jueves 18 de abril de 2024
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Cuarenta obras ¿y ningún color?

Los colores, todos ellos, tienen su historia, su poder y su literatura. Algunos han logrado, con el paso del tiempo, cambiar su destino y sus interpretaciones, tanto en el mundo del arte como en la vida cotidiana. Desde que Isaac Newton logró descifrar el enigma de la relación entre la luz y el color, la discusión que pendula entre la ciencia y el arte se ha desenvuelto hasta tener, incluso, sus capítulos contemporáneos.

El negro y el blanco, y sus matices –desde la grisalla medieval hasta el moderno y azulino gris de Payne–, han dominado conceptualmente el debate dentro de la paleta de los artistas. Ni los colores primarios han merecido más literatura que el blanco y el negro.

Con el fondo de estas discusiones, la curadora Micaela Blanco organiza la muestra ¿Sin color? en el Espacio de Arte de la Fundación Osde. El trabajo es atractivo y propone desafíos por dos razones fundamentales. Una es la peculiaridad del nuevo espacio que ocupa la Fundación. Organizado en dos salas, una más amplia que la otra y comunicadas por un pasillo estrecho, el lugar de exposición aparece físicamente fracturado y requiere de un conector eficaz que no sea exclusivamente el desplazamiento del espectador. Además, y esto es más del orden interno del quehacer curatorial, establecer un guión teniendo el límite de una colección puede volverse un problema. Ambas cosas están bien disipadas por el criterio de Blanco. La peculiaridad del espacio de exhibición se resuelve eficazmente con la mezcla de texturas y la combinación de obras y textos que terminan formando una unidad temática y visual. La incorporación de otros soportes, como el video con expresiones de los artistas que están presentes en la muestra colectiva, ayuda también a generar un clima hospitalario y armónico. El ploteo en las paredes de pensamientos de artistas sobre la cuestión del color y del sin color colabora construyendo un hilo narrativo fácil de seguir y muy ilustrativo. Todas las citas son muy buenas, pero animo al visitante a descubrir el párrafo que Vasily Kandinsky le dedica a los impresionistas. Los límites que impone una colección al momento de diseñar un proyecto de curaduría están resueltos temáticamente –el juego del color y la ausencia del color– y también por la decisión de no empastar la muestra con un exceso de trabajos. Dentro de una colección no demasiado grande (son 135 obras), marcada por la condición federal y por la pluralidad de soportes, la elección de la curadora es precisa tanto en responder al tema como a un criterio de legibilidad acorde. Aliviada por no tener que mostrarlo todo, la curadora acierta en el tono y la sensibilidad de la exposición. 

Otro de los desafíos de trabajar con un universo acotado es que la potencial conversación que pueden establecer las composiciones entre sí y con el silencio y los vacíos de los espacios se vuelve más trabajosa; necesita, por así decirlo, de una dosis más de literatura.

En este caso, uno de los rincones de la muestra se revela como el más íntimo y dialógico. Dos trabajos de grandes dimensiones se enfrentan y captan la atención del espectador. La conversación que establecen las obras de Hugo Aveta y Florencia Levy es, de alguna manera, la misma que sostiene toda la muestra.

Las dos miden casi dos metros de lado, y su relación lo resume y lo abarca todo. La sucesión de matices en la fotografía de Aveta, “Morfología de un vacío”, es clara y sugerente. Es una toma directa de una maqueta que el artista realizó en 2006 y el tratamiento digital realza los claroscuros hasta convertirlos en planos geométricos. La doble sensación de realismo y ficción que la obra proyecta muestra esos espacios enormes –característicos de buena parte del trabajo del artista–, en este caso cruzados por luces y sombras. Una puerta sugiere, indiscutiblemente, el paso hacia otro lado, tal vez más nítido pero al mismo tiempo irreconocible.

La pintura de Levy se enfrenta literal y conceptualmente con la de Aveta. Toda luz, concebida casi en un blanco apenas tocado por el gris, las líneas que dibujan el frente del edificio que miramos son apenas un gesto del color, una escapada de luz en medio de la luz. La pintura es un acrílico de 2006 y lleva por título “San Cristóbal” y representa el escorzo en la fachada de un edificio con sus entrantes y salientes. La obra es sin duda una de las más interesantes de la exposición, fundamentalmente por la capacidad de comunicación que alcanza con tan pocos elementos. La austeridad del tratamiento del color, o de la ausencia de color, el trazo plano, las líneas y las perspectivas logran en su sencillez un impacto visual que no consiguen trabajos aparentemente más potentes o con más recursos de ruptura. Este acrílico de Levy sirve, además, para dar cuenta de su gran ductilidad y de su capacidad para utilizar soportes muy distintos buscando niveles expresivos diferentes en un ampliado abanico de complejidades.

Los grises tenues de Levy se ofrecen de puente para la mirada hacia otra de las obras interesantes de esta exposición. Beatriz Moreiro –artista nacida en Buenos Aires pero que reside en Chaco desde 1978– tiene en esta muestra trabajos en dos soportes diferentes. Una técnica mixta y un grupo de esculturas. Sosteniéndose siempre sobre la naturaleza, su labor artística se hace potente cuando busca la contemporaneidad. En “Terrero”, que forma parte de la serie De la tierra, utiliza la técnica con sofisticación para mostrar una escena natural, un enjambre de insectos subiendo por el lateral de una forma erguida e indeterminada, que bien pudiera ser un montículo de tierra. La presentación del dibujo es, sin dudas, experimental y recrea el espacio natural para colocarlo en otra dimensión, más onírica o hasta ficcional. Este juego de ficciones se completa con el artilugio que hace Moreira con los materiales en su obra escultórica. Sin apartarse ni un poco del sustrato natural, convierte a las plantas de chaguar (todo un símbolo del saber y los conocimientos ancestrales del lugar de residencia de la artista), en dos estructuras de acero. El paso de eternización que esto supone pone en discusión la temporalidad, el uso y las posibilidades de combinar discursos de distinto tipo cuando se habla de cuestiones ancestrales y de un contenido étnico y cultural muy importante.

Hay un juego posicional entre el adentro y el afuera de la muestra. La textura monocolor del interior genera una sensación ambigua. Al estar adentro el espectador piensa en blanco y negro y se deja ganar por el carácter falsamente verosímil de ese maridaje. Afuera, sin embargo, y como si se tratara de un cuadro de Chardin, la realidad sabe que necesita del gris para realzar los otros colores de la vida real.

La muestra se completa con trabajos de Andrés Bancalari, Pablo Curuchet, Sara Facio, Carolina Furque, Eduardo Grossman, Eduardo Gualdoni, Pablo Guiot, Fabiana Ímola, Claudio Larrea, Antonio Martorell, Orlando Mayorga, Mariano Molina, Horacio Paturlanne, Lisandro Pierotti, Gerardo Repetto, Anatole Saderman, Armando Sapia, Cristian Segura, Eduardo Stupía, José Luis Tuñón, Mariano Vilela y Martín Villalonga.

Publicado en Clarín el 17 de enero de 2020.

Link https://www.clarin.com/revista-enie/arte/cuarenta-obras-color-_0_FzgTyZ3u.html

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