenzando por la Constitución Nacional, cuyo sentido está menoscabado y desdeñado cada vez que los afanes de perpetuación se colocan por encima de la ley. Pero, también, hay que convocar a instituir nuevas reglas de orden y progreso, que favorezcan el federalismo, la prosperidad y la justicia social.
Los portavoces de ese mensaje sugerente y descarnado son los líderes, en cuyos talento reside la aptitud de comunicar, argumentar y convencer. Pero, el contenido se elabora en los tanques de pensamiento de cada partido, por supuesto, y en su estrecho vínculo con los bloques parlamentarios que en conjunto son el semillero en que se entrenan los cuadros capaces de dirigir los diversos departamentos del gobierno, cuando llega la responsabilidad del poder.
La división intelectual del trabajo que distribuye tareas en las numerosas especializaciones para abarcar la compleja realidad imperante conduce, así, a una colección de respuestas focalizadas que escuchan y lidian al mismo tiempo con los intereses de los respectivos sectores de actividad. Es inevitable. Pero, a no olvidar que la suma de los óptimos sectoriales no equivale a un óptimo integral. La solución a los problemas estructurales exige una síntesis global.
No hay un ángulo especializado desde el cual proveer esa imagen objetivo. Ni siguiera los saberes de los macroeconomistas lo ofrecen por sí solos. Por supuesto que equilibrar los precios relativos, defender el valor de la moneda, insertar nuestra producción en el mundo, balancear el financiamiento del estado son todas condiciones vitales para apoyar la estrategia global. Pero los heterodoxos, más conocedores de la economía real son también indispensables.
Más allá de la disciplina económica, se requiere entender en profundidad los secretos de la estratificación social, los dictados de la demografía y de la espacialidad sobre el desempeño productivo del país y de cada región. No son menos esenciales los politólogos y los juristas, en fin el intercambio entre los especialistas con sus aportes en un abordaje estratégico sobre el estado, la sociedad y la producción en el convulsionado concierto mundial.
En un santiamén acaban de hacerse los comicios provinciales en un tercio de los distritos, desdoblados del certamen nacional del segundo semestre. Tenemos que leer sus resultados. Pocas fueron en verdad competitivas, la mayoría muestra hegemonía electoral. Buena parte de los sistemas políticos provinciales son independientes de las formaciones nacionales y pactan o rompen con éstas en el Congreso o en el trato directo con el Poder Ejecutivo.
El país está desarmado en intereses locales, con capacidad de seducir a sendos electorados. La gran pregunta es si las coaliciones operantes en torno a la disputa del gobierno central son nacionales genuinas o son locales del área metropolitana que, por peso poblacional y económico gravitan más sobre la renovación presidencial. Cabe la duda, ¿habrá allí una representación cabal del entero país o apenas el disimulo de una fragmentación entre territorios?
No está de moda hablar de conciencia nacional pero se debería. No se trata de una noción metafísica u ontológica, ni de un destino manifiesto o de una condena al éxito. Es tan simple como un sentimiento, un espíritu, una identidad que nos sea común de norte a sur y de este a oeste, que nos ubique por encima de las legítimas y valiosas idiosincrasias. Requiere que nos aceptemos, nos visitemos, nos escuchemos y nos apreciemos entre todos, en un plano de fraternidad.
El diseño de una estrategia global para la Argentina y, sobre todo, su implementación exigen la conciencia nacional de los grupos y partidos que ejercen el poder en cada territorio. La sedicente política nacional es la más obligada a asumir que su condición local en torno al Congreso y la Casa Rosada no es fuente de más atribuciones sino de más obligaciones. Hay muchos argumentos y muy actuales para que giremos sobre nuestros talones.
Puede decirse que para un imaginario social y una estrategia global es primordial tener una perspectiva sobre el mundo y es cierto. Pero en estos tiempos el mundo se recuesta sobre el Pacífico y ya no tanto sobre el Atlántico. Si la mirada desde el área metropolitana se dirige al oeste, al sur y al Norte la lente de relación con el mundo será también el corazón de América del Sur, la médula agro industrial brasileña, los puertos chilenos que acortan distancia con Asia.
No implica olvidar las posibilidades comerciales con la Unión Europea, ni los puntos en común con los Estados Unidos y su potencial tecnológico ni al África. Al contrario, conciencia nacional supone reconocer el potencial en todas partes del país e impulsarnos a través de todas las fronteras; poner en pausa la idea de que la pampa ex húmeda es el corazón productivo y que su población es la mejor dotada para servir de tractor a los confines lejanos.
Al rumbo de la estrategia global nadie debe ser arrastrado por nadie. La soja, el gas, el litio son las promesas de solucionar en plazo breve la escasez de reservas. Sin embargo, el drama histórico de la Argentina no ha sido carecer de producciones excedentarias, las ha tenido y éstas marcaron, por ejemplo, los despegues en las primeras décadas del siglo XX y del siglo XXI, con precios y términos de intercambio favorables.
El drama de nuestro país fue y es no saber aprovechar los ciclos favorables y precipitarse a vivir de rentas en lugar de emprender el camino esforzado del desarrollo sostenible. Es conocido en el mundo el síndrome de la “enfermedad holandesa”, una riqueza exportable que sin embargo provoca estancamiento en el largo plazo. Una estrategia global puede y debe aprovechar esas coyunturas pero sin dejar de impulsar vías más permanentes, con agro, industria y empleo.
Hablando de riquezas dormidas hace a la conciencia nacional que el imaginario social nos muestre abriéndole paso a nuestra nueva generación. En el primer decil por ingresos de nuestra población está el grueso de los niños y jóvenes. Aunque el crecimiento demográfico se está reduciendo, sigue habiendo un beneficio en relación a otros países más avejentados. Esa ventaja la perdemos porque nuestro estado y nuestra producción no logran cooperar con la sociedad.
Así como supimos hacerlo en el pasado con las migraciones externas e internas, los argentinos tenemos que reaprender a educar, emplear y motivar a nuestros jóvenes más humildes para que protagonicen el desarrollo nacional. Con las herramientas de política pública desplegadas ese tesoro encerrado en las chicas y los chicos de los sectores populares debe ponerse en movimiento, para formar a un tiempo fuerza de trabajo, creatividad, pluralidad cultural y ciudadanía.
Es nada menos que la concepción social de las democracias modernas: adoptar desde el gobierno el punto de vista de los grupos menos favorecidos, como predicó Raúl Alfonsín en el discurso de Parque Norte. Los aliados republicanos y liberales que acompañan a los demócratas sociales en la coalición alternativa entenderán sin dificultad que la modernidad requirió desde fines del siglo XIX una sana proyección de la república instituida hacia el estado social instituyente.
Ese avance indiscutible puso a cargo del estado algunas funciones que los individuos por sí mismos no podían satisfacer. La educación y la salud pública, entre las primeras, seguidas por el saneamiento urbano, la previsión social y la protección de los trabajadores. El desafío es superar las rutinas y las ineficiencias, coordinar las esferas municipal, provincial y federal y restaurar una mística de los bienes públicos, como fuentes de derechos y deberes para todos.
El individualismo extremo que aspira o bien a suprimir las funciones sociales del estado o bien a cancelar la actividad industrial en el país representa una corriente extravagante de anarquismo capitalista. Su inexistencia como experiencia de gobierno en cualquier país del mundo demuestra en forma indirecta que su vigencia entre nosotros es más canal de protesta que variante factible de establecerse en el poder.
Pero, el vacío de sentido sobre el que asienta su mensaje, el juego de recíproco favorecimiento con el oficialismo corrupto y su colonización del estado, interpela a la oposición democrática y a sus falencias para exponer una visión operativa del país a reconstruir. El imaginario social que se reclama en estas páginas con sus tres pilares en un estado fuerte y eficiente, una producción dinámica, diversa y extendida y una sociedad solidaria debe traducirse en conductas y en palabras.
Ese discurso que con matices asuman los lideres hasta definir el candidato, esa síntesis que legisladores nacionales y expertos sepan elaborar en convergencia de sus campos de experticia, la visión acerca de una geografía y una demografía del país a las que no les sobra nada y, al contario, en que todas sus partes son esenciales para edificar el futuro tiene que sembrar esperanza democrática allí donde la desazón y el pesimismo empujan a los ciudadanos hacia el atolladero.
El programa y el discurso para contrarrestar las falsas opciones y enarbolar una alternativa auténtica requieren, por supuesto, competitividad electoral, eficacia para convencer y seducir. Los consultores electorales son necesarios porque manejan esas técnicas y debe convocarse a los mejores. Pero los líderes y los partidos aliados no deben jamás desligarse de la responsabilidad de escribir con mente y mano propia las propuestas para gobernar.
El buen consultor ayuda a presentar la propuesta y por lo tanto la pone en valor, le saca brillo. En cambio, hay que cuidarse de los monos sabios que se creen gurúes y que alienan a las fuerzas políticas con monsergas sobre que lo complejo no trae votos o que el largo plazo carece de interés para los electores. La esperanza democrática ganará elecciones y lo hará mejor aún si el imaginario social es despertado por una estrategia global para la transformación.
En condiciones contemporáneas, eso incluye las nuevas igualdades como las de género, los nuevos riesgos como el climático, los nuevos estilos de vida como el cuidado y, por supuesto, los cambios tecnológicos cuyo crecimiento exponencial nos pone cada día ante difíciles encrucijadas morales y políticas. Para nuestro país, en el extremo del mundo y sumido en un largo estancamiento, construir el futuro equivale a pasar página e internarnos juntos en una aventura fascinante.