Aquello que muchos temíamos en las vísperas de las PASO hoy parece fuera de toda discusión: por segunda vez en su historia, el bloque de poder kirchnerista-cristinista ha puesto en práctica una arriesgada maniobra política que consiste en separar el elemento formal institucional –al que denominaremos, para entendernos, el Gobierno- del ejercicio real del poder político.
Los analistas que se han empeñado en ver en Alberto Fernández un presidente con capacidad de decisión propia se van rindiendo a la evidencia, aún sin reconocerlo de forma explícita: Rosendo Fraga ha afirmado que “el presidente de la Nación se dedicó a ocupar el centro de la escena, mientras que su vice, Cristina Kirchner, concentró el poder.” A buen entendedor, pocas palabras.
La idea de un Alberto Fernández autónomo, dueño de sus propias decisiones ha sido hasta ahora más una expresión de pensamiento desiderativo que un análisis objetivo.
Decimos que es una jugada riesgosa porque se trata de un esquema disociado que sólo puede sostenerse por un tiempo. El poder tiende por su propia dinámica a unificarse o bien a disolverse, porque esa disociación deviene inevitablemente en enfrentamiento.
El primer experimento del kirchnerismo en ese sentido, que tuvo lugar con la candidatura de Cristina Fernández a la presidencia en 2007, alcanzó un éxito relativo porque el poder se unificó al desaparecer el poseedor del poder real. Néstor Kirchner falleció en octubre de 2010 y así se cerró el experimento del desdoblamiento. En el caso de que no hubiera muerto, Néstor Kirchner seguramente habría sido candidato a la presidencia en 2011, reunificando poder y gobierno. Una maniobra similar, de calado menor, pudo observarse en las “candidaturas testimoniales” de las legislativas de 2009: los candidatos que se encontraban en la cabeza de las listas sólo estaban ahí por el arrastre electoral que se les atribuía. En caso de resultar electos cederían su banca al segundo en la lista.
Lecciones maquiavelianas
Construido sobre la base del liderazgo personal, el peronismo ha tenido sus inconvenientes para que poder y gobierno coincidieran en la misma persona. Por eso ha recurrido al desdoblamiento en más de una ocasión, con diversa fortuna. El primero fue el tristemente célebre “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, que sólo pudo tener espacio en la discusión pública en el contexto de una democracia inmadura e inestable, asediada y cuestionada por las fuerzas hegemónicas de la época.
Dejemos a un lado por un momento la vulneración que tal maniobra supone al principio de representatividad de un gobierno democrático.
En la preceptiva del poder de Nicolás Maquiavelo aparece con toda claridad la posibilidad de que el príncipe consiga el gobierno, pero no el poder. Respecto de estas situaciones, el florentino es contundente. Si el principado se obtiene por fortuna o gracias a armas ajenas, le costará mucho más consolidarse y obtener el poder real: para eso necesitará condiciones políticas excepcionales. De lo contrario perderá el principado.
Por otra parte, recomienda a los príncipes que eviten cuanto les sea posible quedar a discreción de otros príncipes y tener cuidado de no aliarse -en la medida de lo posible- con príncipes más poderosos, por el riesgo de quedar subordinados.
En ningún momento prescribe el desdoblamiento: poder y gobierno deben converger necesariamente.
Desde la perspectiva estricta del ejercicio del poder, el desdoblamiento supone un problema, una dificultad agregada: resta capacidad de acción y respuesta al Gobierno. Un poder compartido en esos términos (es decir, fuera de la lógica liberal de la división de poder o de la institucionalidad republicana, en la que hay una articulación del poder a partir de funciones o competencias diferenciadas) es objetivamente menos poder.
Cabe preguntarse por las razones que pueden llevar a un gobernante a intentar un esquema de poder de esta naturaleza. El desdoblamiento permite mantenerse en el poder (o recuperarlo) cuando existen condiciones que impiden hacerlo de forma pública y reconocida. Cláusulas constitucionales que bloquean la posibilidad de ser elegidos, limitaciones para obtener la necesaria preferencia electoral de los ciudadanos, factores personales que impiden el ejercicio público y la exposición propia del cargo. Uno pone la cara y ejerce formalmente el gobierno, el otro manda y ejerce el poder real.
El desdoblamiento posee una ventaja adicional: permite tomar decisiones sin sufrir directamente las consecuencias, en caso de que se trate de medidas impopulares, desacertadas o que generan resistencia. Uno manda, el otro recibe las cachetadas. Maquiavelo en este caso sí recomendaba tener siempre a disposición un cabeza de turco que concentrara el odio y el desprecio que generaban las matanzas, el ejercicio de la crueldad, la aplicación de castigos o medidas drásticas.
Pero claro: esto posee su contracara, que revela la dinámica peligrosa de estos experimentos políticos. Si las decisiones son acertadas, son aceptadas de buen grado por la ciudadanía o aumentan el consenso o la popularidad de quien es la fachada del esquema desdoblado, es posible que eso le pueda generar un capital político lo suficientemente grande como para disputarle el poder a quien lo ejerce entre bambalinas. Toda delegación, toda mediación o representación, por muy puntual y específica que sea, posee ese germen de empoderamiento del subordinado.
Ocultamiento y subordinación
El poder en la sombra se ve en una encrucijada. Debe por un lado mantenerse oculto para poder seguir ejerciendo el poder. Por el otro debe someter a la fachada a una relación permanente de subordinación. Por esa razón debe hacer un equilibrio entre medidas populares, que sostengan el esquema desdoblado, pero a la vez debe disciplinar a la fachada, limitando su popularidad, impidiéndole que forme su propio capital político.
La pandemia fue la circunstancia ideal, absolutamente inesperada, para que Alberto Fernández, apenas asumido el cargo, casi sin margen de gestión, aumentara de forma espectacular sus índices de popularidad y aceptación. En ese contexto, que pudo abrir una brecha entre el gobierno y el poder real, sonaron las alarmas de Cristina Fernández, que impuso medidas disciplinarias al Gobierno.
Al principio de la pandemia tomó el control de la caja del Estado que todavía no estaba en sus manos, al sustituir a Vanoli por la camporista Raverta en la dirección del ANSES. Esta medida responde a la concepción fundamental del poder del kirchnerismo, al que identifica con el dinero.
Otro episodio similar fue el proyecto de estatización de Vicentín, que le generó al Gobierno un conflicto que parece innecesario e inoportuno si no se lo mira en el contexto de la lógica disciplinaria de parte del poder real. Asimismo, pertenece al mismo orden de cosas la transparente y continua presión de Cristina Fernández sobre el Gobierno para que a su vez opere sobre la Justicia Federal con el objeto de que cierre de una forma u otra las causas en las que está imputada.
Proyecto político o proyecto de poder
Esta dinámica de las relaciones entre el poder real y el Gobierno revela prácticamente sin equívocos la verdadera índole del periodo político dominado por la dupla Fernández-Fernández. No se trata de un proyecto político propiamente dicho, es decir, de una empresa inspirada por una concepción determinada de país y de Estado que debe ir desarrollándose en la práctica de Gobierno, transformando la realidad en el sentido deseado, sino de un proyecto de poder, un intento por conservar las riendas del país con el propósito deliberado de la autoprotección de Cristina Fernández y su entorno.
Nunca hubo proyecto político: durante la campaña electoral no hubo definiciones al respecto, sino promesas vagas y difusas que sólo podían ser de recibo en el contexto de la desilusión y el malestar causado por el gobierno de Cambiemos. El gabinete de Fernández se compuso a las apuradas, a último momento, con improvisados, militantes de segunda línea y figuras de compromiso, en medio de una profunda crisis en la que nada puede confiarse a la inercia y tampoco a un virtual piloto automático. La falta absoluta de definiciones en torno a un plan económico, que es el centro de la agenda política nacional, a siete meses de iniciada la gestión, apoya esta idea de ausencia de un rumbo político genuino.
Por otra parte, las especulaciones en torno al gobierno de Alberto Fernández como un periodo de transición que debería conducir a Cristina, Máximo Kirchner o a alguien del círculo del cristinismo a la presidencia en 2023 (lo que supondría la reunificación de poder y Gobierno: el desdoblamiento siempre es una solución provisoria) no hacen sino confirmar la idea del proyecto de poder: la conservación y acumulación del instrumento principal de la política y su subordinación a fines personales.
Alberto Fernández y Cristina Fernández componen un matrimonio sin amor, una unión por conveniencia. La memoria de las hostilidades mutuas no puede suprimirse ni ignorarse. Las desconfianzas persisten. Cristina sabe que un empoderamiento sustancial de Alberto la abismaría a un destino político similar al que Néstor Kirchner le propinó a su mentor, Eduardo Duhalde. Sabe asimismo que sólo puede detentar el poder por interpósita persona: no lo puede ejercer en directo, al menos no en estas circunstancias. Alberto por su parte sabe que es absolutamente incapaz en las actuales circunstancias de disputarle el poder a Cristina. El albertismo no existe.
Un complejo inestable
Pero el esquema de desdoblamiento es intrínsecamente inestable, tiende a la unificación del poder en un sentido u otro. En la medida en que la gestión de la pandemia a través de la cuarentena rigurosa pierde sentido, pertinencia y apoyo social, resurge la agenda temporariamente suspendida, sustancialmente agravada y combinada con la crisis social y sanitaria. Los niveles de aceptación y consenso del Gobierno parecen entrar en una franca declinación. Ya se siente el malestar en algunos socios de la coalición del Frente de Todos. Los tiempos se acortan y la crisis se acelera.
Si el proyecto de poder de Cristina Fernández no deja lugar a un proyecto político de Alberto Fernández, por muy precario, improvisado y defectuoso que sea, la fachada irá descascarándose. Los actores políticos, sociales y económicos evitarán la mediación del Gobierno y preferirán entenderse con el verdadero poseedor del poder real. Se producirá una reunificación del poder. Cristina se verá forzada a salir de entre los cortinados para ocupar la centralidad pública del Gobierno: justo aquello que aparentemente tiene vedado hacer.
Si en cambio el proyecto de poder deja crecer al proyecto político del Gobierno, otorgándole un margen de autonomía, el empoderamiento de Alberto es inevitable y pone en riesgo el objetivo inicial de autoprotección. Aquí se abren dos posibilidades, con efectos similares. Tanto si el Presidente se consolida en su gestión y puede estabilizar la situación explosiva en la que se encuentra el país, como si no consigue hacerlo y los acontecimientos se precipitan hacia una situación insostenible, Cristina, sin capacidad de presión, queda expuesta, con los tiempos de la justicia corriendo inexorablemente para ella.
Cabe una tercera posibilidad: que la unificación del poder termine realizándola un tercero, arrebatándoselo a los Fernández. Ya existen indicios de diversos sectores –políticos, sindicales, empresariales, sociales- en fase de autoorganización, buscando alternativas de poder, interlocutores válidos que muestren capacidad de resolución, aunque por el momento sea potencial.
La gravísima situación en la que se encuentra el país, probablemente la peor de su historia reciente, no admite poderes fragmentados o divididos entre sí: impotentes. Si el desdoblamiento fue una jugada electoral brillante para forzar una situación política adversa a Cristina Fernández, también podría convertirse en el factor de destrucción del único recurso que poseemos para salir de la crisis: el poder, instrumento insustituible de la política. Un caso colosal de mala praxis.